(Ocho)

El botones es algo bizco.

Gracias, chaval, dice Andrés Choz y le sonríe, le da el duro, pero inmediatamente comprueba que sólo ha traído un papel de carta:

—Pero sólo me traes un papel.

¿Quería más?, pregunta el muchacho.

—Claro, hombre, lo menos media docena, sobres nada más éste, pero papeles más. Anda, majo, hazme el favor.

El botones se marcha y Andrés Choz se aproxima con el papel y el sobre a la pequeña mesa y se sienta.

Luego escribe: Querido Gordo, empezando por contarle que esta misma mañana llegaron el paquetón y su carta

en la ropa acertaste en un sesenta por ciento y el resto es invierno, pero podré remozar bastante mi provecta facha

y efectivamente se encuentra rejuvenecido al contemplarse en el espejo con esta camisa, aunque sin duda influye el corte de pelo.

También se reflejan las dos camas y está tentado de tumbarse otra vez porque tampoco tiene ganas de escribir: sólo por ir matando el rato hasta la noche.

Y es que ciertamente se adelantó demasiado, aunque llegar a tiro hecho hubiera resultado embarazoso. A pesar de todo, cuando pidió una habitación doble creyó notar una mueca de sospecha en el recepcionista, y más al decirle: Equipaje no traigo sino éste.

De todas formas, Teresa llegará antes de cenar y mejor estar ya familiarizado con el lugar: esta primera cita después de la otra tarde, precisamente por el largo tiempo de preaviso, le mantiene en una tensión impropia de madurez tan manifiesta.

Y en el esfuerzo por zambullirse en la carta y apartarse así del nerviosismo de la espera, Andrés Choz se obliga a reencontrar los motivos de su resquemor de hoy con el Gordo: ciertos temas en la carta de aquél.

Apartado pues su interés del espejo, que con la imagen de los lechos le traía la de su impaciencia, Andrés Choz se inclinó de nuevo sobre el papel.

En cuanto a tu carta, confieso que me ha dejado perplejo, sobre todo cuando dices que debo pormenorizar las circunstancias del accidente. Por mi parte, pensaba que la misma existencia de esos dos capítulos suponía una servidumbre para la novela, y hubiera preferido otro modo de comunicar su contenido al curioso lector: sólo mi poquedad me obligó a tan hiperbólicas explicitaciones. Y sin embargo, tú me sales con eso. No estoy de acuerdo, y creo además que tu opinión, o desluce tu atinada puntería crítica, o diagnostica que el relato no va por donde yo quisiera.

Pero no está satisfecho del tono: acaso más que el puro argumento defensivo conviniera el ejemplo concreto. Y el remecer de las opiniones epistolares del Gordo, primero en el viaje desde el pueblo hace un rato, luego paralelamente a su espera, hace venir a su mano el relato: casi lo siente brazo abajo hasta asomar por la punta del bolígrafo, para ir luego desenroscándose por el papel.

Por otro lado, tu sugerencia tiene una solución baratísima, que a vuelapluma te expongo: la Máquina es el Ojo y el Oído y el Escudo y para Cada Uno lo que la Morada para el Pueblo, etcétera, pero el Hermano Ons modificó el Plan y adelantó la Segunda Ronda y programó como Acción Uno la visita al mundo que descubriera cuando comenzaba a conocer. Entonces algo se alteró sin duda en la Máquina. Quizá el cambio en el Plan fue excesivamente brusco y motivase alguna pequeña avería inicial, lo cierto es que la relación entre H. O. y Máq. fue haciéndose distinta: Máq. alteró el modo en que habitualmente le había proporcionado información y su tradicional abundancia comunicativa se iba transformando en parquedad, a menudo tan imprecisa que obligaba a H. O. a minuciosos interrogatorios. Sin embargo, nada en el cambio de Plan había contravenido la Norma, porque el orden de cumplimiento de los Planes podía ser modificado por los Exploradores si una causa importante lo justificaba, y ninguna podía serlo más que la localización de Conocimiento. H. O. rastreó los Registros en busca de alguna irregularidad que le permitiese comprender, pero no encontró nada. Luego, y pese a la imperfección cada vez más acusada en la comunicación de datos por parte de la Máquina, la estimación de los grandes cambios acaecidos en el planeta le hizo posponer su inquietud por el funcionamiento de Máq. y abstraerse en la contemplación del astro. Era evidente que la horda de incipiente raciocinio había progresado: ahora muchos asentamientos respondían a estructuras sociales complejas y en importantes sectores del planeta se habían establecido sistemas tecnológicos de cultivo y transporte verdaderamente estimables. Teniendo en cuenta el breve lapso transcurrido, el proceso de racionalización y conocimiento de la especie parecía notablemente rápido. Por fin, y tras analizar todos estos datos, decidió incurrir de nuevo en la exploración directa que tanto le turbara la primera vez que visitó el astro, de modo que hizo varias salidas breves fuera de Máq.

Pero el papel se termina, el botones sin venir, Andrés Choz apura el espacio:

estas ausencias menoscabaron de tal forma el funcionamiento regular de la Máquina, que el Hermano Ons empezó a plantearse la necesidad de interrumpir la Exploración y de regresar a la Morada.

Luego llamó por teléfono.

—Sí, de las trescientas dos, para recordarles que necesito papel de carta. Sí, pero no me subió suficiente, ya se lo dije al chico.

Y se levantó, ahora sí que esperaría tumbado y se tumbó: pensaba, no en las pegas del Gordo sobre la necesidad de aclarar el accidente del Hermano Ons, sino en los sorprendentes reparos morales, que era lo más desconcertante de la carta:

Gordo atribuía al relato «determinados fragmentos excesivamente erotizados» que «harían problemático el texto en caso de que se destinase a un público juvenil».

Jodío Gordo, masculló Andrés Choz, y se levantó para buscar un cigarro en el maletín. Lo encendía cuando sonó la chicharra.

Adelante, dijo: era el botones bizco con los papeles.

Te olvidabas, ya, eh, dijo Andrés Choz, y el muchacho no respondió, encogió ligeramente los hombros.

Se sentó otra vez: luego hablaría del asunto; ahora, a terminar la dichosa explicación.

Pero la fascinación vieja le atrapó de nuevo y fue retrasando el retorno con el argumento de que tenía que apurar en lo posible la información sobre la vida inteligente que había descubierto. Sus esfuerzos en el control de la Máquina exigían de él cada vez más energía y la Exploración fue convirtiéndose en un penoso forcejeo entre la Máquina y él que culminó con el desastre: la desintegración de la Máquina, con la pérdida de todos los Registros, y el naufragio del propio Hermano Ons. Y a partir de ahí, ya conoces. Sin embargo, no creo que esto mejore o siquiera añada algo al relato. Precisamente por lo gratuito de su causalidad, ya que el accidente podría justificarse de mil maneras distintas, pienso que una explicación así le entorpece, le quita misterio, le lleva a cauces convencionales. De todos modos, me entrego: sobre mis dudas cae como una sentencia tu demanda de explicaciones y comprendo que no puedo atenuar el colorín fantacientífico. O sea que, en base a lo expuesto, irá un capitulillo, ¿vale?

Y reformaré los otros dos, pensó Andrés Choz; ahora ya no son necesarios tantos datos; antes había que ser minucioso para que quedase planteada la tensión entre él y la Máquina y abierta la posibilidad de un accidente, ahora todo puede hacerse con una técnica más puntillista.

Lo otro sí que era enojoso, porque presentaba una faceta puritana del Gordo bastante inesperada.

En cuanto al otro aserto, a fe que todavía no sé si lo has formulado en broma, o si es que a estas alturas resucita en ti un escapista abortado, o que el estío mesetario te reseca las meninges. Te aseguro que a la vista de ello estuve a punto de cabrearme: sólo el sosiego que últimamente me empapa lo impidió. Debería recordarte que, en principio, nunca se pensó que esto fuese destinado al sector juvenil, aunque no me molesta, Gordo, porque también Robinson es «novela juvenil». Lo que sí me sorprende es que una mentalidad tan desembarazada como la tuya pretenda escamotearle a la muchachada lectora la comprobación de lo venéreo.

No hay peor cosa que la ironía desganada. Andrés Choz se estaba forzando al talante cáustico, pero de hecho, el aviso de que la novela podía pasar de «Marginaba» a «Alfanhuí», era motivo principal de su desasosiego.

El Gordo siempre a lo suyo, decía Julia.

Pero por fin decidió dejar así el asunto y terminar de una vez el somero ajuste de cuentas.

Concluyendo: me doy cuenta y me admiro de cuán separadas andan mi visión urdidora y la tuya de receptor, morales al margen. Porque mis preocupaciones, apartando el tanto correspondiente a no haber podido evitar precisamente esos capítulos explicativos sobre lo que son Máquina y Norma y Exploración, y sobre si H. O. infringe o no infringe y sale o no sale, o lo del homo homini lupus, que resulta pintoresco aunque se puede mejorar, y demás rollo, están constituidas sobre todo por hacer cercanos a Asunción, a Mateo.

Andrés Choz supo de pronto que Mateo era en realidad un carpintero llamado Benito o Basilio, bastante borrachín, que de niño le hacía espadas de tipo romano. Pero estaba lanzado a la doctrina y no se detuvo en el reconocimiento del personaje, aunque matizó sobre la marcha:

por recrear el pueblo de mis propios recuerdos, porque mi lector se creyese la peripecia más o menos novedosa de esos personajillos que vienen y van queriéndose y aborreciéndose y en general desventurados. Porque pienso que hacer vivir en la imaginación del lector a unos personajes una historia, con su cortejo de olores y colores y sombras, sigue siendo el mejor de los fines de cualquier relato.

Y sin embargo, aquella memoria repentina de Benito o Basilio acabó por hacerle interrumpir la carta.

Andrés Choz dejó el bolígrafo y salió a la terraza, contempló durante unos minutos las terrazas vecinas, la calle, hasta que el paso de una muchacha despertó en él la apagada nerviosidad: porque una cosa es el abrazo amoroso en la embriaguez de un instante inesperado y otra esta comunicación a fecha fija, en la fría neutralidad de una habitación de hotel envuelta de algún modo en protocolo. La consideración de este asunto suscitaba en Andrés Choz una inseguridad que le devolvía el sabor de esperas ya muy lejanas en el tiempo.

Y sólo son las siete y media. De modo que volvió a la carta al Gordo, en otro esfuerzo por alejar el reconcomio.

Con independencia de que la carta fuese un recurso contra los fantasmas de la larga espera, quería aprovecharla ahora para dejar constancia ante Gordo de que sus esfuerzos y obsesiones no se conformaban ya en la elaboración de una simple ficción fantástica:

estos días, por ejemplo, me desazonó que quedase poco claro, en el último capítulo que llevo escrito y que naturalmente no conoces, lo que pasa con el padre de Asunción cuando ella, casada con el guardia como sabrás, abandona la casa paterna. Al principio escribí: «Ella iba cada día a cuidar a su padre», pero pensé que esto ¿suponía que con una sola visita diaria Asunción daba de desayunar, comer y cenar, afeitaba y limpiaba e imprevistos a su padre?, ¿o suponía que se acercaba hasta la casa paterna tantas veces al día cuantas fuesen necesarias dichas operaciones? Te parecerá un derroche de tiempo y que me la cojo con papel de fumar, pero estuve casi dos días dándole vueltas a la disyuntiva, y por fin acepté la insidiosa solución del ambiguo «iba cada día». Pero cuando pensaba que el tema quedaba resuelto surgió la objeción más importante: ¿se daba a entender, en todo caso, que, salvo en sus ocasionales visitas, fuesen muchas o pocas, Asunción dejaba abandonado a su padre en la soledad de su penosa situación? Cuando comprendí que esto era lo que parecía, me desazonó de tal modo la absoluta soledad del padre que estuve tentado de cargármelo al principio del capítulo, con lo que me ahorraría esta situación tan poco verosímil. Pero yo tenía necesidad de demostrar el firme vínculo que une a Asunción con la pacífica serenidad de los campos, y esto sólo podía conseguirlo manteniendo vivo al viejo impedido: porque de no existir el pretexto de su cuidado, las bucólicas escapadas de Asunción serían más difíciles de justificar para la gente del cuartel y, por supuesto, para el sufrido lector, de no mediar alguna crisis grave entre Asunción y su marido, que al fin y al cabo están recién casados. Creí que había llegado a un callejón sin salida, hasta que tuve la idea, vieja como el artificio de relatar, de inventarme una criada silenciosa que acompañara al padre, con lo que ya me quedé tranquilo en cuanto a la verosimilitud de la situación y pude desarrollarla a mi gusto. ¿Crees que estas desazones tienen algo que ver con lo cósmico? ¿Piensas que con estos hilos puedo tejer algo fantástico?

Y después de haber puesto todo aquello, y del remate enfático, la misma motivación que acababa de armar le suscitó la ocurrencia de matar en efecto al padre, pero no al principio del capítulo como en algún momento había ciertamente imaginado, sino a su mitad.

La imagen literaria del viejo muerto, helado acaso una mañana, podrían ser los últimos fríos del invierno, en su sedente quietud sobre el poyo, le interesó fuertemente.

Por otra parte, los problemas de Asunción con el cuartel podrían hacerse así más claros, ya que seguiría yendo a la casa paterna pese a que no tendría obligación familiar alguna. Sería entonces evidente, incluso para ella misma, que lo hacía por estar sola, por oler la hierba, por correr sobre la escarcha.

Pero pensó que también podría dejarse la muerte del viejo para el capítulo siguiente: es una muerte a la que se le puede sacar jugo, una baza.

Y prosiguió escribiendo: le confesaba al Gordo que esas escapadas de Asunción, esa necesidad de aire libre, eran en realidad una obsesión del propio Andrés Choz.

Como antes a Benito-o-Basilio, recordaba ahora al hijo del Cabo:

… cuando chaval, fui amigo del hijo del cabo, un rapaz algo mayor que yo con el que jugaba a menudo. Me gustaba irle a buscar a la casa cuartel y escrutar aquel sombrío patinillo interior lleno de ropa colgada. Del edificio se desprendía un aura nada rural, un poco misteriosa, que me atraía porque despertaba en mi ánimo una satisfactoria repugnancia: la visión de aquellos pasillos oscuros, de aquellas promiscuidades familiares, recordada desde mi cama, me permitía ensueños placenteros de pena: imaginaba que yo era alguno de aquellos rapaces tan pelados, tan sosegados, tan bien enseñados, y la constatación de la gran casa de mis padres, con su huerto enorme y sus solemnes salas, avivaba el ambiguo placer de figurarme obligado a vivir en el sórdido recinto del Puesto, pero sabiendo que era imposible dejar de ser yo mismo y por tanto de disfrutar de las posesiones de mis padres. Y al tiempo que me imaginaba niño del cuartel, pensaba que, de ser así, me escaparía para correr aventuras en la libre soledad de la ribera y del bosque. Aquella compleja quimera se ha reproducido cuando obligué a Asunción a vivir entre las penumbras y tras los ventanucos del cuartel, que no es otro sino el de mi recuerdo: el personaje reaccionó envolviéndose en una rotunda nostalgia que aún no sé dónde me le llevará. Y esa nostalgia melancólica suya tiene origen en la que yo mismo, chaval, hubiera sentido, de haberme visto obligado a vivir el trance en que a ella le puse.

De todas maneras, el planteamiento del Gordo es realista: meterá la novela donde pueda. Por eso previene problemas, conociendo el percal, si la novela tiene que ir a lo juvenil. Había sido el mejor amigo siempre: en la época de la caza de infiltrados, le ayudó sin titubear.

Siempre le ayudó. A ver qué hubiera sido de Andrés Choz si Gordo no le mete en la editorial cuando le depuraron.

Por ahí van mis problemas literarios, pero qué más da. Ahora empiezo a disfrutar más de la construcción del relato y tus apreciaciones me sirven al menos para verlo desde una perspectiva ajena a la mía, tan exclusiva, tan poco objetiva. Porque aunque he hecho amistades, como te dije, se trata de gente moza, y últimamente la gente moza ha dado en decir que los relatos no se escriban al viejo estilo, sino como si se desescribiesen: que los escriba Nadie, como quería uno en una revista. A lo mejor tiene razón, porque total…

Cómo reprocharle nada al Gordo.

Y en general bien, mucho mejor. Al olmo viejo algunas hojas verdes le han salido. Y fíjate que estuve de funeral, porque murió el cuñado de la patrona, y la contemplación del cadáver, que había sido un hombre fornido y estentóreo, su quietud de objeto, en lugar de exasperarme los humores hipocondríacos me proporcionó la consoladora certidumbre de que aquella actitud era también un gesto humano. Luego me puse filósofo y pensé que en definitiva somos un efímero trance dentro de la organización de la naturaleza, un momento en que la materia pasa por la peripecia pensante, consciente, un estadio más del misterioso Caos. Y a la luz de las lamparillas, ante la serena mueca final del muerto, me decía que sólo una ligerísima modificación en la colocación de las piezas del sustrato físico haría del cadáver un ataúd y del ataúd una cruz, de la cruz una manzana y de la manzana una zapatilla.

Volvió a salir a la terraza: olía a marina y a bollos.

Un automóvil aparcó en la acera de enfrente y salió Teresa. Andrés Choz la contempló dirigiéndose a la puerta del hotel.

Entró otra vez en la habitación cuando sonó el teléfono. Una señorita pregunta por usted. Dígale que suba. Y se quedó mirando la puerta, esperando la entrada de ella, preparado para decirle dónde quieres cenar. Con una sonrisa.