4

Sean debió olvidar la cantimplora de Muthoni, o bien prefirió hacer caso de Jerónimo, pues regresó con las manos vacías, precediendo a los otros tres miembros de la tripulación. Denise contemplaba el prado a su alrededor con evidente complacencia, y Tania con cierta inquietud nerviosa, como si el Dios de quien les había hablado Sean fuese a surgir de pronto detrás de un matorral para interpelarla; en cuanto a Austin, procuraba mantener un aire autoritario. Al observar el olvido de Sean, Loquela corrió hacia un matorral y regresó con una grosella del tamaño de un melón, que ofreció a Muthoni. La keniata titubeó un instante, y luego la mordió. El rojo jugo saltó por los aires y le manchó el traje gris plata.

—¡Dios mío! Es maravilloso. ¡Mzurisana!

Con estas palabras, le pasó la grosella a Denise, quien la probó y, a su vez, se la ofreció a Austin. Pero éste hizo como que no se daba cuenta. Loquela parecía fascinada por los rizos dorados de Denise, pero en realidad reservaba toda su admiración para la tez de Muthoni, negra como la tinta.

—¿Capitán Van der Veld? —preguntó Austin—. Quiero decir, ¿usted era el capitán Van der Veld? ¿Cómo debo llamarle?

—Puede llamarme Jerónimo.

—¿Qué es este planeta, Jerónimo? ¿Quién es ese «Dios» del que le ha hablado a mi gente? Un extraterrestre superpoderoso, ¿es eso? ¿Habremos encontrado al fin una inteligencia extraterrestre?

Jerónimo ladeó la cabeza.

—Evidentemente Dios no es humano, en el sentido de que no nos es dado conocerle. Está fuera del nivel actual de nuestro entendimiento, ¿comprende? Pero nos esforzamos, procuramos elevarnos. Hasta los peces lo hacen, ¿no es cierto? Él nos ayuda, Capitán. O supongo que nos ayuda…, aunque a veces escribe con renglones torcidos, como si dijéramos.

—Pero ¿qué es ese Dios? Necesito saberlo. ¿Es algo…, localizado, digamos, algo que tiene un lugar? O abarca…, ¡ejem!, a todo el resto del universo. Quiero decir que, si es Dios, debe estar en todas partes, ¿verdad?

Sean sospechaba que la cuestión de la cadena de mando preocupaba a Austin tanto o más que saber si existía allí un Dios o una entidad superpoderosa, o si ambas cosas eran lo mismo. En realidad, Austin deseaba conocer los límites de la autoridad divina. Como primer paso, no dejaba de ser lo más práctico.

—¿Me pide que defina a nuestro Dios? Eso mismo es, precisamente, lo que nos tiene ocupado todo nuestro tiempo. ¡Y también le ayudamos a definirse a Sí mismo, me parece! Para contestar literalmente a su pregunta, Él está en todas partes, en cuanto a la extensión, y particularmente en el Edén.

Aunque no era el primer paso que Sean hubiese emprendido, tal vez sería más útil conocer primero los límites propios…, y los de aquellos colonos amnésicos y sibaritas… O mejor, saber lo que ellos imaginaban estar aprendiendo mientras olvidaban la misión que les habían asignado en la Tierra y se dedicaban a gozar en aquel paraíso.

Tres hombres hicieron aparición en la pradera, llevando a cada lado otros tantos soberbios ciervos. Entre todos transportaban una carpa, grande y lúgubre, moteada de rosa y blanco. Tenía las aletas pectorales y ventrales demasiado delgadas como para soportar el peso del animal en tierra firme; en cualquier caso, el pez se habría tumbado… ¿Ayudaba el Dios a aquella gente como ellos ayudaban al pez?

Una urraca descendió entonces sobre ellos y fue a posarse en lo más alto de la rampa de acceso. Torció la cabeza como si escuchara la conversación, luego meneó la cola con impertinencia y, sin miramientos, se cagó sobre el metal brillante. Jerónimo la contempló unos instantes y se puso a otear las lindes del prado con aire de desconfianza.

—Al principio, este planeta no pudo estar así —aseveró Paavo.

—¿Al principio? Aquí siempre estamos en el principio. En los comienzos, en nuestros nuevos comienzos. Por supuesto que era así cuando aterrizamos…, al menos en lo que se refiere al paisaje. Los pájaros y las alimañas y los peces vinieron después. Salieron de los estanques y de las cuevas, de las conchas y de las torres de piedra. Naturalmente, los tomaron de nuestros depósitos de óvulos. Si he de serle sincero, no se cuánto tardaron en criar, pero no creo que fuese mucho. Este planeta es más bien pequeño, y además no gira sobre sí mismo, ¿saben?

—Ya lo habíamos notado —dijo Austin.

—No tiene ni la atmósfera ni la gravedad que le corresponden.

—También lo sabemos. Así que ese Dios se dedicó a terraformar para ustedes un planeta inadecuado… ¿En cuestión de horas? —Austin se enjugó la frente y continuó, esta vez como intentando recapitular—: ¿Quién es Él? Antes dijo usted que usaba barba. ¿Significa eso que tiene aspecto humano?

—Bien, yo no he visto nunca a Dios. Pocos le conocen, aparte el hombre vestido. Tiene forma humana, sí. Al menos ahora. La barba. Las vestiduras color de rosa. Reina en el Edén, pero sus sentidos se extienden a todas partes. ¿Entienden? Es al mismo tiempo particular y general. En mi opinión, fuimos nosotros quienes definimos a Dios para Él mismo cuando llegamos, y ahora tratamos de evolucionar hasta un nivel en que seamos capaces de entender lo que especificamos entonces.

—De manera que tenemos un ser superior…, y estaba ahí sentado, haciendo ¿el qué? ¿Buscando el modo de definirse a sí mismo? Un ser con el poder de transformar todo un mundo, con el poder de crear… ¿A partir de qué evolucionó ese ser? ¿Es una entidad única, o una entre muchas?

Sean miró disimuladamente hacia lo alto. El cielo ya no estaba límpido; un cúmulo aislado en forma de yunque soltaba ráfagas de lluvia, aunque no cerca de aquel prado. Parecía una regadera, pensó Sean. Arriba, golondrinas y vencejos de tamaño normal describían giros en bandadas como una sola criatura. Se cernían sobre un diminuto cuerpo como infantil con largas alas azules. Enseguida observó otro de aquellos pájaros-duendes, y luego un pez volador de una especie extraordinaria, que semejaba un largo torpedo verde lagarto, con alas que parecían flotar en el aire como si éste fuese agua. Se hubiera dicho que era como un tiburón fuera de su elemento, al que hubiesen añadido unas largas y anchas aletas de ballena, totalmente fuera de lugar. Mientras navegaba majestuosamente por el aire, uno de los pájaros-duendes hizo una pirueta a su alrededor.

Sean señaló con el dedo.

—Y ésos, ¿qué son? ¿Querubines?

—Trasgos —replicó Jerónimo—. Fases metamórficas, etapas de la evolución.

—¿Etapas del hombre, o de qué?

—Eso depende. A mí no me pregunte. Y ése es un pez celeste, ¡mire!

El tiburón volador, arrastrado por alguna invisible corriente de aire, perezosamente, se dejó caer en tierra, y el duende se posó en sus alargados lomos. Manteniendo aliadas sus propias alas, el duende se mantenía de puntillas, en equilibrio como un patinador acuático, y enseguida el aire se lo llevó.

—Esa entidad superior ¿tiene algún nombre ahora? —preguntó Austin.

—Si tiene algún nombre en particular, Él no nos lo ha comunicado. Eso de preguntar Su nombre resulta un poco ridículo, ¿sabe? ¡No es lo mismo que preguntar el de usted, Athlone! —Jerónimo sonrió con malicia—. Tal vez el hombre vestido podría contestarle a eso. Él es Su confidente, yo no soy más que Su hombre caído. O así me lo parece algunas veces.

—Y el planeta, ¿tiene algún nombre?

—El Jardín, el Paraíso y el Infierno…, así es como le llamamos. Todo depende de dónde se encuentre uno. Tres mundos en uno.

—¡Ah! Y supongo que Dios también será una trinidad. ¡Qué original! —se burló Tania.

Jerónimo se quedó mirándola.

—También podría ser un Dios dialéctico: la tesis, la antitesis y la síntesis.

—¡Dame fuerzas!

—Lo hará. Y ahí arriba está el sol. Tenía un número, ¿verdad? No consigo recordarlo.

—4H…, pero ¡bah! ¡Qué importa! —dijo Austin—. Quienquiera que sea Él, desconectó nuestra nave. ¿Dispone de mensajeros…, como esos duendes voladores? ¿Hay manera de ponerse en contacto con Él?

Jerónimo, en vez de contestar, contempló la urraca posada sobre la rampa.

—Las aves son mensajeras. Aves de muerte y aves de vida.

—Craac —graznó la urraca, y se puso a alisarse las plumas, escondiendo el negro pico bajo un ala semilevantada.

—A veces la dificultad estriba en comprender el mensaje.

—¡Ese pájaro tiene inteligencia! —exclamó Denise—. Escucha lo que decimos.

—Tonto no es, desde luego.

—Craac —asintió la urraca, al tiempo que asomaba un ojo reluciente por debajo del ala.

—¿Usted puede comunicar con él?

—En realidad es el mensajero del hombre vestido, el que tiene línea directa con Él.

—¿Quién es ese hombre vestido? —le interrumpió Sean—. ¿Es de veras un humano, o es otra de las personas de la trinidad?

—Es el Señor de los Misterios. Creo que él sabe lo que ocurre aquí, o nos lleva algunos pasos de ventaja en el camino de averiguarlo. Ésa es su Gran Obra. Que yo sepa, era uno de los colonos congelados durante la hibernación, de modo que no tuve ocasión de tratarle. Dice llamarse Knossos ahora, con lo que supongo que sería de origen griego. ¿Quizá se trata del legendario embustero cretense?

Jerónimo se acercó a la urraca. El ave saltaba, ya sobre una pata, ya sobre la otra, y volvía la cabeza de un lado a otro para mirarle alternativamente con el ojo derecho y el izquierdo. Tal vez el izquierdo no veía las cosas del mismo modo que el derecho.

—¿Está cerca de aquí Knossos? ¿Está o no está?

—Craac.

—¿Deberían tratar de hallarle estas personas?

—Craac craac.

—¿Las encontrará él?

—Craac craac.

—¿Qué quiere Dios que hagan?

De pronto, la urraca se lanzó sobre Sean. Éste se encogió un instante pero luego se mantuvo firme, aunque con los ojos cerrados. Las garras del pájaro se aferraron a su hombro, y le metió el pico suavemente por la oreja, como si buscase garrapatas. La garganta del pájaro vibró y el sonido reverberó en su oído. Su tímpano entró en resonancia y percibió palabras confusas, cuando antes sólo había escuchado un graznido de ave.

(«¿Encontrar a Dios? —graznaba la voz—. ¿Eso queréis? ¡Hay que ver cómo! ¿Quedaros aquí? Agradable ¿Sí? ¿No?»)

La urraca retiró el pico y echó a volar, tomando tal impulso en el hombro de Sean que le hizo tambalearse. El pájaro se elevó dando círculos hasta posarse en la punta de la nave; desde abajo apenas se veía una manchita negra. Meneó la cola y, antes de volver a remontar el vuelo y alejarse, se cagó otra vez.

Sean comunicó a los demás lo que había oído resonar en las cavidades de su cráneo.

—¡Maldito sea! —exclamó Austin.

—En cierto sentido —asintió Jerónimo, afable—. Ser maldito es uno de los caminos que llevan a Dios. En realidad será mejor que se vayan. Ya tiene Dios otro pescado en la sartén.

El lenguado, que andaba a saltos en diagonal por el prado, al escuchar estas palabras alzó la cabeza y lanzó un estornudo como de reproche. Todo su cuerpo se estremeció de manera que, por un instante, pareció flotar en el aire antes de volver a caer sobre la hierba.

—Si Dios está allá, hacia el oeste, en el Edén, ¿podremos llegar andando? ¡Se tardaría bastantes meses terrestres! —dijo Austin, haciendo crujir con rabia los huesos de los dedos, como si pasara la cuenta de las semanas en un ábaco de madera.

—Hay un valle entre el Jardín y el Edén. No es un valle como los vuestros…, tiene muchos kilómetros de anchura y de profundidad. Abajo hay un desierto abrasador, lleno de gas tóxico. No se puede bajar ni pasar.

—¿Podríamos viajar por el aire?

—¡Ah, no! Él no dejará que vuelen astronaves por aquí. No sería compatible. Creí que os habíais dado cuenta de que estáis desconectados. Sólo hay una manera de llegar al Edén, amigos terrícolas, y se llama morirse. Pasando por el Infierno. Todavía no sois dueños del arte de morirse.

—A lo mejor ese hombre…, Knossos, conoce otro camino —dijo Austin.

—No me sigáis a mí. Ése es el camino. Y, por cierto, ¿qué importancia puede tener para Dios conoceros?

—¡Infiernos! —barbotó Austin. Era difícil saber ni blasfemaba o aludía al hemisferio oculto del planeta—. ¡Haber viajado tantos años-luz! ¡Si hubiéramos encontrado aquí a un ser superinteligente, vive Dios!

Pero todos los juramentos sonaban ambiguos en aquellas circunstancias.

Sean se divirtió al observar en el rostro de Austin la perplejidad que le producía la devaluación de sus palabras, en un sentido, y el temible valor añadido que recibían en otro.

—Ante todo hay que averiguar de qué naturaleza es esa entidad extraña —dijo Tania con firmeza—. Ésta es nuestra mayor prioridad.

—Sí, habéis andado mucho camino —concedió Jerónimo—. Por otra parte, Dios construyó un mundo entero para nosotros. Vuestros intereses son más bien secundarios. Además, ¿queréis llevaros esa noticia a la Tierra? Y luego, ¿qué? ¿Giras turísticas organizadas? ¿Escribir a Dios invitándole a enviar un embajador? Los contactos a ese nivel son ridículamente inapropiados. Las condiciones de Él son las únicas que valen.

—Pero ¿no desean ustedes librarse de ese poder? —preguntó Tania.

Jerónimo contestó apuntando con un gesto vago a su alrededor.

—Ahora la ridícula es usted.

—¡Pero los seres humanos no son mascotas de ningún zoológico de una entidad superior!

—Digamos entonces que es un jardín de infancia, ¿le parece? En realidad todos hemos hecho un largo camino a partir del protoplasma primitivo. Y todavía nos queda mucho por andar, sin que ustedes sean una excepción.

Loquela se impacientaba, agitaba los dedos sin propósito aparente.

—Todo eso de encontrar a Dios está muy bien… A los peces les gustaría andar, y creo que todos lo conseguirán dentro de algún tiempo…, más bien largo. Sin duda, ahora nos basta con saber que Él está ahí, y dentro de todos nosotros. ¡Ésa es la realidad con la que debéis establecer contacto! ¡Amadla! Quitaos esos trapos absurdos bajo los cuales os ocultáis. ¿Cómo puede uno encontrar nada, si empieza por esconderse a sí mismo?

Los pechos de Loquela oprimieron el tórax de Austin, le rodeó el cuello con sus brazos y le rodeó una pierna con la suavidad de la cara interna de su muslo.

Austin se apartó, no para rechazarla sino para caer derribado al suelo sobre ella.

—¿No decíais que Knossos va vestido? —objetó débilmente.

—Lo que él esconde es conocimiento oculto —explicó Jerónimo—. Él sabe ya lo que todavía permanece oculto para nosotros. Ahora comprenda usted una cosa, capitán: nadie va a censurarle que se dedique a gozar. El nuestro no es un Dios puritano. Ni estamos en el país de los lotófagos…, todos nos dedicamos a aprender algo. Loquela tiene razón. ¡Participad! Celebraremos una fiesta de bienvenida. O llamadle una orgía, si así os parece. Aquí todos somos…, ¡hum!, amigos.

Pero Loquela ya se había desprendido del recalcitrante Austin. Señaló a los tres jinetes que habían hecho alto junto a la nave y ahora se apeaban para acostar, con precaución, la gran carpa sobre un lado para que pudiera admirarla o extrañarse ante ella. Los tres jóvenes se acercaron, sonrientes, para contemplar a los recién llegados. No dijeron nada, sino que permanecieron allí, de pie, como tres escuderos desnudos.

Tenían el cabello de un uniforme color castaño claro, y sus cuerpos lucían un bronceado casi dorado: monedas de oro pulido en contraste con el esplendor marfileño de Loquela. Tenían estrechas caderas y músculos que parecían más decorativos que útiles…, aunque dotados de fuerza suficiente como para transportar aquella carpa, que no debía de pesar poco. Sean observó que dos de ellos estaban circuncidados, pero el otro no; por lo visto Dios no era demasiado exigente en ese punto.

—Hola —dijo—. Soy Sean.

Uno de los jóvenes hizo una inclinación de cabeza.

—Yo soy Dimple. Éste es Dapple. Y aquél es Dawdle.

—¿Son esos vuestros nombres?

—¡Ah, no! —rió el joven—. Son los nombres de nuestras monturas. Nosotros todavía no tenemos nombre porque aún no sabemos quiénes somos… Así que, ¿cómo vamos a tener nombres mientras no lo sepamos?

—Pero ¿en otro tiempo tendríais nombres?

—Sí, pero ésos eran falsos. Por lo que vale más olvidarlos. ¿Bien? —invitó a Muthoni con una mirada lujuriosa, al tiempo que se frotaba el pecho con ambas manos, en un gesto de sensualidad tentadoramente franca y sencilla, como un gatito revolcándose sobre una alfombra.

Había dicho muchas cosas con una sola palabra.

—El equipo me da bastante calor —rió Muthoni—. ¡Creo que el jugo de esa fruta se me ha subido a la cabeza! Voy a prescribir un poco de libertad para nosotros.

—De licencia, querrás decir —replicó Tarúa con sequedad—. No he venido aquí para…, kak pa-angliski…, dejar que me pase por la piedra toda la banda.

Déjeuner sur l’herbe —monologó Denise—. Sólo que aquí son los caballeros los que no llevan ropa.

La expresión de Austin Faraday era de total aturdimiento.

—¿Qué propones? —le preguntó tranquilamente Sean—. ¿Encerrarnos en la Schiaparelli y pasar los próximos cincuenta años jugando a las cartas dentro de una carcasa muerta? ¿O vivir el papel…, hasta que sepamos quién lo escribió para nosotros y por qué?

Muthoni había empezado ya a abrir el traje con una de sus afiladas uñas.

—Muy bien —se estremeció Austin—. Los que prefieran…, este… tomar un baño, que se desvistan. De lo contrario…

Tragó saliva; instintivamente alisaba su propio traje con ambas manos, como si quisiera verificar la integridad del mismo, o como si esa acción, en virtud de algún tipo de servocontrol, pudiera neutralizar la de Muthoni.

Pero ésta ya tenía el traje enrollado alrededor de los tobillos y, con dos puntapiés, se libró de él así como de las botas.

—Si este planeta se ha dedicado al nudismo, Austin, seguramente será de muy mala educación andar por ahí vestido.

—Esto es una catástrofe —afirmó Tania—. Es…, un motín. ¡Impóngase, capitán!

Cruzó los brazos sobre los pechos como si fuese ella quien los tenía desnudos y no Muthoni, al mismo tiempo, apretaba las piernas enfundadas en sus pantalones; parecía una virgen tímida recibiendo la Anunciación de un arcángel ligón de playa, un Gabriel algo vividor.

—Yo también solía imponerme mucho —dijo Jerónimo—. ¡Y ya veis ahora! Pero ¿sabéis una cosa? Ahora me encuentro mucho mejor. De verdad…, pese a ciertas añoranzas y ciertos resentimientos.

La Tierra, con su megapoblación, era (o había sido), si no un mundo puritano, sí un lugar donde estaban a la orden del día las pantallas, o los velos de diferentes tipos entre las personas, como medio para evitar que la sociedad se convirtiese en una simple colmena. Al menos, así ocurría en Occidente y en Euro-Rusia, aunque no tanto en el África de donde era oriunda Muthoni. No faltaban las zonas de esparcimiento, los solariums nudistas y demás por el estilo, para aliviar el apantallamiento antiséptico de la vida corriente, además, los seis astronautas se habían visto higiénicamente desnudos, los unos a los otros, a bordo de la Schiaparelli. El problema no era tanto la desnudez en sí, pensó Sean, ni siquiera el sexualismo de aquel mundo (puesto que apenas era concebible que Tania fuese todavía virgen), sino más bien que ella, lo mismo que Austin y que Paavo, rehusaba las normas de ese mundo, se negaba a admitir lo que había ocurrido con aquella colonia a nivel de carne, de sangre y de piel desnuda como hecho subjetivo, es decir, todo lo contrario a lo meramente objetivo. Esto, en combinación con la hipersensibilidad de los terrícolas al contacto personal demasiado íntimo (a no ser en muy determinados momentos y lugares), era lo que repugnaba a Tania. En una Tierra superorganizada se necesitaban otros apantallamientos, además de las vestiduras o (a veces) las máscaras, en especial para la seguridad de los datos personales, con el fin primero de salvar la noción de individualidad humana; hasta cierto punto, incluso en Rusia se registraba ese fenómeno. Si ahora, una autoridad superior decía «que no haya pantallas entre nosotros», ello tendría el efecto de enfurecer a todos, hombres y mujeres, que se sentirían humillados, robotizados. ¿Cabía creer que todo el planeta fuese un solarium? Ellos habían esperado encontrar espacios abiertos…, y trabajo en abundancia, pero nunca aquella desnudez ociosa.

—No iremos a ninguna parte con la coraza puesta —dijo con suavidad Sean—. Resulta que hemos aterrizado en un planeta donde el amo del cotarro no es un gobierno, sino un Dios…, alguien que, por su misma naturaleza, ve en nuestro interior. Tendremos que meternos en la piel de esa diferencia.

—Pues lo primero será enseñar un poco de piel —rió Denise.

También a ella se le había subido a la cabeza el jugo de mora, pero al propio tiempo se mostraba orgullosa de sí misma, con su mata de cabello dorado. El gran vacío del espacio le había dejado un regalo: espacio donde desnudarse tranquilamente, amigablemente, y en cualquier parte El alejamiento de la Tierra y de todas sus pantallas para la personalidad podía medirse ahora por el patrón de su melena de oro que nunca hubiera podido lucir en un mundo en el que el cabello largo hasta el trasero no habría dejado de enredarse en las ropas, los dedos y los ojos de otras personas.

Muthoni se libró de las bragas y estiró los brazos golosamente. Ahora que estaba desnuda, los demás aparentaban un absurdo empaquetamiento. Loquela, que había contemplado cómo se abrían los trajes espaciales con el interés de un gato ante la madriguera de un ratón, escogió este momento para saltar. Sus uñas resiguieron una costura para abrir la funda que recubría el cuerpo de Sean, y pusieron al descubierto el vello rojo de su pecho. Lo acarició con curiosidad; pero al mismo tiempo no decaía su fascinación por la piel de Muthoni. Mientras alargaba la mano izquierda para tocarla, murmuró:

—Negreza.

—No. Yo prefiero continuar vestido —dijo Austin, encogiéndose de hombros con desesperación—. Poneos como gustéis, o seáis gustados.

Sean no estaba muy seguro de que la coraza de la personalidad pudiese resistir incólume mucho tiempo; pero si lo conseguía, tendría que ser al precio de hacerse cada vez más rígida…, de modo que una posible ruptura quizá quebrase al mismo tiempo la mente encerrada dentro de aquélla.