(Once)

El viento se encrespa en súbita tremolina y en el medio danzan papeles y hojas. El merendero está cerrado y la playa vacía. Allá, la mole de los montes que para los abuelos ancestrales suponían bestias salvajes y maraña y fin del mundo, hasta que alguien consiguió hacer un poblado más cerca, porque habría más comida a lo mejor. Cuántos siglos y cuántos poblados hasta cruzarlos y pasar al otro lado. Y hoy no es distancia ni andando.

Pero en esta inquietud uno es incapaz de la más exigua filosofía: los sentimientos son una espesa cortina que tapa la razón y la ahoga: por ejemplo, los capítulos escritos los días pasados o el del insomnio de anoche.

La desazón sentimental ha interferido de tal modo en la tarea literaria, que son obvios el aluvión de situaciones forzadas y la petrificación de las figuraciones en sedimentos sucesivos. Ninguna acción protagoniza el decurso del relato, sino que todo él está hecho de pequeñas acciones más o menos conexas, que pugnan por nacerle llegar al último folio, por sobrevivir.

Y es que le desazonó intensamente la falta de noticias: tantos días sin saber nada de ella, ignorando la causa del silencio y del distanciamiento. Había pensado en alguna indisposición pero ayer resultó que ella andaba por ahí tan tranquila.

Estos eran los pensamientos de Andrés Choz mientras observaba el sendero para verla llegar.

Pero cuando ella vino, Andrés Choz se había distraído en la contemplación de la mar gris, casi negra.

—Hola, Andrés.

Él se sobresaltó, sonrió luego:

—Pendiente de verte y me despisto. Estoy bueno. Siéntate.

Ella no se había acercado mucho: estaba más allá del cañizo, sobre la arena.

—Preferiría andar, hace fresco para estar quietos, por lo menos para mí.

Él se puso de pie y fue al lado de ella.

—¿Vamos por arriba o por la playa?

Ella inclinó la cabeza y echó a andar, diciendo:

—Vale, mejor por la playa.

Fueron en silencio un trecho: absortos en la caminata sobre la arena suelta, que requiere pasos esforzados. Luego comenzaron a andar paralelos a la orilla. La mar se agitaba en oleaje fuerte y sonoro. Andrés Choz miró la raya de la mar, la señaló:

—Qué grandes estas mareas.

Teresa se detuvo.

—Andrés, pasado mañana nos vamos Armando y yo.

De pronto, Andrés Choz fue consciente de los signos invernales, del galope de los nubarrones, supo que el estío quedaba ya del otro lado, que estaban abiertas las puertas del frío.

—Bueno, mejor, sólo quería decirte que estuvieses tranquila.

—¿Te parece bien?

Él se detuvo, revolvió en la arena con un pie:

—Anoche lo pensaba, últimamente he dormido muy mal, he utilizado la novela para olvidar, como dicen del vino, pero anoche mientras escribía, toda la noche, y estos días pasados sin saber nada de ti, pensaba en ello, así de tenebrosos son los capítulos, me daba cuenta de ello. Unas pocas palabras con tu novio ayer me decidieron.

Y sin embargo ahora ella ha zanjado la cuestión de un solo tajo: nos vamos pasado mañana. Andrés Choz se calla bruscamente. Ella espera:

—Y qué.

Desconcertado, pero lo intuía. Dice, por decir algo:

—Qué iba a ser, lo mismo, eso, que adiós.

—Ah, ya.

Bendita inocencia: no hay en ella el mínimo disimulo: se distingue una sutil viveza bajo la mueca seria. Y Andrés Choz continúa hablando, dice lo que ella quiere oír:

—Que esto era una estupidez, que no tenía sentido, que siguieses con ese chico.

Ella sonríe, le toma de una mano.

—Cómo me alegro, Andrés.

Se la ve aliviada. En la vigilia, Andrés Choz no preveía que su asunto fuese para ella de tal modo cosa juzgada, de tal manera decidida sin más, sin consulta alguna, sin explicación. Disimulando la rotunda decepción, dice:

—Así que tú también lo pensabas.

Ella aprieta su mano como en el fervor de otro sentimiento:

—Sí. Estaba llena de dudas desde el principio. El otro día en el hotel le daba vueltas y vueltas. Aquella misma noche me decidí.

Llueve, pero Andrés Choz no se inmuta. La otra noche en el hotel y transcurrieron varios días mientras él imaginaba alguna indisposición.

—Lo pensaste y no me decías nada. Ibas a cortar sin más ni más.

Ahora ella tira de su mano y dice:

—Está lloviendo.

La otra noche en el hotel y Andrés Choz había creído que era una noche satisfactoria.

—Así, por las buenas.

Ella ha soltado su mano y le mira con sorpresa, pero habla conciliadora:

—Llueve mucho, Andrés, estaba muy confundida, sin saber muy bien qué hacer, vamos a acercarnos más a las rocas.

A los pies del acantilado hay varias cuevas. La más grande les sirve de cobijo mientras la lluvia arrecia hasta difuminar completamente la vista del mar, aunque el fleco de una ola, una manta de espuma, resbala rápida y se acerca.

—Entonces, si yo no te busco te hubieras ido sin decirme nada.

Ella no contesta. Se ha sentado sobre un saliente rocoso y escarba en la arena con una palita que alguien perdió.

—Sin decirme nada: ¿dejándome adivinarlo? ¿para que lo adivinase?

Ras, ras, ras: un diminuto agujero en el que aflora de inmediato agua.

—Qué iba a decirte, no quería hacerte daño, ni hacérmelo. Temía que iba a ser más difícil.

Curiosa imagen la que la chica tiene de Andrés Choz, piensa él, pero no se sorprende de verificar que casi nada es común a ambos.

—Pero cómo crees que soy yo, qué idea tienes de mí, pensabas que me iba a echar a llorar o qué.

—No era eso, me daba pena.

—De mí.

—No, qué sé yo, de que se hubiese desvanecido todo así, de cualquier modo.

Estos días temiendo por la salud de ella y sólo era que había decidido terminar y despedirse a la francesa.

Andrés Choz mueve la cabeza de un lado a otro sin decir nada, ella tira la pala y se sacude la arena de las manos.

—Hay que ser razonables, no te quedes ahora así, qué más daba, es que valoras tanto esos formalismos, lo importante era lo otro, yo andaba por ahí pensando en ello y lo veía cada vez más disparatado.

Un golpe de agua se arrastra hasta la entrada de la gruta. Teresa se pone de pie, mira al exterior.

—Habrá que irse.

Andrés Choz no responde. Se había sentado también y continúa en la misma postura, inmóvil. La muchacha se inclina junto a él.

—Hay que ser razonables, Andrés, no te quedes así, no era nada, no era lógico, no tenía pies ni cabeza, era pura compulsión.

Si fuese adolescente lloraría acaso. Sin embargo, la edad no le ha quitado el regusto del drama. Dice:

—Era una historieta deforme.

Pero ella no está de acuerdo:

—No digo eso, a ver si me comprendes, no lo vayamos a poner difícil ahora que ya pasó.

—Una historieta deforme y lamentable, Teresa.

Ella se aparta los cabellos del rostro, busca argumentos:

—No, era sólo pura compulsión, lo que te dije, no estábamos normales ni tú ni yo.

Viene a las mientes de Andrés Choz una constelación de poemas quevedescos, de personajes galdosianos y zarzueleros:

—Una historia ridícula de viejo y moza.

—Era muy complicado, piénsalo, ya verás cuando me haya ido, en poco tiempo te parecerá que no pasó nada.

Pero la evocación encrespó el dolor, encarnizó el drama:

—Además qué más da, yo también me voy pronto para siempre.

Teresa hace un gesto instintivo con la cabeza, como esquivando un golpe, y su voz se endurece:

—No te pongas así, no saques las cosas de quicio.

—Era un esperpento.

Ahora ella encuentra por fin argumentos para su convicción:

—Y no podía seguir oyéndote continuamente eso, lo mismo siempre, me ponía enferma, tenía los nervios de punta, perdóname pero me deprimías, me asustabas.

—¿Te deprimía?

Pero ella es piadosa.

—No por nada, por no poder ayudarte.

—Yo no te pedía nada.

—Yo no puedo ayudarte, Andrés, no comprendes, aunque quiera.

—Nunca te pedí ayuda.

Ahora ella no contesta. Sus ojos están húmedos. Le mira, pero aunque están tan cerca su mirada viene desde muy lejos. Andrés Choz se aferra al diálogo.

—¿De verdad te daba miedo?

—Yo no digo que me dieses miedo, me desmoralizabas, me amargabas.

Pero el diálogo discurría ya sin esperanza.

—Nunca te pedí ayuda, guapa, cómo no voy a saber que no puede ayudarme nadie. Puedo ser tu padre.

Teresa recuperaba su reposado decir:

—De verdad que te pones muy sombrío, te pones terrorífico y yo lo rumio, lo rumio, no podía soportarlo más, te digo.

Al fin y al cabo tampoco es una púber.

—Ni un esperpento, aquí no hay más que un viejo verde bastante cascado y una señorita compasiva.

Ella le miró y dijo rápido:

—No es por la edad, Andrés.

—Qué va a ser un esperpento, aquí no hubo grandeza de ningún tipo.

Ella seguía mirándole e hizo un gesto desalentado:

—Bueno, yo me voy.

—Márchate, venga. Como que yo no sabía que era descabellado. Te crees que a estas alturas voy a vivir novelas. Qué le vamos a hacer.

Teresa se sacude la arena de las piernas.

—Tu obsesión me hacía daño, aunque tampoco eso era decisivo, pero te prometo que la edad no tiene nada que ver, nada físico, cómo puedes pensarlo, no me conoces.

—De todos modos esto no es contagioso.

—No debes decir eso, no es esa historia de viejo y chica.

—Os vellos non deben de namorarse.

—Qué dices.

—Nada, da igual, literatura, y tampoco es cierto.

Una ola trae el agua hasta ellos, sorprendiéndoles. Contemplan la boca de la cueva, por donde penetra una nueva ola cubierta de espuma. La ola ruge, golpea las paredes. Teresa pone una mano en la espalda de Andrés Choz.

—Anda, vamos a salir de aquí.

Andrés Choz sacude los hombros y Teresa aparta la mano.

—Vete, yo me quedo un rato.

—Qué rato, mira cómo está subiendo.

—Creí que te subyugaba la contemplación de la naturaleza.

Un regocijo malsano: el verse en la mirada de ella como un desconocido.

Déjate de bromas, cada vez va a ser más difícil salir.

Pero Andrés Choz está rebosante de acidez.

—Yo me quedo.

—Cómo que te quedas, esto se va a poner peligroso.

—Cuando el agua lo inunde todo tendré la oportunidad de un final rápido, bastante trágico dentro de lo que cabe, seguramente poco doloroso, en todo caso misterioso, digno.

—No seas ridículo, vamos fuera.

—Será una vuelta al amnios primordial, al genuino sabor de los principios, será como empezar otra vez, y además mejor que te coman los cangrejos que pudrirse en un nicho, entre flores de plástico.

El agua cubre ya las pantorrillas de Teresa, arrastra la palita. Teresa recoge su bolsa.

—Qué asco, se mojó.

Luego agarra de un brazo a Andrés Choz e intenta levantarle. El ruido del agua le obliga a alzar bastante la voz.

—Vámonos, ven.

Andrés Choz se levanta, pero separa la mano de ella con ademán enérgico.

—Vete tú, ya te dije que te vayas, márchate.

Y la empuja hacia el agua, que llega ahora a los muslos de la muchacha.

Ella le mira y comienza a salir, apoyándose en las paredes húmedas. Dos olas sucesivas y violentas están a punto de arrastrarla y otra le golpea contra la pared.

Andrés Choz grita:

—Vete, sal de una vez, cuidado.

La muchacha bracea denodadamente en el remolino de la entrada de la gruta, por donde penetra una corriente impetuosa. Ha perdido la bolsa y el cabello se le desparrama sobre los ojos. Traga agua, tose, piensa que se va a ahogar.

La muchacha continúa nadando y rebasa lentamente las rocas, intenta rodear el recodo del acantilado que le separa de la playa. No hay que ponerse nerviosa. Lo peor ha pasado. Hasta que consigue poner los pies en el suelo.

Una ola la envuelve, la arrastra sobre la orilla.

Teresa sale penosamente, vomita, inicia una carrera frenética gritando socorro, siente la ropa colgarle entre las piernas como un pesado fardo.

Una bandada de gaviotas levanta el vuelo mientras ella atraviesa la playa desierta y se encamina, corriendo y pidiendo ayuda a gritos, al sendero que sube entre los árboles.

Andrés Choz ha reculado hasta el fondo de la gruta.

El agua le golpea las rodillas y Andrés Choz piensa que tiene fuerza el puñetero, que sin duda coge más fuerza al entrar en este embudo, según alguna ley de imposible recordación, alguno de los principios físicos inculcados en la tierna mocedad por Don Avelino alias Medio Huevo.

—Estás bravo, eh.

Ahora llega desde la entrada una luz mezquina y sólo la superficie del agua arremolinada conserva cierto brillo grisáceo: todo lo demás es negrura.

A Andrés Choz se le ocurre que se va a ahogar aquí dentro, que ésta no la cuenta, que de ésta no sale.

Un empujón más poderoso le hace perder el equilibrio y golpea su espalda contra la roca. Andrés Choz lanza una exclamación de dolor, porque le ha hecho daño, y de súbito le invade un sentimiento decidido de aversión por esta oscuridad helada, por este agua invisible que ruge con el eco de una carcajada demoníaca.

Piensa que se va a ahogar y grita:

—Que me voy a ahogar.

Y entonces intenta avanzar hacia la salida.

Pero ya es imposible conservar el equilibrio y Andrés Choz se sumerge, percibiendo en todo el cuerpo el frío del agua, como la aseveración de que no se trata de un suceso imaginado sino verdadero, de un suceso protagonizado por él, y mueve violentamente sus brazos y sus piernas, se debate inerme contra el empujón del oleaje negro que le oprime, le sacude, le raspa contra la piedra.

No voy a poder, piensa, no puedo.

Avanza algo, lucha contra los embates poderosos, pone toda su energía en dar brazadas ineficaces que ayudan al mar a machacar sus codos contra la peña.

En este trance imagina la serenidad de su cuarto, una carta al Gordo ya en el sobre con sello y todo, la novela aún sin terminar siquiera esta primera redacción. Con la lluvia olerá estupendamente el jardincín. Un paseo después de cenar y una copita.

Piensa: no puedo ahogarme aquí como un imbécil, morir sin más ni más.

Sin acabar la novela, ni saber cómo termina César Cascabel, ni fumar un pito.

Tiene que salir, pero un nuevo golpe de agua le arrastra otra vez y la salida vuelve a ser una estría de luz débil que desaparece intermitentemente entre lo negro mientras Andrés Choz continúa braceando en lo hondo de la oscuridad, en lo hondo del frío.