Era de mediana estatura y no demasiado musculoso, aunque tampoco flaco. Apenas estaba bronceado, pese a la exposición constante a la luz solar. Su rostro era ovalado y de expresión ansiosa, coronado por un revoltijo de rizos castaños…, mientras que el resto del vello que cubría su cuerpo era liso y lampiño. En efecto, aquella gente andaba tan desprovista de vello corporal como de vestiduras. ¿Tal vez se afeitaban con pedazos de sílice y con el agua fría de los arroyos?
Aunque la actitud del hombre era amistosa, había un deje de melancolía que contrastaba con las alegres actividades circundantes. Hizo una mueca de asombro cuando vio que Sean, Paavo y Muthoni salían por la rampa de desembarque. Contempló con sorpresa las negras facciones de Muthoni y luego hizo un gesto de asentimiento, como si hubiera recordado algo. No podía ignorar lo que era una mujer negra, puesto que había una dentro de la cáscara de granada.
—Hola. Soy Jerónimo —dijo con una inclinación de cabeza a modo de reverencia, y titubeó antes de tender la mano.
¿Se habría conservado la costumbre de estrecharse las manos allá en la Tierra, de donde procedían aquellos viajeros? Sean tendió la mano y estrechó la del otro. Era una mano real, firme y caliente.
—Jerónimo… ¿Bosch, por casualidad?
—¡Ah, no! Nada de eso —sonrió el hombre con ironía—. No me lo he inventado. Jerónimo es mi verdadero nombre, aunque entiendo lo que ha querido insinuar. Sin duda, mi nombre obedece al sentido del humor de Él, ¡o a su sentido de la propiedad! Al menos veo que habéis comprendido dónde estáis.
—Según mi compañero Sean, estamos en un cuadro medieval de no sé qué pintor holandés —dijo Paavo con el ceño fruncido—. Mire, nuestra nave se ha desconectado. El ordenador no admite instrucciones, la radio y los propulsores no funcionan. ¿Quién lo hizo?
—Evidentemente, habrá sido Él.
—¿Y quién es Él, si puede saberse? —preguntó Muthoni.
Jerónimo hizo un gesto como queriéndole quitar importancia a su respuesta:
—¡Ah! Es Dios. A falta de mejor nombre o de mejor pronombre. Es nuestro Dios. Vive allá, hacia Occidente. Esa nave de ustedes no encaja en el cuadro, ¿saben? Pero de todos modos sean bienvenidos. Tranquilícense, procuren pasarlo bien. ¡Quizás aprendan algo! Este mundo se ocupará de ello. Hay mucho que aprender aquí.
Sean se tranquilizó. Y, ¿por qué no? La brisa era tan dulce después del aire estancado de la nave, con su relente metálico… E incluso resultaba euforizante. Quizá la proporción de oxigeno era más alta de lo que ellos estaban acostumbrados, y además se respiraba todo un ramillete de aromas: a almizcle, a limón, a musgo, a ámbar y a muguete fresco.
—Es como si todo esto no estuviera ocurriendo en realidad —se lamentó Paavo.
—Eso demuestra lo mucho que les queda por aprender. ¡Ah! Deben de haber andado mucho camino.
—¡Qué si hemos andado camino! ¡Ya lo creo, hombre! Venimos de la Tierra, y eso está a cuarenta y cinco años luz y ochenta y siete años de hibernación. La propulsión hiperespacial no se ha mejorado desde que salió vuestra Exodus. Hay límites…, hay límites —concluyó Paavo, mientras pateaba el suelo con impaciencia, como si todavía tuviera entumecidos los dedos de los pies.
—Sí, claro. Ya sé —asintió Jerónimo con jovialidad—. Lo recuerdo. Soy el único que…, se molesta en seguir recordando esas cosas. Es mi…, ¡hum! Digamos que es mi misión. Es una suerte que hayan aterrizado aquí. Supongo que no habrá sido por coincidencia, ¿verdad?
—El sistema de dirección se estropeó en el último momento. La suerte ha sido el haber conseguido bajar sin estrellarnos.
—Bendita suerte. Sí, veo la mano de Dios en eso; hizo que se posaran en el mejor lugar.
—Lo hice yo —replicó el finlandés.
—Da lo mismo.
—Así que, ¿todavía recuerda lo que le contaban sus… abuelos, los que vinieron de la Tierra? —intervino Sean para acabar con la discusión.
—No, sus antepasados —le corrigió Muthoni—. Han transcurrido siete u ocho generaciones, o tres períodos de vida humana, por lo menos.
Jerónimo sonrió.
—No, no. Recuerdo cómo vine yo mismo. Yo personalmente. Desde luego, todo queda un poco lejos ahora. Las células de hibernación. Las uñas y los cabellos largos al despertar. Amigos, yo fui el capitán de la Copernicus.
—No es posible —protestó Muthoni—. Usted aparenta menos de cuarenta años. ¿Es que aquí se rejuvenece en lugar de envejecer? ¿O es que el tiempo tiene un ritmo distinto?
—Miren, yo fui el capitán Jerónimo…, ahora no recuerdo cuál era mi apellido. Jerónimo Van der Veld, eso es. Para servirles. Y como yo los traje aquí…, a modo de mascarón de proa, en cierto sentido… No diría que se me designó, pero si que se me eligió como testigo permanente. Quizá me elegí yo mismo. Un caso de modestia excesiva, ¿no les parece? Yo fui el pequeño semidiós de la Copernicus.
—Pero si es usted muy joven —se estremeció Muthoni—. ¿Acaso no existe la vejez aquí, ni la muerte?
—Claro que hay muerte. Vean esa pobre jirafa. Ustedes la asustaron hasta que reventó. Realmente explotó de miedo. No se rehacen de un trauma así. Por supuesto que existe la muerte —sonrió Jerónimo con aire de entendido—. Pero también está la resurrección. Nosotros morimos, no de vejez ni de enfermedad, sino voluntariamente, diría yo… En las cavernas de las conchas letales…, o cuando alguna fiera se empeña en asesinarnos. Un león, o tal vez un tigre. Aunque suelen ser encantadores casi siempre…, los leones y los tigres.
—Los animales no asesinan —se extrañó Sean. De momento era preferible ocuparse de un enigma pequeño que de uno grande—. Los animales sólo matan.
—Bien, pues aquí asesinan. Sólo de vez en cuando, desde luego. Cuando la garza de la muerte ha cantado para uno, y uno desoye la Gran Indicación, tarde o temprano a uno le asesina un animal. Resulta un poco más molesto que una muerte voluntaria.
Sean contempló cómo el pinzón dorado gigante administraba los últimos sacramentos, en forma de jugo de mora, a la jirafa moribunda. Se le había unido un pájaro pequeño, que estaba posado sobre los cuernos de la jirafa. Un pájaro carnicero, pensó.
Jerónimo sorprendió la dirección de su mirada.
—Alcaudones para la muerte violenta, garzas para la muerte voluntaria. Así es como ocurre. De un modo u otro, morimos y vamos a parar al Infierno. En donde, a su debido tiempo, morimos otra vez…, aunque, créanme, allí somos más duros de pelar. Es obligado. Luego aparecemos otra vez por aquí, un poco cambiados por la experiencia. Ahora soy bastante distinto del viejo capitán Van der Veld, como habrán comprendido…, pero sigo siendo el Fliegende Holländer. ¡Ah! Entonces yo era un personaje robusto, duro, dominador. Mucho más definido, seco y cortante. Estaba hecho para la misión como un bólido a reacción…, el típico hombre que encuentra sus móviles en sí mismo. En realidad, no había reflexionado sobre el final del viaje, sobre lo que haría cuando hubiese llegado aquí. Ahora soy mucho más fluido…, un hombre nuevo. En cierto modo, se podría decir que esto ha sido mi salvación.
—No tienen ustedes vello corporal —observó Sean con cautela, temiendo que la respuesta hubiera de ser, también en ese caso: no encajaría con la pintura.
—¡Ah, eso! Dios usa barba. No lo digo porque le haya visto en persona. Es su prerrogativa, el distintivo del oficio. ¡Ach! Hasta el presente, Él es el único adulto de este mundo…, y nosotros somos Sus hijos. El sendero del crecimiento empieza en el país de la infancia, ¿no dice así el refrán? Los niños no tienen vello corporal. Si quieres tener pelo, conviértete en una bestia. O en un demonio. Algunos demonios son personajes bastante peliagudos. El vello oculta, ¿comprenden? Y aquí no somos partidarios de escondidillas, ¡como habrán observado!
—Niños —dijo Paavo con amargura—. Sí, se observa un comportamiento bastante infantil por aquí.
—Pero ¿dónde están los niños de verdad? —preguntó Muthoni.
—¡Ah! Estaba bromeando un poco. No ha sido muy correcto por mi parte. Lo que pasa es que me han sorprendido. He de ir acostumbrándome a ustedes…, ¡hum!, terrícolas. Para mí, después de todo el tiempo transcurrido, todo esto me resulta demasiado obvio.
—¡Los niños!
—Todavía no tenemos la suficiente madurez para engendrar nuevos niños. Pero la Copernicus llevaba muchos óvulos humanos, lo mismo que de animales. Todos los óvulos fertilizados que traíamos viven ahora: como adultos o como transmutados. Jerónimo hizo un ademán en dirección a un gran lenguado manchado que avanzaba a saltos sobre la hierba. Aunque la reducida gravedad lo hiciera más llevadero, sin duda que ese sistema de locomoción le suponía un gran esfuerzo, pero, no obstante, el pez parecía casi complacido de poder reptar de aquella manera.
Muthoni apuntó con el pulgar a la pareja que había estado haciendo el amor cabeza abajo, y que ahora yacía sobre la hierba con los dedos entrelazados, jugando a crear una música silenciosa de presiones mutuas, a inventar un signo especial de saludo con las manos, un apretón de reconocimiento definitivo.
—¿Quiere decir que ésas son copulaciones estériles, no funcionales, como los juegos prepuberales? —preguntó con una risita, consciente del contraste entre el carácter clínico de la pregunta y la intimidad a que se refería.
Dilataba las ventanas de la nariz mientras olfateaba el almizcle, la algalia y la menta.
—¡Hum! Esa no es su función. No han de servir para hacer hijos. Al menos no todavía. Compenetración, equilibrio, ritmo, celebración…, para eso sirve el amor, de momento.
—Sería mejor empezar por el principio —dijo Sean—. ¿Tendría la bondad de entrar, por favor?
—Será como en los viejos tiempos, capitán Van der Veld —quiso tentarle Paavo, lo que le valió una mirada de sorpresa por parte de Muthoni.
—No, no creo que me sintiera a gusto dentro de…, ¿cómo se llama?
—Astronave —apuntó Paavo, sarcástico.
—Schiaparelli —dijo Muthoni—. Así es como se llama.
—No. Siempre que entramos dentro de algo es para una…, transformación. Pueden salir todos ustedes sin temor. El fuselaje de acero no supone ninguna diferencia; no les servirá de pantalla contra nada…, excepto contra el conocimiento. O la oportunidad de adquirirlo, al menos. Además, ¿no dijeron que la Schiaparelli se había desconectado? Tengan la bondad de identificarse: apellido y grado, por favor —agregó en tono tajante, recobrando por un momento su carácter de capitán.
—Tiene razón —admitió de buen grado Sean—. Esta es nuestra médico y bióloga Muthoni Muthiga. Y éste es Paavo Kekkonen, piloto e ingeniero. Yo soy Sean Athlone, psicólogo. Tenemos una nueva teoría acerca de cómo la imaginería arquetípica heredada del mundo originario de nuestros colonos podría adaptarse a un medio inédito, o ser modificada por éste. Creemos que podría tratarse de un aspecto bastante vital para la eficacia con que «arraiguen» las colonias en general…
Jerónimo soltó una risa burlona.
—Ya le dije que alguien se ocupó bastante bien de nuestros problemas psicológicos.
—Austin Faraday es nuestro capitán y planetólogo. Tania Rostov es, entre otras cosas, agrónoma, y Denise Laroche es nuestra ecóloga.
—¿Athlone, eh? ¿Laroche? —Por lo visto Jerónimo se regocijaba secretamente de todo ello—. Bien, bien. Me pregunto cuáles habrán sido sus profundas motivaciones para venir aquí. Son unos apellidos interesantes los suyos.
—¿Athlone? No es más que un pueblo de Irlanda. Seguramente mis antepasados eran campesinos que tomaron el nombre de su aldea. No es que fueran señores feudales ni nada por el estilo.
—Aquí sólo hay un Señor, Sean: Él que es. ¡Laroche! ¡También es un buen apellido!
—¿Qué tienen de curioso nuestros apellidos?
—¡Ah! Ya lo irán averiguando. A Él le gustarán. Tiene el sentido de las afinidades electivas.
—Quienquiera que sea «Él», está visto que aquí necesitaban un psicólogo —murmuró Muthoni, y luego, en voz alta, añadió dirigiéndose a Sean—: Tengo sed. ¿Por qué no llamamos a los demás? Como ha dicho este hombre, un fuselaje de acero no supone mucha diferencia. Y puesto que vas allá, tráete una cantimplora.
—Si tiene sed, encontrará alivio en cualquier matorral —dijo Jerónimo—. Detrás de aquel seto hay un estanque y le garantizo que no hay veneno ni droga. —Y añadió con un ademán jovial—: ¡Quién necesita alucinaciones, con una realidad como ésta!
Una mujer desnuda que les contemplaba desde hacía bastante rato con una tenue sonrisa de impaciencia, se acercó a ellos en aquel instante. (Ella iba desnuda, sí, pero allí lo curioso era aquella tripulación enfundada de pies a cabeza…) Tenía los pechos diminutos y redondos como frutos y el cuerpo de una blancura excepcional, que no recordaba la palidez sino más bien la leche o el marfil. Sus largos cabellos húmedos, al secarse, iban adquiriendo un tinte amarillento pajizo. Sean se volvió para encaminarse hacia la rampa de acceso, ante lo cual ella hizo un mohín y un ademán de dirigirse hacia Paavo. Pero luego se acercó a Muthoni y le rozó la mejilla con un beso.
—Negreza —rió la mujer, y le lanzó a Muthoni, que había retrocedido un paso, una mirada con cierto deje de ironía.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la terrícola a Jerónimo, como si éste fuese un intérprete.
Jerónimo no hizo caso de la pregunta.
—Hagan lo que les plazca —dijo—. Mientras no causen daño a nadie. Al menos, no un daño serio. El daño que hiere, el daño de verdad, es cosa del Infierno.
—¿Qué quiere decir «negreza»?
La mujer desnuda dio una palmada de alegría.
—Yo soy Loquela. ¡Hola a todos! ¿Por qué vais vestidos? ¡Cuidado! puedo convertiros en animales, o lanzar contra vosotros a las fieras dañinas.
Resultaba difícil saber si hablaba en serio o en broma.
—Estos son trajes espaciales —explicó Paavo en tono condescendiente—. A bordo de una astronave hay que llevarlos cuando no se está en hibernación.
—Hemos permanecido desnudos durante ochenta y siete años en nuestras cámaras de hielo —comentó Muthoni como de paso—. Preferimos estar así.
—¡Ah! ¡Te habrá calado el frío hasta los huesos, mi beldad oscura! Entonces eso…, es una astronave, ¿no? —agregó Loquela, con un deje de incertidumbre; al parecer, aquella palabra no evocaba ninguna referencia concreta en su mente.