Uno tiene trescientos setenta y cuatro libros fichados y, por ejemplo, hay quien se admira y te dice: cuatro tesis, para cuatro tienes. Y si es de confianza: ahora la carne de doctor está tirada, no exageres, acábala de una vez, de todos modos serás «cum laude».
Pero aunque uno tiene perfiladas determinadas partes y conoce en general el abanico de los temas posibles, sigue atrancado en la Introducción: porque uno no está siendo capaz de acuñar el concepto que sintetice de modo suficiente, con plenitud, el contenido del asunto.
Esta búsqueda del concepto, presente en sus preocupaciones a lo largo del curso de modo subrepticio y disimulado tras la localización y la reseña de material, ha mostrado toda su imponente dificultad en el verano, y sobre todo desde que las vacaciones hacen insoslayable la tarea reposada encima de los textos.
Pero este mes, que debería haber hecho cuajar la estéril imaginación en una definición luminosa, huevo primordial para vuelos científicos de alguna altura, muere sin haber conocido el glorioso suceso, aunque deje atrás hermosas horas de pesca y largos introitos culinarios. Y un descalabro sentimental.
Se escarba en el oído con el bolígrafo, escucha los crujidos que profetizan la venida de los vientos otoñales, vuelve la mirada hacia la ventana, porque de nuevo un rayo efímero de sol ha escapado por entre las nubes veloces estableciendo luces y sombras, superficies y reversos.
Pero asoma un rostro entre los ramajes del bardal.
Luego ves que se trata de Andrés Choz: está separando con las manos las ramas, pero no mucho; hay en su postura un evidente sigilo.
El fisgoneo flagrante te hace levantarte y observar el rostro ajeno también con sigilo: aquel acecho resulta extraño, ya que debe tenerse en cuenta que Teresa, hoy como estos días pasados, se ha ido después de comer. Con el tío ese, habías pensado, y resulta que el tío ese está escondido entre el seto.
Entonces Armando salió de la cocina y se dirigió al antiguo comedor, cuyas ventanas permitían una contemplación más de cerca, y a través de las contras espió al espía:
El cabello blanco y el rostro también pálido imitaban el de un busto marmóreo. La imagen adquiría mayor verosimilitud en el marco verde oscuro del laurel.
He ahí la impasibilidad del rostro de Andrés Choz, abstraído en su visión de la huerta abandonada y solitaria: acercas una silla y te sientas para observarle más cómodamente: y descubres que ese rostro avejentado no despierta en ti ninguna emoción singularmente rencorosa.
Qué querrá, pensó, ¿hablar conmigo?
Pero Teresa le hubiera advertido. Este cauteloso huroneo no es propio del prurito de sinceridad de ella.
Ahora, un leve ruido hizo moverse ligeramente la cabeza de Andrés Choz: dirigió su vista hacia el motivo sonoro: es una revista cuyas hojas volvía un golpe de la brisa, junto a la pared de la casa, entre la tumbona y los deteriorados sillones de mimbre. Y tras un vistazo breve, el rostro de Andrés Choz desapareció.
Esperas unos instantes pero ya no vuelve a aparecer el rostro entre los laureles.
Te levantaste y te encaminaste pensativo a la cocina, preparaste la pipa, saliste luego fuera de casa y te sentaste en la tumbona con la pipa encendida.
Y continuabas pensando en Andrés Choz cuando te pareció vislumbrar sus blanquecinos atributos en borroso recorrido tras el ramaje.
¿Por qué? ¿Es que está rodeando la casa? ¿Es que quiere entrar y no acaba de decidirse?
Armando se incorporó levemente y siguió el trayecto de la indefinible blancura que de pronto es otra vez el rostro de Andrés Choz, esta vez al otro lado de la cancela.
Andrés Choz le miraba, hizo con la mano un gesto desmañado, como de salutación.
Por fin empuja la cancela, entra, camina hacia ti, llega a tu lado. Los dos os mirabais fijamente.
Qué tal estás, dijo Andrés Choz.
Hola, dices tú.
Y entonces él preguntó: ¿No está Teresa?
Otra vez relumbró el sol entre lo gris, al tiempo que un empujón de la brisa volvía a hojear las páginas de la revista.
En la pregunta de Andrés Choz no había sarcasmo alguno. Por debajo de las mangas de su jersey y de las perneras de sus pantalones asomaban unas canillas descarnadas. Armando descubría que el aspecto de Andrés Choz era más bien desventurado, adecuado al enternecimiento de las mujeres sensibles.
¿No estaba contigo?, respondes, y Andrés Choz se encoge de hombros, mira a su alrededor, acerca uno de los sillones, se sienta.
Este perfil estaba en efecto bien afinado por el tiempo: aparentemente, su dueño carecía de adiposidades y alopecias. Este perfil tenía un aire en cierto modo profesoral, anglosajón, de postrimerías de galán de los cuarenta.
Andrés Choz se frotó las manos sin ninguna justificación, volvió por fin a ti la jeta, dijo:
—No, hace unos días que no la veo, por eso vine.
Seguía frotándose las manos. Es que hacía algo de frío. Tú metiste las manos en los bolsillos y apretaste los brazos contra el cuerpo. Pero eras incapaz de decir nada porque aquel nuevo aspecto de la cuestión te sorprendió bastante. Al fin, sacaste una mano del bolsillo y apartaste la pipa de la boca, pero sin decir nada.
¿Sabes dónde puede estar?, pregunta Andrés Choz.
No, dices después de un instante, además tenías una hebra de tabaco en la lengua y la escupes; no, creía que estaba contigo, salió después de comer, estará dando un paseo.
Entonces hay en el rostro de Andrés Choz un claro gesto de desaliento: al tiempo que hablabas, sus ojos han ido del traje de baño de Teresa, colgado a secar, hasta las dos tazas con posos de café que han quedado sobre el cajón que hace de mesita.
Estás a punto de preguntarle: pero qué pasa. Porque tú tampoco sabes nada de la nueva actitud de Teresa, de este alejamiento que Andrés Choz te confiesa y que le ha traído hasta aquí y le pone esa cara de pesadumbre. Pero continúas fumando en silencio.
Andrés Choz ha apartado la mirada, toma la revista del suelo, dice:
—Todavía anda rodando por ahí esta revista.
La hojea, una foto de Darwin, chistes sobre consejos de administración.
Ya puedes llevártela, le dices.
¿La leíste?, pregunta él alzando el descolorido ejemplar.
No, contestas, la leyó ella, yo no tengo tiempo.
Digo la carta, dice él y tú preguntas: cuál.
Me refiero a la carta de que hablábamos aquella vez, la polémica sobre el papel del autor, de la novela, todo aquello, explica Andrés Choz.
Que no, que no la he leído. Golpeas la pipa contra una pata de la tumbona: la brisa esparce las cenizas, alguna brasa se deshace en chispas.
Andrés Choz dice: así, sin gafas, pero comienza a leer el texto en alta voz. Su lectura es titubeante.
A poco le interrumpes:
—Me da igual, oye. Perdona. Será una chorrada seguro, pero a mí esa problemática me da lo mismo, no me interesa lo que opine ese tío.
Te has enderezado, te calzas las sandalias, te levantas, añades:
—Me vas a perdonar pero estaba trabajando, tú haz lo que quieras, espérala aquí si te parece. A cenar vendrá seguro porque no me dijo nada de no venir.
Luego entras en casa.
Te sientas ante tus papeles, intentas concentrarte de nuevo en el trabajo.
Pero ha sonado fuera la voz de Andrés Choz, que dice tu nombre:
—Armando.
Es un pesado. Le contestas paciente: pasa, pasa, estoy en la cocina, todo seguido.
Entra y descubres también que no puede tener las manos vacías: ahora toma un libro cualquiera de la mesa, lo palpa, lo soba. Por fin, dice:
—Es por Teresa. Te contó lo de nosotros, verdad.
Tú asientes.
Es una situación desagradable, dice Andrés Choz, pero debemos ser racionales.
Es un poco redicho. Tú dices en seguida: por supuesto. Pero de pronto estás ya harto del vetusto caballero y además estas cosas casi es peor explicarlas. Y sigues:
—De todas maneras me parece algo tan absurdo que no acabo de creérmelo.
Ya, exclama Andrés Choz, y sigues:
—Creo que yo he tenido algo de culpa, está un poco nerviosa, parece que tú estás bastante jodido, se lo dije, y que no creo que esto la beneficie nada a ella, todo lo contrario.
Ahora te has reclinado hacia atrás en la silla hasta conseguir un equilibrio difícil, y terminas:
—Allá vosotros, allá ella, y tú y tu responsabilidad.
Qué odiosas son las conversaciones de este jaez.
Mi responsabilidad, dice Andrés Choz.
Entiéndeme, añades en los inicios de un rubor bastante insólito, humana, qué se yo, ¿no es cierto que estás enfermo?
Ah, ya, exclama Andrés Choz.
Es una persona que se alucina con facilidad, dices, además no tienes derecho, tú pareces un tipo inteligente, no sé si está claro.
Andrés Choz no contesta. Casi te arrepientes de habérselo dicho pero qué coño, estas escenas son vomitivas, ya que quería hablar pues hablado está.
Dices otra vez: perdona; vuelves la silla a su posición normal: escudriñas entre el montón de papeles; dices: lo siento.
Andrés Choz se levantó y se fue sin haber dicho nada.
Y ya se extinguieron los rescoldos de tu mortecino afán estudioso. Este tío es decididamente un aguafiestas. Te levantas y sales otra vez fuera de la casa. Ahora la tarde se ha ensombrecido: las ráfagas de viento son más poderosas y frías, siguen moviéndose las hojas apergaminadas de la revista y tú le das un puntapié, todavía con ganas de rollo literario, estos viejos liberales eran unos hombres realmente curiosos.
Y llueve ya pero es esa lluvia racheada, salpicada, que llega en sucesivos latigazos, así que entras en casa otra vez y coges algo para leer porque está visto que no hay tesis que valga.
Y estabas metido en la lectura cuando oíste sus voces fuera.
Están en el pequeño porche: han debido llegar corriendo.
Ella se sacude el pelo, él jadea y tose. Se han sentado en los sillones.
Estoy empapada, dice Teresa.
Andrés Choz se había quitado el jersey y lo agitaba en el aire.
Bien me has hecho correr, dijo, cómo estás tan huidiza.
Ella se levantó sin contestar.
Qué te pasa, mujer, dijo Andrés Choz.
Corrí porque llovía, dijo ella.
No digo eso, repuso él.
Ella: yo qué sé, sigo rara, no tengo ganas de hablar con nadie.
—Me extrañaba no saber nada de ti, estaba preocupado, pensé que tal vez te pasaba algo.
Andrés Choz se puso el jersey otra vez.
Qué me iba a pasar, dijo Teresa. Y Andrés Choz yo no sé, que te habías puesto enferma.
Entonces apareces y dices:
—Buen chaparrón. Estás empapada, cámbiate.
Se quedaron ambos en silencio y al fin ella te miró y comentó:
—Ahora son las mareas enormes, casi no se veía agua, sólo arena, arena y gaviotas.
Hala, ponte seca, dices. Y a ver si luego me puedes pasar unas cosas a máquina.
Andrés Choz, que se había levantado también, la tomó de un brazo. Necesito hablar contigo, le dice.
—Ahora no puedo, Andrés, no estoy para nada, de verdad, no estoy para hablar.
Pero él: por favor, sólo un rato, dime cuándo, un rato.
Vais a coger una pulmonía, dices tú y vuelves a entrar en la casa, pero les oíste:
Bueno, contestó ella, mañana. Y él: dónde. Y ella: en la playa. Y él: cuándo. Y ella: por la tarde, por donde el merendero, después de comer.
Y entró en la casa.