En realidad, la astronave se hallaba a varios centenares de kilómetros del punto de destino que Paavo Kekkonen (el piloto y técnico en sistemas de a bordo) había programado en el ordenador. En el último instante, y demasiado tarde para suspender la entrada en la atmósfera, la Schiaparelli había sufrido una deriva incontrolada, al disparársele los reactores laterales. Fue un fallo técnico, de eso no cabía ninguna duda. Tuvieron la sensación de que una fuerza externa cerraba la mano sobre ellos, en el punto donde el espacio confinaba con el aire, y los desplazaba bruscamente hacia otro lugar de entrada. Los seis tripulantes de la astronave experimentaron un alivio considerable. Haber navegado desde tan lejos, durante tantos años, para acabar estrellándose…, hubiera sido impensable. Así que, cada uno por su cuenta, procuraron no pensarlo y prefirieron dirigir la atención hacia el mundo exterior.
—Buen trabajo, Paavo —dijo Austin Faraday—. Luego veremos qué ha fallado. Por lo demás, ha sido un aterrizaje tal como viene en el manual. De manera que fue aquí donde vinieron: al Objetivo Tres.
El geólogo y capitán se alisó su blanca melena. Aunque no era un anciano…, salvo si añadiéramos los ochenta y siete años de sueño e hibernación a sus cuarenta y dos años naturales. Era un rubio de pelo muy claro, con un mechón como teñido con agua oxigenada que había seguido creciendo muy lentamente durante la hibernación, lo mismo que los cabellos y las uñas de los demás, y tal como siguen creciendo durante algún tiempo los cabellos y las uñas de los muertos que descansan en el ataúd. Y en efecto, los seis habían pasado todos aquellos años en ataúdes, como si fueran difuntos: tres hombres y tres mujeres. Austin, Paavo y Sean Athlone, Tania Rostov, Denise Laroche y Muthoni Muthiga. Y durante todo aquel tiempo los cabellos y las uñas de aquellos cuerpos casi difuntos habían crecido con una lentitud que cualquier caracol habría envidiado, pero que en un lapso de ochenta y siete años había dado lugar a melenas selváticas dignas de ermitaños, así como a unos zarcillos extravagantes.
Cuando salieron de la hibernación procuraron recortar aquellos zarcillos, no sin dificultades. Aquellas largas y delgadas cimitarras de sustancia córnea eran toda una curiosidad, por lo que no quisieron destruirlas, sino que las guardaron religiosamente como los campesinos chinos de antaño. Uñas de astronautas que tal vez fueran expuestas algún día en el Smithsonian Institute, supuesto que existiera todavía tal institución cuando regresaran. O quizá las sacarían a subasta como los primeros astronautas subastaron los sellos del primer correo estampado en la Luna. Si es que las subastas, o los astronautas, todavía le importaban a alguien cuando regresaran. Aquella era la más larga de las expediciones conocidas, cuarenta y cinco años-luz bajo propulsión hiperespacial, medidos con el patrón de la uña humana…
Al despertar, y una vez recobrado el dominio de sus facultades, Paavo había observado en broma que aquel efecto de crecimiento podía limitar la expansión de los humanos por la galaxia. A menos que descongelasen de vez en cuando a los hibernados para dispensarles un servicio de peluquería y manicura, a la hora de ser despertados por el ordenador, cuando concluyera la expedición, se verían aherrojados por sus propios cabellos, incapaces de deshacer el enredo de las uñas tanto de sus manos como de sus pies. Pensó que habría que darle el nombre de Efecto Poe.
El suyo había sido el viaje más largo, pero ahora sabían que existió un precedente: la expedición de la nave Exodus V, también llamada Copernicus, cuyo camino habían reconstruido ellos tras despistarse por entre dos sistemas solares que no se evidenciaron a la altura de sus apariencias. Indiscutiblemente, Copernicus había aterrizado aquí, bajo ese sol amarillo conocido sólo por su número: 4H (Cuarto Catálogo de Harvard) 97801…
Denise, la ecóloga francesa, miraba con sus prismáticos a través de una escotilla. Su cabello era de un rubio dorado y no había querido cortárselo, al hallarse, al fin, más hermosa cuando despertó, y aunque tanta hermosura resultase excesiva para su cara impertinente y llena de granos…
—Sí, aquí están. En el Objetivo Tres. Pero…, ¿completamente desnudos? ¿Y qué hacen esos grandes pescados en tierra firme? Los tienen como si fueran animales de compañía. ¡Y todas esas bestias! ¿De dónde las habrán sacado? ¡Dios mío, pero si estoy viendo un unicornio, un verdadero unicornio!
Corrió hacia el teclado de la computadora.
Sobre la pantalla catódica se deslizaban las verdes palabras.
EXODUS V «COPERNICUS» LLEVABA EMBRIONES DE ANIMALES DOMÉSTICOS, PECES Y AVES. RELACIÓN DE ESPECIES ANIMALES: VACA, PERRO, CABRA, CABALLO…
Borró la pantalla.
—Es probable que llevasen también archivos con las matrices del ADN —sugirió Muthoni, la médico keniata. Sus finas facciones africanas estaban rodeadas de un nimbo de crespa negrura; su piel no era de color chocolate, ni café, ni caqui, sino negro ala de cuervo. Tenía la nariz larga y afilada de una talla en madera y labios gruesos, abultados, firmes y pulidos también como la madera—. Habrán estado jugando con las bioformas, haciendo cambios, añadiendo retoques. Mira esa jirafa blanca, y esos cuernos que tiene en la cabeza. Ésa no es una jirafa terrestre Han alterado las matrices para obtener criaturas mutantes. Han convertido todo el planeta en un parque…, en un jardín. El país de las maravillas.
—Naturalmente —corroboró con sarcasmo la agrónoma rusa, Tania Rostov, una morena regordeta—. Por supuesto, lo primero que les ocurriría a los colonizadores de cualquier mundo nuevo sería ponerse a transformar el paisaje sin esfuerzo, quitarse toda la ropa y lanzar la manipulación genética in vitro como una nueva forma de arte. ¡Detrás del matorral más próximo, seguramente! No se les ocurriría fundar granjas, ni factorías, ni nada por el estilo. Les bastaría con chasquear los dedos y…, ¡hop! ¡presto, el Paraíso!
—Debieron de encontrar el Paraíso ya hecho —replicó Denise— y…, bien, pues no hubo necesidad de luchar. La idea se les impuso por sí sola: fundar la utopía —terminó con una risa nerviosa.
—Por eso ahora se dedican a hacer la vertical para darnos la bienvenida —dijo Austin, frunciendo el ceño—. Me parece que Tania tiene razón.
—A lo mejor es que hemos aterrizado en medio de su reserva natural…, o de su colonia naturista —sugirió la francesa—. ¿Una zona destinada al ocio?
—Por lo que pudimos ver mientras descendíamos, está todo igual; prados, lagos y parques. Al menos en esta región. Nada de prosaicas aldeas o ciudades. Y además, ¿por qué no hace aquí un calor sofocante, eh? Este planeta no gira sobre sí mismo, o gira tan despacio que no logramos apreciarlo. Dejando a un lado la cuestión de lo que haya podido frenar la rotación a esta distancia del sol y sin luna en el cielo, aquí debería hacer un calor insoportable, y el lado oscuro debería estar hecho un bloque de hielo, cosa que no pasa.
—Dijiste que había volcanismo aquí —señaló Paavo.
El finlandés había hecho que Muthoni le cortase el cabello a estilo paje; no le gustaba llevar melenas. Ochenta y siete años antes había sido un ardiente aficionado al esquí, y le desagradaba que el cabello se le enredase en las gafas deportivas. Sin embargo, el corte de pelo que le acababa de hacer la keniata le daba un aire de pícaro que resultaba en cierto modo atractivo.
—Todos hemos visto los fuegos.
—Un par de volcanes no son suficientes para descongelar un hemisferio oscuro —dijo Tama.
—El de aquí debería ser peor que cualquier Ártico que conozcamos —le dio la razón Austin—. Desde luego, hay zonas frías, sí, pero al lado de otras de mucho calor. Como decía, es un mosaico de calores y fríos. Una cosa absurda. El hielo y el fuego.
Sean Athlone se limitaba a permanecer de pie, absorbiendo insaciablemente el paisaje, puesto que aún no se encontraba en condiciones de analizar nada durante mucho rato; eran demasiadas las campanillas que oía repicar dentro de sí (aunque su escuela no era la neoconductista). El psicólogo irlandés había salido de la hibernación barbado hasta las rodillas como un Rip Van Winkle, pero no tardó en desmochar aquella frondosidad, y se dejó una elegante perilla. Su cabeza no lucía melena alguna, puesto que seguía tan despoblada como siempre. Era un caso de calvicie prematura, pero él nunca quiso darse tratamiento rejuvenecedor en el cuero cabelludo. Aunque de formación no religiosa, supo establecer luego una compensación al convertir su calva en un vaso sagrado: un copón pulido con frecuencia por las palmas de sus manos, y relleno del material indispensable para comulgar con el laicado de la psicología. La perilla ardía en la mandíbula como un mechero que calentase y destilase el contenido de la vieja mollera ancestral que coronaba la médula, para elevar el contenido de la misma a la esfera consciente.
—Así pues, ¿cómo se explica este clima templado, estando siempre el sol en el cenit? —inquirió Tania.
—En otras zonas será un eterno amanecer o atardecer —comentó Denise tontamente.
—¿Eterno? Tal vez sí. Quizá tengan noches larguísimas, de un año, o de diez años. ¿Y qué? ¿Emigran en masa o entran en hibernación?
Sean volvía los ojos a todos los lados. Se saturaba de aquel verde intenso, contemplaba, aquí y allá, las grandes flores blancas y amarillas semejantes a balones playeros, las parras de racimos gigantes, un pinzón grande como un ciervo, con franjas de oro en las alas y con una máscara color carmín encima del pico, la cáscara anaranjada de una granada, grande como una campana de buzo, tirada cerca del bosque y partida por un lado, y sobre todo, los dos gimnastas eróticos…, con su desnudez alegre e indiferente, incluso cerca de la astronave y en medio de las víctimas del aterrizaje. Por primera vez, sintió una cierta tumescencia en sus carnes, que si bien estaban descongeladas, en realidad no habían despertado totalmente hasta ese momento. Una excitación curiosamente inocente le invadió al contemplar cómo irrumpía cada vez más gente en la pradera para volver a lo que estaban haciendo antes de que aterrizase la nave, con sublime —sí, en efecto, sublime— indiferencia hacia el vehículo que se alzaba en medio de ellos. Aunque tampoco era indiferencia; al parecer, era sencillamente que lo tomaban por algo diferente, algo más afín a aquellas ciudadelas de piedra, extrañas y barrocas que, según creía, había sido el único en divisar durante las últimas fases del descenso. Eran formaciones que, en parte, parecían naturales y, en parte, esculpidas o edificadas, pero también, y sin saber cómo, orgánicas, crecimientos de la materia mineral. ¿Tal vez se trataba de las casas, los castillos, los reductos de aquella gente? Pero ¿cómo los habían creado?
Ninguna de aquellas curiosas torres de roca era visible desde el emplazamiento de la nave. Pero Sean tenía en las manos la foto de una de ellas, tomada durante el descenso. Los demás aún no la habían visto. En cierto modo, era la foto de algo que ya estaba en su cabeza, la foto de un sueño, como si alguien hubiera construido la imagen arquetípica de alguna cosa ya sabida.
—¿Podríamos preguntarles a ellos? —sugirió.
Austin Faraday meneó la cabeza.
—No hemos viajado durante ochenta y siete años para salir corriendo y ponernos en cueros, sólo porque las aguas parezcan tranquilas.
—Fíjate en esto. —Sean le tendió la foto que hasta entonces se había reservado para sí, y tal como acababa de comprender en aquel momento, como si se tratase de algo particularmente querido—. Mientras bajábamos pude atisbar varias estructuras como ésta, pero sólo durante unos instantes. Y pude tomar esto. Es una telefoto captada desde unos cinco mil metros de altura.
La fotografía en color, algo borrosa debido a la trepidación de la nave en su descenso, mostraba una roca azul que se alzaba de entre unos árboles achaparrados. La piedra se abría en pétalos como de tulipán o de lechuga. De esa corola mineral salían unos minaretes color rosa, y lo que parecían dos láminas arqueadas de hierba en la imagen, pero grandes como secoyas si la escala era la que suponían, se unían en lo alto para sustentar un aro, un círculo perfecto alzado hacia el cielo. Una horquilla semejante a una varita de zahorí cruzaba los minaretes, como arrojada allí por alguna tremenda tempestad, el resultado de cuyos furores, sin embargo, daba una impresión de serenidad y de equilibrio.
—Esto no es una formación natural —dijo Austin en voz baja—. ¿Es así? —agregó con incertidumbre en la voz.
—Es una construcción —afirmó Denise con rotundidad—. Seguramente sus factorías y lo demás está bajo tierra; lo cual sería lógico si la noche invernal dura mucho tiempo, ¿verdad? Casi parece acorazada, aunque supongo que debe de ser de piedra. Inmensamente sólida. Diseñada para resistir cualquier peso de hielo. ¿O quizá puede replegarse en el subsuelo, o cerrarse como una flor? Ese aro de arriba podría ser algún tipo de antena, y esto otro, la varita del adivino, también parece una antena —rió.
—Copernicus no se habría encaminado a este mundo si sus días y sus noches durasen años —dijo Tania con acritud.
—¿Tal vez no pudieron elegir dada la degradación de los sistemas de a bordo?
—¿Una antena? —meneó la cabeza Paavo—. ¿Para qué frecuencia de emisión? No hay nada en las ondas.
—A lo mejor es una especie de generador de ondas psicotrónicas —apuntó Denise—. A lo mejor capta y retransmite las energías naturales, como la energía biológica, que se expresan luego en esta plétora de formas de vida. Hace mucho tiempo, antes de que esparciéramos tanta merde a nuestro alrededor, en la Tierra se hicieron experimentos de este tipo. Sí, a lo mejor es así como logran esas bayas y esos frutos tan gigantescos. Si lo han inventado ellos…, ¡ah!, valía la pena recorrer cualquier distancia. No hay rastros de agricultura ni de técnica de cultivo alguna, porque lo hacen todo a nivel psicotrónico, en contacto directo con la naturaleza.
Tania lanzó una carcajada burlona.
—No sé cómo se puede transmitir energía a las moras, pero lo que es a los pájaros, ¡menudo efecto les produce! ¿No es un pinzón ése de ahí? Aun con la gravedad que tienen aquí, ¿no está demasiado gordo para servirse de sus alas? ¡Claro que necesita comer bayas gigantes! Me pregunto si se comerá también a las personas como si fuesen lombrices.
Denise se sonrojó.
—Quizá las antenas irradian…, ¡ejem!…, ¿vibraciones benéficas?
—¿Sabéis una cosa? Todo esto, esa roca, el paisaje entero, me recuerda algo —dijo Sean.
Por supuesto, el paisaje no era el único enigma. El planeta, aunque un poco más pequeño que Marte, poseía una atmósfera similar a la de la Tierra. Debía ser mucho más denso que Marte o la Tierra, abundante en elementos pesados como un riquísimo lodo industrial, ya que la gravedad al nivel del suelo venía a ser como tres cuartas partes de la terrestre. El clima era templado, sin que se supiera cómo podía ocurrir tal cosa, puesto que, según las apariencias, el mismo hemisferio siempre se orientaba hacia el sol (cosa implausible dada la distancia a que estaba aquél). Y no sólo era templado, con una diferencia de temperaturas de sólo veinte grados entre los polos y el ecuador de la cara iluminada, sino que además el hemisferio oscuro presentaba aquellas zonas calientes. Aunque este lado mostrase abundantes síntomas de actividad volcánica, en cambio no había ni rastro de volcanes en los tres anchos y profundos valles, limpiamente trazados entre polo y polo, que seguían las divisorias oriental y occidental entre el día y la noche, así como dos tercios de un meridiano de la cara diurna, dividida así por una gran trocha. Excepto esta divisoria, todo el hemisferio diurno era de una notable regularidad. Y estaba formado por tierras: colinas bajas y praderas, todo ello moteado de lagos y cruzado por ríos y arroyos. No se veía ningún mar. La gran divisoria de la cara iluminada hubiera podido ser un mar estrecho que abarcase de polo a polo, pero no lo era. Así pues, ¿dónde estaba la gran masa hídrica, y dónde el ciclo atmosférico del agua?
La cara diurna, geográficamente distribuida en superficies de un tercio y dos tercios por la gran trocha, quedaba a su vez confinada entre las separaciones oriental y occidental, casi como si estuviera puesta en una especie de marco…
Y el contenido de ese marco, el paisaje, enconaba la clave. Mientras Sean miraba hacia el exterior, dos cabezas, la una negra y la otra dorada, asomaron por la grieta de la carcasa de granada…, aturdidas todavía por la bajada de la nave, tal vez recién vueltas en sí de un desmayo, pero protegídas por la recia corteza del fruto. El unicornio bailoteó hacia ellas, cortó el aire, hizo amagos con su largo cuerno blanco. Los pechos de la negra asomaron, bamboleantes, cuando ella le arrojó a la fiera una frambuesa tan grande como sus dos puños juntos. El fruto se clavó en la punta del cuerno y el unicornio se echó hacia atrás, mientras sacudía la blanca crin, y luego se puso a hacer corvetas alrededor de la granada; entrechocaba los cascos delanteros como si aplaudiese. Y luego, tras fustigar el aire con su larga cola, se alejó por entre los matorrales, en precario equilibrio sobre las patas posteriores, como un gran fantasma blanco.
—¿No te recuerda algo?
—¿Recordar? —se indignó Tania—. ¡Cómo va a recordarnos nada un planeta desconocido que está a cuarenta y cinco años-luz de la Tierra! Me doy cuenta de que han multiplicado animales y plantas terrestres en notable abundancia, y con extrema rapidez, aunque mutados y desfigurados… ¿O te referías al estilo de esa torre que han construido?
—No. Muthoni casi lo acertó la primera vez. Es un jardín. Es el hortus deliciarum, el Jardín de las Delicias Terrestres.
Muthoni no le entendió.
—¿El Jardín del Edén? ¿Dices que hemos encontrado el Jardín del Edén? —soltó una carcajada burlona—. ¡Pero hombre! Así que Dios sacó a Adán y Eva de la línea de montaje, que estaba aquí, y los transportó a cuarenta y cinco años-luz de distancia. No seas guasón, Sean. Estos son colonos terrestres, y este es el Objetivo Tres.
—Está chiflado —intervino Tania—. ¡Pero qué visión tan extraordinariamente banal del universo!
—Lo dice en sentido figurado —dijo Denise, para excusar al mismo tiempo sus propias especulaciones psicotrónicas.
—No, yo no he dicho nada del Edén. Dije que era el Jardín de las Delicias, así, al pie de la letra. Y El jardín de las delicias es el título del tablero central de una pintura.
—¡No! —se sorprendió Denise, quien, por lo visto, la conocía y la recordaba—. ¿El cuadro del Bosco?
—El mismo. Todo concuerda, ¿no? Los amantes humanos desnudos, los pájaros y los frutos gigantes, el gran pez terrestre.
Sean dio una palmada sobre la fotografía.
—Esa torre. Y habrá otras, muchas más. El Bosco sólo mostró unos cuantos kilómetros del paisaje, pero éste, por lo que pude ver, se extiende por todo el hemisferio. Naturalmente, a menos que hayamos ido a parar justamente a la parte del planeta donde montaron este escenario.
—¿Dices que hemos aterrizado en un cuadro? —se burló Paavo—. No hemos caído a través de ningún agujero negro en otra realidad distinta. ¡Todavía estamos en el universo corriente!
—¿Qué tiene de corriente el universo, amigo Paavo?
Muthoni frunció el ceño.
—Si los cabellos y las uñas siguen creciendo durante la hibernación, es posible que las células cerebrales sigan muriendo. Quizás hayamos despertado convertidos en unos viejos chochos, incapaces de coordinar las ideas.
—Aterrizar en una pintura —murmuró Paavo—. Resulta demasiado absurdo incluso para llamarlo absurdo. Los colonos de Tau Ceti no cayeron en medio de la Venecia de Canaletto, ni en un mundo daliniano, ¿verdad? Además, es imposible terraformar ni siquiera una parte del hemisferio en el tiempo de que han dispuesto; los colonos que vinieron aquí no eran un grupo de historiadores del arte aficionados a la biomanipulación, sino agricultores y técnicos.
—No importa —dijo Sean, aunque la observación de Muthoni le preocupaba.
Tal vez todos estaban soñando despiertos. La privación de vida onírica producía trastornos en las personas; las alucinaciones invadían la vida vigil. Tal vez ahora, pese a estar andando despiertos, el espíritu se vengaba de los ochenta y siete años de sueños frustrados y atrasados. Quizá superponían sobre aquel planeta las imágenes imposibles de sus sueños, y la realidad era completamente diferente. Hizo un esfuerzo por ver algo allí fuera: por ejemplo, la chimenea de una fábrica echando humo. O surcos sembrados de maíz y cebada. Pero no. El Jardín seguía allí. Lujuriante, pero al mismo tiempo bien compuesto; selvático sin dejar de parecer apacible. Un parque exuberante poblado de una fauna fantástica. Y de personas desnudas.
—Bien, yo no conozco esa pintura de la que hablas —dijo Tania; por tanto, aquélla no podía presentarse en las alucinaciones que ella tuviese—. Debe de existir alguna otra explicación para esos pájaros gigantes y esos peces y esas cosas que hace la gente ahí afuera. ¿Quizás estamos en la clínica mental de este planeta? ¿Una nueva forma de psicoterapia? ¿Un tratamiento para los que no logran adaptarse a una realidad nueva, un tratamiento que consiste en suministrarles algo todavía más fuerte que una terapia…, las imágenes familiares pero locamente exageradas? ¿Distorsionar deliberadamente las cosas familiares para expulsarlas…, para hacer olvidar el mundo antiguo? Vamos, Sean, tú eres el psicólogo. Estás aquí para eso. ¿Qué te parece? Esos pájaros y fieras podrían ser, qué sé yo, robots o seres androides.
En efecto, era para eso que Sean formaba parte de la expedición: para entender cualquier conflicto entre la vieja imaginería arquetípica, heredada de la Tierra, entre los senderos míticos del viejo mundo, y los nuevos canales psicológicos que, según preveía, tendrían que ir formando los colonos si querían convertirse en habitantes dejando de ser meros visitantes: arquetipos de experiencias inéditas en un mundo inédito. Pero ¿era posible alterar de esta manera los arquetipos ancestrales? ¿Podían adaptarse? ¿Era factible hacer surgir un simbolismo mítico nuevo y apropiado? Quizá, como había sugerido Tania, el psicólogo jefe de la expedición colonizadora, la de la Copernicus, hubiese dado ya con la solución: exorcizar los caminos ancestrales del sueño mediante su exageración manifiesta y grotesca. Pero ¿por qué motivo habría elegido la imaginería onírica (de pesadilla más bien, muchas veces) del Bosco? ¿Y cómo consiguió realizarla físicamente?
El capitán Faraday le dio órdenes a Paavo:
—Intenta comunicarte por radio. Que se ponga la junta de gobernadores, o el comité central, o lo que tengan aquí. Notifícales que hemos aterrizado en este… parque. Han debido ver nuestra llegada desde una de esas torres, o lo que sean.
Al poco rato el finlandés masculló una imprecación.
—No se oye nada. El equipo se ha desconectado. No hay corriente. Voy a pasar una revisión por ordenador.
Paavo pulsó varias teclas, pero la pantalla catódica seguía en blanco.
—No entiendo nada —dijo estremeciéndose—. El ordenador se acaba de desconectar. No es posible. Seguramente estará haciendo un autodiagnóstico. ¡No! Se ha desconectado del todo.
—No pierdas la calma. —Austin se humedeció los labios, al sentírselos súbitamente pastosos—. Comprueba los propulsores orbitales.
—¿Cómo, si el ordenador no admite ninguna instrucción?
—Pasa a control manual. Establece una secuencia de disparo, No vamos a salir a ciegas, sin tener una trayectoria. Monta una simulación, Paavo.
—La consola de mandos está desconectada —comunicó Paavo instantes después.
—De acuerdo —dijo Austin—. O bien el ordenador tiene un programa que no conocíamos…, lo cual significaría que nos han hecho una jugarreta…
—O bien alguien nos ha desconectado desde el exterior —concluyó Denise, agitando la melena sobre su traje de desembarco—. ¿Tal vez la misma persona que desvió nuestra trayectoria hacia aquí? ¿Una tecnología superior? Pero ¿de quién?
—Me parece que ha llegado el momento de preguntarles a los de ahí afuera —dijo Sean lentamente—. Si aquí no queda nada que funcione, no tenemos muchas opciones.
Muthoni acababa de verificar los diferentes sistemas vitales.
—Podemos respirar y comer, aunque no se puede cocinar nada. El montacargas y las escotillas todavía tienen corriente. Al menos saldremos por la vía normal, no tendremos que abrirnos paso con el soplete ni bajar por el tubo de nilón.
—Suponiendo que alguien haya envuelto el planeta en esa pintura y que nosotros hayamos aterrizado sobre ella… ¿Será todo igual? ¿Un jardín inmenso?
Denise trató de recordar el tríptico del Bosco: de las tres tablas, sólo la central representaba el Jardín de las Delicias. Tuvo un estremecimiento de temor. Las especulaciones de Sean iban por el mismo camino:
—Si nos hallamos en el Jardín de las Delicias, lo que está al otro lado del valle podría ser…, me cuesta decirlo ahora…, el Edén, donde reside Dios.
—La primera mañana de la Creación —asintió Denise.
—¿Y lo que está en el hemisferio oculto? —preguntó Austin en tono amenazador, como si Sean tuviera la culpa, como si cualquier cosa que contestara Sean fuese a materializarse con sólo decirlo y por el hecho de decirlo.
—Es el infierno, Austin. El infierno con sus demonios y sus tormentos…, y el hielo y el fuego. Eso es lo que hay en su cara oscura, donde nosotros creíamos ver volcanes. El infiemo, Austin. El infierno.
—¡Mirad! —exclamó Tania.
A unos cien metros de la astronave, un hombre desnudo, de pie en medio del prado, hacía señas y gritaba algo.