CAPÍTULO OCTAVO

Apenas era el alba y Mateo estaba otra vez en pie: bajó al río y se aseó, comió luego unos bocados, se instaló por fin en el observatorio del día anterior, con el catalejo dispuesto para el acecho.

El pueblo despertaba también: había en las chimeneas penachos de humo gris, chirriaba el eje de algún carro, bajaba una cuadrilla por el sendero de la mina.

Mediada la mañana, Asunción atravesó la portalada del Puesto: ceñía el mantón negro como si el sol no calentase y llevaba una cesta bajo el brazo.

El corazón de Mateo había brincado al verla.

Mateo recogió sus cosas y echó a correr por la falda del monte, sobre las urces, persiguiendo el rápido caminar de la mujer, que se perdía en los aledaños del pueblo, rebasaba ya las tapias del corral de la última casa, desaparecía entre las sebes que flanqueaban el camino del valle.

Cuando Asunción llegó a la casa paterna, dejó la cesta en el umbral de la puerta y siguió luego caminando: la mañana era calurosa y, desceñido el mantón, buscaba el frescor del soto umbrío. Penetró pues en la chopera y se sentó sobre la hierba, cerca del agua, en una sombra donde se sobreponían la de los chopos y la de las mimbreras.

Delante corría el río, las golondrinas bajaban rápidas hasta rozar las aguas, una brisa gustosa le cantaba en los oídos y acariciaba sus mejillas.

En esta actitud le sorprendió la aparición de Mateo: cruzaba el río con los ojos fijos en ella, pisando por las aguas con zancadas largas. El agua llegó a su cintura y su avance se hizo más lento: ahora equilibraba con un brazo en alto e inclinando un poco las espaldas el tirón de la corriente, pero seguía andando y ya salía, se acercaba, llegaba a su lado. Sus botas chapoteaban al andar y el agua escurría desde sus pantalones.

Se miraron unos instantes y luego él descolgó sus bultos de la espalda, los echó en el suelo, musitó un saludo.

Ella pensó: debería irme, dejarle, debería irme, pero no lo hizo. Suspiró de pronto cuando él se sentó frente a ella y luego dijo también:

—Hola.

No dijeron nada más. Ella desvió la mirada para seguir contemplando el río. A veces sus ojos se tornaban hacia el hombre, que la miraba atónito.

Cuando el mediodía había puesto más oscuras las sombras y más claras las solanas, Asunción se levantó y dijo adiós.

Mateo extendió la mano como para sujetarle de la falda, pero no lo hizo.

—No te vayas, quédate.

—Tengo que irme.

—¿Volverás por la tarde?

—No.

Mateo la siguió hasta la casa del padre. Asunción se acercó a la puerta, sacó del cesto varios tiestos vacíos y los colocó sobre el alféizar de la ventana más próxima.

—¿Volverás mañana?

Ella le miró un momento, luego alzó una mano, dijo otra vez adiós y se alejó.

En la quietud silenciosa sólo se movían algunos insectos. Las tapias proyectaban un filo breve de sombra. Mateo contempló la figura de Asunción hasta que desapareció y rodeó luego la casa. Cuando estuvo frente al portalón escudriñó por las rendijas de la madera: reverberaba el sol contra el empedrado del corral, pero al fondo se ofrecía la espesa sombra del henil.

Mateo escaló la tapia, cruzó el corral y subió al cobertizo. Amontonó entonces los escasos restos de paja, colocó el capote a modo de almohada, se tumbó y se quedó dormido con un sueño plácido y profundo.

Asunción volvió al día siguiente.

Sentados bajo la misma sombra, en la orilla del río, hablaron entonces los dos.

Las palabras se desparramaban como las piedras de un alud y los relatos se mezclaban en el esforzado intento de cubrir los argumentos ajenos con las propias justificaciones.

Mateo relató entonces la lejana discusión de la tasca, reprodujo los insultos del padre de ella, su propio furor de pronto desatado.

Volvía a preguntarse con admiración por qué aquel hombre, que tanto parecía quererle cuando rapaz y aún de mozo, convirtió en odio su trato cariñoso: la única explicación posible era que le humillase que su hija pudiese unirse con el hijo de una mujer que había sido criada suya.

Y cuando terminó aquellas consideraciones relataba sus travesías, pueblos lejanos sólo entrevistos en la noche brumosa de los muelles y de los puertos, cuando las luces de los cafetines se reflejan desoladoramente en los charcos de las calles extrañas y, en la algarabía de voces también extranjeras, crepita la música de la soledad; el carboneo y el acarreo hasta el hogar de las calderas, en aquellas oquedades del barco que tanto le recordaban las negruras tibias de la mina; la contemplación de alguna bestia gigantesca resoplando en la mar inmensa que cada hora tiene un color y un sonido diferentes.

Asunción, olvidada de los rencores iniciales, le aseguraba que le había esperado, que sólo su tardanza en regresar y la indefensión en que ella y su padre quedaban hicieron posible lo que pasó. Relataba con reproche las consecuencias de la paralís: las faenas a medio rematar, luego las ventas del ganado, los arrendamientos malbaratados.

Y recordaba también los cuidados al padre, que era como un niño al que había que limpiar, vestir, dar de comer: el pobre sólo se movió para salir a la puerta de casa y quedarse allí muerto.

Terciaba él jurando que nunca pensó alejarse definitivamente. Explicó que por los caminos de la mar el tiempo está sometido a otros calendarios y los días allí son como aquí las semanas, pero que nunca en las lejanas singladuras había dejado de pensar en ella.

Al fin tuvieron las manos enlazadas y las cabezas juntas: los reproches tenían ya decididamente el guiño de los amores que retoñan.

Entre las penumbras de la casa cobijaron sus abrazos renovados.

En Mateo la pasión se crecía por la rabia. Pero en la urgencia de su deseo vibraba también el reverso de los temporales en que se creyó al pie de la muerte: la azarosa aventura del mar le había hecho comprender desesperadamente el valor del suelo firme, como la soledad de sí mismo entre los efluvios olorosos del bacalao, allá en los tenebrosos camarotes, le había hecho saber el valor infinito de la compañía de este cuerpo blanco y hermoso, suave como los olores del amanecer en los praderíos, luminoso como los jardines de los cantares.

Asunción vivía como si el tiempo no hubiese transcurrido y sus encuentros con Mateo estuviesen obligados a la clandestinidad sólo por la prevención de las iras paternas. Fue dejando en un abandono considerable sus obligaciones domésticas. Por otra parte, para sus amores había aparejado con esmero el dormitorio principal de la casa paterna, y cuando tras los abrazos se quedaba adormecida en aquella gran cama que había sido de sus padres y de sus abuelos, llegaba a olvidar casi completamente su vinculación matrimonial.

Aquel alejamiento, que su marido percibió en ella durante el embarazo, se convertía ahora en un desapego imposible de ignorar.

Una noche, tras un abrazo en que Asunción se mantuvo especialmente lejana, el marido soñó en una conmemoración, acaso la del Santo Patrono.

Había un bullicio de vasos y conversaciones, estaban los compañeros y sus mujeres, algunos paisanos, el cura.

Asunción se había separado de él y de pronto, ante las miradas y los silencios de la concurrencia, él la buscó con los ojos y la vio en un rincón de la sala, apartada de todos, muy cerca de un forastero envuelto en sombra al que hablaba con ostensible dulzura.

Él se sintió desgraciado y solo, quiso decirles algo, hacer patente su presencia, su autoridad de dueño y señor, pero Asunción le miró como desconociéndole, con una sonrisa en los labios que no era para él sino para el hombre en la sombra.

Despertó. Ella respiraba lentamente, todo estaba tranquilo, cantaban fuera los grillos y los sapos. Pero la imagen había sido tan vivida que el despertar no consiguió borrar completamente el arañazo de los celos soñados.

Hasta el amanecer revolvía en su pensamiento la desazón del sueño: las ausencias de Asunción cobraban de pronto un misterioso significado.

Al día siguiente, fue cauteloso tras ella.

El insomnio y la inquietud enturbiaban sus sentidos, y así escuchaba en la suave estridencia de las chicharras un eco de cuchillos que entrechocaran, de cerrojos montándose, y el relumbre del río escurriéndose vega abajo le recordaba el brillo de los machetes.

Espió su entrada en la casa. Luego, atravesó el corral y se aproximó.

Oyó primero palabras de salutación; luego, un rumor de alientos amorosos, de un amoroso abrazo.

Pero cuando conoció la verdad no hubo ira sino una estupefacción súbita, dolorosa como un navajazo, que zumbó en sus oídos, le humedeció los ojos, le empujó contra la pared como la embestida de un animal grande.

Alzó los brazos en busca de apoyo, pero arrastró en su caída un estante cargado de cachivaches que se derrumbó con estrépito.