CAPÍTULO NOVENO

Les descubrió a última hora de la tarde, cuando el calor amainaba y las sombras del bosque se llenaban de opacidad.

Estaban sentados junto al torrente: Asunción metía en el agua sus pies descalzos, Mateo cortaba un pedazo de hogaza.

El ruido del agua cubría las palabras de su conversación y él les contemplaba. Encaró el arma y les apuntó sucesivamente, disfrutando de encontrarles tan indefensos, tan ajenos al hecho de que su escapatoria era ya imposible. Charlaban creyéndose todavía libres, todavía dueños de sus pasos y de sus conductas.

Esperó a que terminasen el refrigerio, pero cuando se pusieron en pie ya bajaba hacia ellos, ya sólo le separaban de los dos diez, ocho pasos. Por fin salió de la espesura y les interpeló con grandes voces.

Tantas horas de persecución le habían quitado el último resto de aquella pena profunda de cuando les oyó en la casa: sólo quedaba el rencor esplendoroso, la indudable alegría de tenerles bajo la amenaza del arma.

(También estaba lejos de aquella torpeza de animal herido que le había venido cuando lo supo, cuando la pesadilla nocturna se hizo carne y hueso: aquella desesperada emoción que le había hecho casi desvanecerse y empujar en su titubeo los aperos, un cedazo, una escalera. El susto todavía le había atontado más y no pudo apercibirse de que Mateo había llegado y se arrojaba sobre él, habían forcejeado, al fin quedó Mateo sentado a horcajadas sobre su cuerpo y apretándole la garganta con las manos.)

Porque ahora es él quien les sorprende a ellos, ahora les ha atrapado, ahora es él el cazador.

—Quietos.

En Mateo y en Asunción fulgura un mirar evidentemente triste: un mirar que hace aún más sabroso este momento, aunque el sabor del triunfo tenga un ácido regusto, el amargor de la rabia. Pero han transcurrido solamente seis horas y sin embargo cuánto tiempo, cómo las penas hacen multiplicarse los minutos, de qué modo les hacen alargarse como si pasasen años, lustros, inmensidades de ira. Y de qué modo el amor se vuelve desamor y todo cambia rotundamente.

—Pensabais que no os alcanzaría, eh.

(Después de salir de la habitación y arrojarse sobre él, Mateo había apretado su garganta con furor: ella se había acercado a Mateo y le había sujetado de la ropa. Por Dios que le matas, pero Mateo había seguido apretando y murmuraba: Hay que irse. Pero déjale ya, insistía ella. Trae el zurrón, ve por mis cosas, vamos, decía él, y ella se señalaba la ropa, abría los brazos: pero así. No hay tiempo para nada, había dicho Mateo, y había soltado el cuello del otro, que extraviaba los ojos. Luego desprendió la correa de unos arreos y le había atado los brazos.)

Ahora está aquí delante sin ataduras, el fusil apretado en las manos, un torvo mirar, una mueca de odio en la boca.

—Zorra.

No encuentra insultos suficientes para avasallar esa palidez, la tristeza de ese rostro dulce.

—Vamos, andando, y cuidado, no sabéis las ganas que tengo de pegaros un tiro.

(Cuando ella había vuelto con las cosas su marido estaba en el suelo y Mateo se había sacudido el polvo de las ropas, dijo vámonos y ella colocó unas arpilleras bajo la cabeza del hombre inconsciente. Salieron rápido: el mediodía lo impregnaba todo de sol y de silencio, las montañas estaban envueltas en una bruma lechosa.)

Asunción observa el rostro congestionado de su marido, un rostro lleno de arrugas desconocidas, en el cuello todavía las huellas de las manos de Mateo.

El sacude enérgicamente el arma, grita:

—Vamos, he dicho.

Y empiezan a subir monte arriba, delante Asunción y Mateo, detrás él. Y verles las espaldas tan próximas le encabrita otra vez el ansia profunda de disparar sobre ellos, de golpearles siquiera.

—No sabéis las ganas que me dan.

(Recuerda las manos del otro en su garganta, el ahogo, la pérdida del sentido que es como si la luz se fuese apagando poco a poco. Ya no estaban cuando recuperó la conciencia y pudo al fin incorporarse. Salió al sol. Aunque tenía prisa por iniciar la persecución no quería llegar al Puesto con la ignominia de aquellas ligaduras y forcejeó intentando aflojarlas. Miraba a lo lejos, buscaba una pista que encaminase luego sin error su rastreo. Logró al fin desprenderse de ellas. Le pareció ver un bulto por donde la vaguada del Galgón. Tiró al suelo la correa. Sin duda eran ellos, era ella. La ruta más larga, la más abrupta. La peor para vosotros, pensó. Murmuró: ya veréis y se encaminó corriendo al Puesto. Informó brevemente. Salió en seguida, armado y en pareja con el marido de Poncia.)

Ahora les ordena detenerse y llama al compañero.

—So, quietos. Braulio, Braulio.

Se oyó a lo lejos la voz del otro guardia.

—¿Les viste?

—Les vi, sí, les vi.

—¿Por dónde?

Lanza una carcajada trémula como un sollozo.

—Aquí mismo, hombre, les cogí, les tengo, aquí les tengo.

—¿Dónde estás?

—Baja, más abajo, cerca del agua.

Estaban los tres quietos.

Sus sentimientos contradictorios despertaron en el Hermano Ons una inquietud monstruosa.

Había asistido al devenir de los acontecimientos de la jornada: a los tumultuosos sentimientos del marido de Asunción, desde la desolación al odio; a la malignidad de las mujeres del cuartel, que estalló en comentarios oscuros al saber la nueva y se prendió en grandes llamas de glorioso y satisfecho desprecio; a la angustia de Asunción y de Mateo en su huida por las ásperas trochas.

Pero ahora, al sentir vibrando aquel rencor y aquella tristeza, le vino una intención que demostraba hasta qué punto había sido dañado por este mundo alucinante: se le ocurría intervenir para facilitar la huida de Mateo y de Asunción.

Sería apenas un gesto: paralizaría las voluntades de los guardias sin ninguna violencia, haría que quedasen inmóviles y absortos y los otros podrían alejarse, seguir el camino hacia alguna parte en que pudiesen por fin comunicarse plácidamente su afecto.

Y la posibilidad de actuar de aquel modo era viable y lógica: igual que cuando infringió la Norma por vez primera y salió de la Máquina, todo seguía igual a su alrededor, y nada extraño dentro de él denunciaba la pretendida anormalidad del juicio.

Pero sus consideraciones se vieron interrumpidas, porque de pronto se había manifestado en Mateo una decisión inesperada, una decisión más rápida que el pensamiento del propio Hermano Ons: estas eclosiones súbitas, que participaban tanto del automatismo irracional, hacían aún más fascinante el comportamiento de sus protagonistas. Entonces era casi imposible contemplarles como objetos de estudio y vigilancia: su actuación adquiría una fuerza difícilmente soslayable, capaz incluso de destrozar la sincronía de conciencias superiores: Mateo se había tirado al suelo y buscaba su arma en el zurrón.

Pero el marido de Asunción, actuando también con rapidez instintiva, disparó contra él, cargó y disparó otra vez.

El cuerpo de Mateo giró sobre sí mismo hasta quedar inmóvil.

Asunción lanzó grandes gritos, corría hacia su marido. Pero él volvió a ella el arma y disparó de nuevo, ya que la súbita sangre había hecho rebosar su ira y ya no era dueño de su feroz resolución: así se desbordaba lo irracional y hacía bestiales los comportamientos que de otro modo, cuando participaban de alguna manera del resabio inconsciente sin perder el Conocimiento, eran los más luminosos, los más rotundos.

Pero al mismo tiempo que él disparaba contra Asunción, el Hermano Ons saltó sobre él, cayó en su espalda: también su decisión había chispeado de pronto como una luz más rápida que la de las estrellas, como un latido más poderoso que el de la Madre palpitante.

Y al caer el perro sobre el marido de Asunción, hubo un rayo que hizo brillar el cañón del arma y estallar las municiones: un rayo que envolvió al hombre en una tremenda llama antes de abandonarle abrasado.

Luego, los tres cuerpos estaban inmóviles en el suelo.

Los de Asunción y su marido sólo albergaban silencio. En el de Mateo quedaba todavía una lluvia confusa de pensamientos cada vez más débiles: era una hora buena para bañarse en el río, tenía que descansar antes de levantarse, dónde se habrá metido Asunción. Y luego tuvo mucho sueño y todos los pensamientos se oscurecieron hasta formar un solo flujo en que brillaban rostros o chispas, nubes, desvaídos pedazos que no construían ninguna forma comprensible. Por último, le llenó la oscuridad de la muerte.

Es de noche.

Mateo, Asunción, el marido de Asunción, ya no están en ningún sitio: sólo quedan los cuerpos que sustentaron su conciencia, con los ojos inmóviles, mientras los insectos llegan hasta ellos atraídos por la gran masa alimenticia.

El Hermano Ons capta la vibración de estos insectos y de toda la vida inconsciente que le rodea. Pero su percepción ya no le produce ningún regocijo, ningún interés.

Capta también unas palpitaciones vivas en los propios cuerpos muertos: pero son la caricatura de las palpitaciones reales, son las palpitaciones finales con que el armazón se autodestruye para incorporarse al detritus telúrico.

El Hermano Ons, horrorizado de aquella ausencia y en la congoja que le produjo la consideración de su gesto destructor, se desgarra en innumerables fragmentos doloridos, rueda por un vértigo en que no es posible reposo ni consuelo alguno.