(Nueve)

Una zapatilla se convertirá en moneda y una moneda en perro y un perro en búcaro: Teresa, envuelta en las ropas de la cama, contempla al hombre que gesticula haciendo discurrir su monólogo por enrevesados meandros.

Cuando penetró esta tarde en la habitación se vio asaltada por una indefinible extrañeza delante de Andrés Choz repeinado, vestido con ropas insólitas. El primer contacto después de varios días, que ella imaginara cálido, quedó en un ósculo formalista. El nuevo Andrés Choz tenía un talante distinto del Andrés Choz conocido y unas ínfulas júniores que nublaron de pronto el aura patriarcal.

Durante el recorrido en busca del restaurante apenas hablaron. Andrés Choz se movía con prisa, equivocaba las calles, volvieron varias veces a la misma plaza, preguntó a un guardia.

Llegaron al fin al sitio, pero estaba lleno y tuvieron que esperar largo tiempo, así que cenaron ya tarde, cuando apenas quedaba otra cosa que unas fritangas que a él, al parecer, le estropearon el estómago.

Gotea la humedad nocturna sobre las brasas del escaso entusiasmo amoroso y en Teresa se borra aquella ternura suscitada por los anchos pantalones de pana, el jersey unamuniano, la boina.

Andrés Choz fuera de su cubil está también despojado de los prados, de los laureles, de las asperezas rocosas. Ha perdido el fulgor de que formaban parte aquellos atributos. Parece que no vino por su voluntad sino que sufre el destierro de esta habitación desconocida, ajena. Y el primer abrazo de la noche, hace un rato, careció de la dulce demora, del denso fervor que palpitaba en su afán cuando se amaron en la gran cama de la casa de Benilde.

En Teresa, la antigua ternura está siendo eclipsada por una antipatía agria.

Andrés Choz apura el vaso de agua y se levanta. Esas malditas rabas, dice, se dirige al cuarto de baño con el vaso en la mano, deja correr el grifo, vuelve ya con el vaso lleno, lo posa sobre la mesilla. Teresa no puede evitar la imaginación del vaso de los oradores: es una conferencia, piensa, es un conferenciante.

Se trata de un hombre viejo. Sus carnes, menguadas y pálidas, muestran las oquedades que sólo modela la impía erosión del tiempo. Entre las oquedades, la vegetación rala de unos mechones grisáceos añade a la decrepitud general del cuerpo un borroso perfil polvoriento.

Teresa se envuelve aún más apretadamente en las sábanas. Tiene frío, la sensación de encontrarse en un lugar helado, en el más profundo sótano del mundo, allí donde el aire fuese el rancio reverso de la brisa, en un ceniciento panteón.

Andrés Choz se arrima, la besa, la destapa.

—Deja que te vea.

A la luz de la lamparita, los dibujos del papel de la pared tienen la perspectiva de algunas pesadillas: son cardos, alcachofas, bulbos. Sus sinuosidades se han convertido en arrugas y agujeros que simulan bocas misteriosas, que se entrecruzan para suscitar hendiduras y panzas obscenas.

Teresa cierra las ropas otra vez.

—Tengo frío.

Pero Andrés Choz la abraza, no digas eso, exclama, de nuevo crepita su retórica, cuando se puede sentir frío es bueno sentirlo, te abrazaré muy fuerte y se te pasará, a que ya no tienes frío, a que no. Y sigue besándola en el rostro, en el pelo, ojalá yo sintiese frío por mucho tiempo todavía, pero el frío definitivo es el que no puede percibirse, es el que está constituido por ti mismo cuando ya no eres, son todos los fríos unidos y tú formas parte de ellos y ya no sientes nada porque eres para siempre solamente frío.

Y Andrés Choz continúa dibujando el pormenorizado arabesco que enlaza el sentimiento con el frío y el frío con el cuerpo y el cuerpo con la muerte, hasta que Teresa tiene deseos de sollozar por ella misma en la noche y en la pasividad y en la desorientación.

Soy una imbécil, piensa, quién me manda a mí meterme en estas historias, y se encuentra desolada y lejana: soy una sentimental.

Soy un sentimental, dice Andrés Choz, pero qué otra perspectiva para relacionarnos con los demás y con las cosas cuando no se cree en verdades absolutas.

Se golpea el vientre.

—Cuando tengo la conciencia del desastre final, se me ocurre, me pregunto, por dónde comenzarán a devorarme los gusanos: sin duda de dentro a afuera, cientos de gusanos ávidos irán deglutiendo los tiernos entresijos, raca, raca, raca.

Andrés Choz se anima aún más en el fuego de su exposición.

—¿Dónde habrán quedado entonces todas mis inquietudes? ¿Dónde los turbios devaneos de la mocedad, las lujurias solitarias, los escarceos primeros? ¿Dónde el contacto mercenario y sórdido de algún sábado provinciano o los contactos gloriosos con las carnes amadas y enamoradas? Cuando los gusanos hayan terminado, ya toda mi mezquindad y toda mi gloria serán la misma cosa, polvo, cenizas, etc.

¿Realmente se trata de un hombre llamado Andrés Choz? ¿No será acaso un íncubo burlón que, después de abandonar su espantosa morada, ha venido para descargar en ella su inmunda simiente?

Esta imagen de Andrés Choz, su concreta actitud, le hace evocar la de su primer seductor, Vicente Martín, mantenedor electrizante de algaradas estudiantiles con el que inició en el viaje fin de carrera una relación que llevaría al desastre a la suya con Juan Carlos y que acabaría también desastrosamente.

El regusto agrio se hace casi náusea al verificar el recuerdo de Vicente Martín fumando con la mano izquierda mientras acariciaba sus pechos con la otra, por la ventana del patio entraban los ruidos de la sobremesa, fregoteos, musiquillas y seriales radiofónicos; lo que necesitáis las chavalas es un buen polvo a tiempo, dijo Vicente Martín estirando en la cama su largo cuerpo y Teresa le miró encontrando de pronto no al militante desenfadado sino a un tipo cuyo sudor olía demasiado, cuya relación en la intimidad estaba pringada de una viscosidad bastante asquerosa.

Total, un desengaño detrás de otro, la conciencia cada vez más clara de que no es posible relacionarse con los demás a través del amor, porque el amor, para qué vamos a engañarnos, es francamente difícil.

Y ahora sí que tiene ganas de llorar, y tapa su cara con las manos, y rechaza rudamente el consuelo de Andrés Choz, que se ha abalanzado en ademán protector.

Andrés Choz se quedó perplejo.

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

Ella no contesta, y Andrés Choz la rodea con sus brazos, repite suavemente:

—Qué te pasa, mujer.

Estuvieron los amados maravillosos pero luego llegaron éstos, los bárbaros, los que en lugar de ser contemplados contemplaban, los irruptores: con todos ha sido igual. Cuán lejos Charlton Heston con su rictus que bajo displicencia escondía pasión infinita, en los technicolores de la jungla o entre los castillos. Y Don Jaime el coadjutor, con sus palabras blancas y su belleza tímida, hablando de divinos corazones. Cuán lejos el propio Juan Carlos, con sus remordimientos por excitarse cuando la besaba y sus propósitos de castidad premarital.

Lo de Vicente Martín fue inesperado y en realidad no hubo amor: sólo la fascinación por el sedicente aventurero y, sobre todo, el largo hastío con Juan Carlos que culminaba en búsqueda de piso, evaluación de tresillos, premonición de que el hastío se haría permanente e insoslayable y que estaría tipificado según todas las pautas, las cautelas, las decoraciones, los gozos y los sinsabores del ceremonial burgués.

Lo de Vicente Martín igual que vino se fue; el gallo no lo era tanto y la persiguió tras la ruptura con frenesí de escolar desdeñado.

En cambio, con Armando había sido distinto: sin violencia ninguna, racional, casi científico. Pero Armando predicaba y ejercía una independencia que solamente le enriquecía a él, una independencia que la impregnaba de soledad como la dependencia la impregnó de aburrimiento con Juan Carlos.

Teresa separa las manos de su rostro, cruza los brazos sobre las rodillas, apoya en ellos la cabeza.

—Déjame, anda.

Andrés Choz la miró fijamente. Luego dejó resbalar su mirada por la habitación: las luces y las sombras encajaban dolorosamente, haciendo resaltar los burujos de la ropa en desorden y las líneas de confluencia de las paredes y del techo. Un zapato adquirió en la penumbra insólito aspecto agresivo, un talante como de tiburón o de morena.

—Teresa, mujer, qué pasa.

No pasa nada, que ningún gesto sexual consigue consolidar plenamente el hábito de la confianza, incorporarse a los demás gestos del afecto y darles brillo como el barniz a la madera. Que ningún cariño parece que pueda subsistir cuando tu mirada se hace minuciosa como la de una lente que ampliase las señas de tu compañero hasta deformarlas haciéndolas ridículas, repelentes.

Lo de la gratificación sexual debería resolverse con alguna máquina, al fin y al cabo es solamente una sensación como el sabor, el olor, con alguna medicina a propósito, a lo mejor otra píldora. Nunca deberíamos desnudarnos juntos, ni estar juntos desnudos, ni perder las inhibiciones a que obligaban los viejos manuales de urbanismo.

Pero Teresa se siente clavada en la mirada triste y vieja de Andrés Choz, se siente invadida por una indefinible corriente de piedad por el propietario de la mirada, de nuevo le pellizca el remordimiento con sus ásperas pinzas.

Ya no es un íncubo sino otra vez el maduro caballero de la noble cabeza, de la espesa voz, del ademán cordial, el hombre de los sentires encrespados porque no puede apartar ese cáliz.

Pobrecillo: la continua referencia a su condena, la incansable descripción de sus cuitas, su obsesión permanente, tienen también un aire de queja infantil, es como un niño que acaba de enterarse de que los Reyes son los padres.

Teresa envuelve en la manta los dos cuerpos y se aprieta contra él, reclina su cabeza en el pecho del hombre.

—Perdóname, estoy rara.

A Andrés Choz le cosquillea durante unos instantes la apetencia del cuerpo cálido y oloroso que se apoya en el suyo, de los senos macizos y tiernos, de los muslos blancos, pero renuncia porque se ha entristecido.

Andrés Choz bebe otro sorbo de agua y dice:

—Si quieres dormir.

Teresa no contesta, escucha el latido del viejo corazón y frota suavemente su mejilla contra el pecho de él. Andrés Choz la atrae hacia sí.

Teresa, dice.

La acaricia con mimo: ella sonríe, acaricia a su vez las espaldas del hombre, pero esto tiene que acabar, piensa, esto no puede continuar, esto es absurdo.