(Siete)

SE LE OYE TRASTEAR, habrá cenado ya y estará preparándose un café, Teresa se arrebuja en las ropas de la cama.

Me encuentro medio mal, le había dicho, no quiero cenar nada, mejor me acuesto.

Pero toma algo, mujer, algo ligero, decía él.

—No, de verdad, no tengo apetito ninguno.

Él la miró con afecto, pero se le veía con ganas de ponerse a trabajar, alguna idea sin duda.

—Vale, acuéstate si quieres, yo voy a darle a la tesis un rato.

Imagina ahora sus precisos movimientos: admira en él la economía de los gestos. Parece que sus ademanes están perfectamente sincronizados con sus pensamientos y que cualquier titubeo de su parte es imposible: habrá rellenado el depósito del agua justo hasta la válvula, con tres cucharaditas el del café, contemplará ahora la cafetera sobre el hornillo mientras llena la pipa.

El silbido confirma la suposición: lo verterá en la taza y luego echará el azúcar y removerá con meneo parsimonioso de cucharilla. Encenderá ahora la pipa, ojeará las fichas. Quizá se ponga a escribir ya.

Pero no: se ha encendido la luz y entra en la habitación llevando en un plato una taza humeante.

—Hala, mujer, toma un café con leche siquiera.

Ella se sienta.

—Habrás cogido frío.

Ella sopla, está muy caliente, lo revuelve un rato más, no, será que le está bajando, luego bebe y le devuelve los cacharros.

—Gracias, Armando.

Yo es que estoy en forma, dice él, y como llevo tanto retraso.

—No te preocupes, de verdad.

—Si necesitas algo no tienes más que llamarme. Ya lo sabes.

—Ya lo sé, Armando, gracias.

El toca sus mejillas, su frente.

—Fiebre no parece que tengas, a ver si fue el baño de ayer, que saliste tiritando.

Vuelve la espalda ya, apaga, suenan sus pisadas alejándose.

Ahora dejará los cacharros en el fregadero, se sentará de nuevo ante la gran mesa de pino: no olía a tabaco, de modo que encenderá por fin la pipa, dará grandes chupadas que lo llenarán todo en seguida de humo blanco, denso, oloroso.

CONFORME SE ACERCABA A LA CASA se fue afirmando el sonido del tecleo: provenía al parecer de una habitación del piso alto: un reflejo de nubes en los cristales de la ventana abierta.

Había un banco adosado a la pared y se sentó, encendió un cigarrillo.

A sus espaldas trepa una buganvilla, a un lado ha crecido un voluminoso matojo de margaritas.

Contempló la perspectiva del pueblo, ancha desde allí arriba, pero la playa está oculta por el acantilado, sería imposible ver desde ella el tejado de esta casa. Sólo muy lejos, entre dos colinas, el rastro azul oscuro de la mar.

Señorita, dijo Andrés Choz.

Teresa miró arriba: no había percibido la interrupción del tecleo. Asomaba la noble cabeza, el rostro sonriente.

—¿Qué haces por aquí?

Se puso de pie.

—¿Cómo me viste?

—Soy de natural ventanero, pero en este caso fue el olor; estoy sin tabaco.

Ella se sacudía la falda, se burló:

—Hay que ser más constante, abstraerse del mundo exterior.

Él sonreía sin decir nada.

—Sigue trabajando, en realidad daba un paseo de sobremesa.

Me había propuesto no fumar más hoy y de pronto me llega el aroma, dijo entonces Andrés Choz; eres el demonio tradicional que trae su tentación al retirado eremitorio.

—Eso nunca, me voy, te dejo con tu máquina.

¿No quieres conocer mi santuario?, añadía él, implorante. ¿Las reliquias de don Manuel Ocerín? ¿Ni siquiera me das un pitillo?

Sería muy cruel, ya lo creo, respondió Teresa, y alzó en la mano la cajetilla; baja, anda.

Pero él, opaca la voz, desorbita la mirada:

—Como en la famosa fábula, la puerta no está cerrada con llave: entra y echa un vistazo mientras termino el párrafo.

Ella guardaba silencio.

La pobre Benilde ha tenido que irse a casa de su hermana porque su cuñado está muy mal, dijo entonces Andrés Choz.

—Ah, ya.

—Café no, pero una copa sí puedo darte.

Vale, tú trabaja, veré la casa, dijo y rodeó luego el edificio hasta la puerta, la empujó.

La luz de la tarde brillaba en el pasamanos, inundaba el zaguán con serenidad de siesta: así la casa de la abuela en los veranos de la niñez. Y un cromo de Las Hilanderas que tiene el tamaño y el marco verdoso y dorado de unos Golfillos comiendo melón, al pronto localizados también entre la memoria de aquella otra casa.

Resonaba la máquina de Andrés Choz con eco algo fantasmal.

Una puerta entreabierta dejaba ver las sombras de una sala: pese a la rigurosa interposición de gruesos cortinones, el sol cortaba la penumbra en largas tajadas, haciendo evidente el aleteo impalpable del polvo. Se sobresaltó ante un movimiento en la pared: pero son sus propios pies en el gran espejo, muy inclinado hacia adelante, reflejando en su bruma de plata una perspectiva imposible que amenaza el aplomo de los muebles reflejados.

Pero tras la cortina rompió a cantar un jilguero y ella salió y comenzó a subir las escaleras.

Se detuvo otra vez el ruido de la máquina y Andrés Choz abrió la puerta de su habitación.

—Bienvenida.

Los chorros del oro, comentó ella, y pasó, alargándole la cajetilla.

Espera, dijo él, bajo por unas copas.

Teresa escudriñó la habitación: los muebles robustos, en la amplitud de la estancia, presentaban también un talante familiar y apaciguador.

Whisky de contrabando, dijo Andrés Choz al volver, probablemente falsificado.

Y se sentaron en la cama: el hielo tintineaba, crujió el somier.

DESPUÉS DE LO SUCEDIDO, cómo contemplar la cariñosa atención de Armando, escuchar este silencio en el que le sabe afanoso sobre las cuartillas, imaginarle rodeado por el humo de sus bocanadas, tarareando una melodía más o menos sinfónica.

Se siente avergonzada.

Y sin embargo, un impulso de otra condición la incita a vestirse otra vez, a buscar la casa de Andrés Choz, a meterse de nuevo en su gran cama y dormir entre sus brazos de amable patriarca.

Pero sabe que no cederá a tal impulso, porque la distancia entre ambos supone ahora senderos invisibles y noche, y en esta oscuridad los sentimientos son dominados por la propia inercia física.

Además, por debajo de la atracción se mantiene una extrañeza que es incapaz de desembrollar y una nube de pensamientos contradictorios vela la posibilidad de que lo sucedido entre ella y Andrés esta tarde y el resultado del suceso en lo que se refiere a ella y Armando pueda ser iluminado claramente: sólo queda claro el impulso que la empuja hacia Andrés Choz y que está teñido de esa nostalgia suscitada al evocar la casa de la abuela, embadurnado acaso de un color vergonzante y que, sin embargo, no es sino deseo de darse, como si todo antes hubiera sido sólo un juego adolescente y ahora tuviera por vez primera un tono adulto.

Y así piensa mientras a un nivel más profundo una voz parece susurrarle: duerme, duerme, mañana será otro día.

ANDRÉS CHOZ TAMBIÉN SE ACOSTÓ PRONTO. Y como a la placidez del día ha sucedido una noche clara, contempla desde el lecho las estrellas: moviendo la cabeza hasta un extremo de la almohada cabe la Osa Mayor entera en el marco de la ventana, y en esa posición capta un ligero rastro perfumado. Sin duda la colonia de Teresa dejó allí su recuerdo.

El olor forma parte de toda la paz dichosa con que ha envuelto su cuerpo el contacto con la carne joven, y la imagen del placentero encuentro permanece indeleble, porque no hay imágenes más persistentes que las acuñadas en el avatar amoroso.

Una excitación sosegada preside sus pensamientos. Y evoca aquellos momentos de la mocedad en que el recuerdo de un contacto erótico, por insignificante que fuera, era reproducido cotidianamente en trances onanistas: los juegos con la prima Dolores en los breves días de un lejanísimo verano ocuparon durante años el altar de los sacrificios solitarios, el ara iluminada a fuerza de cerrar los ojos y exasperar la nada renuente disposición.

Ahora se ha levantado una brisa ligera que hace bambolearse los cristalillos de la lámpara y Andrés Choz cierra la ventana: contempla la placidez nocturna del paisaje, el intermitente resplandor del faro.

Como en los días de los amores púberes, iniciados casi obligadamente al resguardo de noches claras en que es posible la fiesta en campo abierto, los escondites vegetales, las exploraciones por sendas alejadas, esta noche es benigna y celestina.

Y la consideración de Teresa, acurrucada en el lecho con las mejillas arreboladas y los ojos adormecidos, la memoria de su cuerpo cálido e íntimo, la renovada constatación de lo sucedido entre ambos esta tarde, le llenan de esa serenidad absoluta que sólo se desvela en la comunión de los cuerpos, en los instantes del amor cumplido.

Cuando vuelve a la cama, ninguna turbación inquieta su ánimo. Hacía mucho tiempo que no le mece semejante quietud, y se queda dormido a los pocos momentos.

PERO ELLA DESPIERTA. Tarda en comprender el ruido persistente: una contra mal sujeta que golpea, pues se ha levantado algo de viento.

Enciende la luz y comprueba que ya es tarde, pero la otra cama está vacía.

Apaga otra vez. Ahora las escenas de la tarde pierden su condición de simples hechos y se transforman en un aluvión de significaciones.

Todavía siente el tacto del frenesí ávido de Andrés Choz, pero también de su acariciar minucioso. Y el cielo refulgente de la tarde, cuando ella abrió los ojos, parece reproducir su brillo en esta oscuridad.

Ahora la imaginación de Andrés Choz y de ella entrelazados suscita inevitablemente la de Armando con la taza humeante, la de Armando ahora mismo mordisqueando acaso el extremo del bolígrafo.

Entonces enciende otra vez y tras una larga pausa, cuando la mancha de humedad es decididamente un pato, se levanta, se calza, sale hacia la cocina.

Él está sumergido en la lectura de un texto: la luz del flexo hace naufragar su perfil en el fregadero.

Teresa le contempla y al fin le llama:

—Armando.

Él se vuelve: qué pasa. Se levanta con cierta inquietud en la voz. Te encuentras mal.

No, dice ella, es que tengo que hablar contigo.

Se sentó en la otra silla, encendió un cigarrillo y comenzó a contárselo.

Al principio se marcó la sorpresa en el rostro de Armando, luego se puso a garabatear en un papel, con la otra mano apoyada en la cabeza.

La miraba intermitentemente con ojos abstraídos, en un ademán un poco lejano que reprodujo rudamente en ella la dentellada de la mala conciencia: eran los ojos de su propia madre diciéndole suavemente: Siempre serás una imbécil, hija mía, mientras ella intentaba dominar las lágrimas; hija, lo tuyo no es normal. Esto cuando la atadura familiar era todavía un problema para ella, un problema grave, cuando rompió sus relaciones con Juan Carlos: ya tenía piso, el tresillo, el dormitorio, habían merendado allí jamón de york y unos tocinillos que compraran en la confitería de abajo, resonaban sus voces en las habitaciones vacías, aquí una reproducción de Van Gogh, decía Juan Carlos en el pequeño vestíbulo, y encima de la cama ya veremos, toma otro tocinillo, vida mía, estaba verdaderamente excitado, la besaba a menudo, le metió algo de mano pero se puso lírico en el cuarto de los niños, cuando sean, claro (sonrisa), tan indefensos, y algún lugar para instalar un laboratorio fotográfico, aunque cosa de aficionado, como es natural, cualquier armario, mientras ella buscaba con la mirada un sitio donde arrojar la colilla para no quemar el parqué.

Y en los gestos de su madre un aire patético de desencanto: Que ya no le quieres, a buenas horas, eso se piensa antes, menudo disgusto.

Pero en Armando no hay esa tristeza: palmea la mano de ella, se levanta.

—Tranquila, Tere.

Porque a ella, estúpida, se le quiebra la voz. Y aborrece esa serenidad de él tan precisa, tan elegante, esa calma que le permite cargar otra vez la pipa y encenderla con pulso aparentemente seguro y disfrutar de la primera bocanada.

Bueno, dice Armando, es inesperado de verdad, una explosión de loco amor.

Ella apoya la cabeza en los brazos, cruzados sobre la mesa. Armando extiende una mano y rasca la cabeza de ella.

—Venga, mujer, son cosas que pasan.

Ella de pronto agradece intensamente ese sosiego que antes aborreció y le echa los brazos al cuello, está a punto de llorar.

—Estoy muy confusa.

Mira, dice él, acuéstate otra vez, estás nerviosa, mañana charlaremos con calma.

Teresa se limpia los ojos con el dorso de la mano: sí, dice, mañana charlaremos, gracias, y perdóname.

AHORA QUE SE HA QUEDADO SOLO rellena otra vez la cafetera y mientras espera que se haga el café se reconoce bastante aturdido por la insólita declaración de la muchacha.

Por un momento le ha tentado la sugestión del viejo cliché sobre la fragilidad femenina, el desequilibrio de los sentimientos mujeriles, y la tentación arrecia a la luz de los tópicos de Sigmundo el Misógino. Pero no, pero fuera, aunque en todo caso le invade un profundo desaliento.

Porque él quiere a esta muchacha pensativa y ciclotímica, últimamente todo iba tan bien, asentado en bases más firmes, ella satisfecha del nuevo trabajo, se la veía mucho más contenta, ya sin aquellas murrias que le asaltaban y en las que parecía que iba a desmenuzarse como un montón de polvo.

Se pone el suéter y sale de la casa: ya el cielo nocturno está cubierto de nubes. Fue extraño el soleado bochorno. La brisa parece anunciar el retorno de la lluvia.

Se sienta en la tumbona y repasa toda la declaración, desde el primer conocimiento hasta la culminación de ayer.

Apenas recuerda el rostro del hombre, pero sí su aspecto general: y no cabe duda de que se trata de un viejo. Y si además es verdad que está condenado a muerte, qué tío, llorándole sus penas a las muchachas más o menos en flor, aunque ya se ve con qué intenciones. Pero todavía resulta menos comprensible la súbita inclinación de Teresa, a quien siempre pareció asustar cuanto se relaciona con la vejez y con la muerte.

Entonces se levanta, entra en la casa y apaga el gas, el café se hartó de hervir, y llega hasta la habitación a grandes zancadas.

No enciende la luz y se acerca a tientas, se inclina.

—Tere.

Teresa no dormía, le ha oído llegar.

—Qué quieres.

—Tere, no es más que lástima, piénsalo, y algo de masoquismo, otra cosa no tiene sentido.

Ella no contesta y él se sienta en la cama, busca una mano de ella, la aprieta.

—Además, no es sano, te va a dañar, debes racionalizarlo y cortar de inmediato.

Pero ella sacude la mano.

Déjame, dice, por favor.

Tras unos instantes, Armando se levanta, se descalza, se quita la ropa, entra en la otra cama.

Pobre Tere, dice, y ella repite: Por favor.