CAPÍTULO QUINTO

Había abandonado la figura de can y era solamente un girón blanquecino, como de niebla o humo, que ninguna mirada hubiera conseguido descifrar.

Dejó atrás los senderos, las moradas, los cultivos, y se internó en las espesuras montaraces, en la maraña entretejida bajo las frondas apretadas, fácil sólo para la andadura del raposo.

Buscaba un rincón lejano: encontró las angosturas de un barranco, allí donde la presencia de lo humano se adivinaba escasa, y se enroscó en un recoveco de la piedra.

Inició entonces una meticulosa verificación de su propia conciencia, descubriendo las heridas y los desgarros: estaba inmerso en un ánimo amargo y melancólico, muy lejos de aquella bonanza que le envolviera en el seno de la Máquina.

Era necesario un profundo reposo cicatriz, un sueño largo, mantener definitivamente el alejamiento del torbellino humano, no implicarse ya más en su bullicio doloroso. Era necesaria extensa soledad: al cabo llegarán los Hermanos, serás rescatado, la experiencia ominosa habrá quedado para siempre atrás.

Así esbozaba, intentaba tejer la quietud en que debía arroparse como una crisálida en su estuche.

Pero dentro de él se mantenían encendidos los gestos de Asunción atareada en la pasividad de su destino doméstico, la familiaridad de las callejuelas diariamente recorridas, se iluminaban las imágenes de los contertulios liando un cigarro al salir del trabajo, de los niños corriendo en la era, percutían los esquilones marcando el paso del anochecer.

Allí permanecía aquella inquietud y, frente a los argumentos y valladares de su razón, se alzaban lucubraciones extrañas y una noción insólita del tiempo que dificultaba su abstracción: porque hasta la hora del rescate debe transcurrir un lapso inmenso en el devenir del planeta y los escasos momentos que supondría la espera en el espacio, dentro de la Máquina, se convertirán aquí en la vida de centenares de Mateos sucesivos debatiéndose en su gozo y en su tristeza.

Y cómo mantenerse entre la soledad de la naturaleza inconsciente mientras sabes tan cercana aquella turbulencia.

De modo que Kaiser volvió al pueblo.

Sentado en el poyo de la puerta, con las manos agarradas a la cacha, el padre de Asunción le miró sin reconocerle.

El padre de Asunción no había muerto, pero arrastraba un miserable pasar, más de cosa que de hombre.

El perro ladró y Asunción se asomó a la puerta.

—Qué haces tú aquí, dijo.

Despertaron en ella memorias aletargadas.

—Dónde te metiste.

El padre, sacudiéndose un momento en su oscuridad, alzó la cacha débilmente, masculló una frase ininteligible.

Asunción tomó al perro en brazos. Latía en ella afecto por el animal al socaire de una nostalgia dolorida: la muchacha había expulsado de su sentir la antigua imagen de Mateo, y ahora un Mateo hosco y huidizo merodeaba por sus recuerdos con la apariencia sombría del asesino de cantar de ciego, en una traza que se fuera dibujando a lo largo del penoso servicio al impedido y de la oficiosa conmiseración vecinal.

—Pobre Kaiser, qué culpa tendrás tú.

El Hermano Ons se sintió invadido por una alegría inesperada y se apretó contra ella, lanzando un ladrido breve.

Por estas fechas reverdece la vida vegetal, se alargan las horas de luz, en el aire hay un perfume de pastos y de flores que atempera las hurañas inquietudes de los bípedos. Son días propicios para dulces encuentros, para tibia lasitud.

Luego llegarán las jornadas del estío, los mediodías en que la luz del sol derrama su más ancho esplendor sobre las peñas y las briznas, cuando los pájaros buscan el resguardo verde de los castaños, el plateado susurro de los álamos. Son días de recolección y de siestas, de juegos en el agua, de largos paliques en la frescura del anochecer, días hermosos también para los insectos y para las bestias.

En las tardes de este verano, Asunción y un hombre que no se parece a Mateo pasean y charlan largos ratos: el hombre la acompaña hasta su casa, se despide con saludos ceremoniosos. En la Virgen de Agosto está a su lado durante toda la fiesta. La desolada figura del fugitivo va difuminándose cada vez más en el recuerdo de la muchacha y queda sólo como un dolor ocasional cuyo golpe va acostumbrándose a prevenir con una voluntad automática de olvido.

Pero los primeros soplos fríos dorarán las hojas, embarullarán el polvo de las sendas, otra vez el cielo se cubrirá de nubes y, de nuevo más cortas las horas de luz, después del trabajo buscarán los hombres el arrimo del fuego, mientras se deshojan los árboles amarillos, vienen las noches con temblor de helada, se aquieta la vida animal, ya muchos pájaros se han ido.

Durante aquel invierno fue madurando en el pueblo una emoción oscura: después de Año Nuevo hubo noticias de sublevaciones en la cuenca y los hombres de la mina andaban agitados. El galán de Asunción llevaba su uniforme y su arma con recelo.

Un lunes, los mineros se negaron a salir: se manifestaban solidarios con las peticiones de los lejanos compañeros, estaban pletóricos de una emoción fraternal auspiciada por relatos ejemplares y papeles con arengas que se leían a la luz de los carburos, entre la expectación apasionada.

—Si no quieren salir, que se queden ahí, ordenó el hombre de la Compañía.

Y fueron pasando los días. Abajo, el hambre y la humillación acorazaban a los huelguistas en una piel nueva de odio. A ese poderoso latido se unía la rabia de las mujeres que esperaban fuera, cerca del ascensor bloqueado, afrentando con sus voces la vigilancia de los guardias.

—Hijos de mala madre, en un pozo os veáis algún día.

—En un pozo de culebras y alacranes.

—Así os acosen como al lobo, caínes.

Algunas habían llevado a los hijos pequeños, que lloraban asustados.

—Ha de castigaros Dios.

—En los infiernos estaréis, verdugos.

—Verdugos de los pobres.

—Así vuestros hijos sufran, desalmados.

El galán de Asunción se quitó el tricornio y pasó la mano por su frente, donde goteaba un sudor impropio del día, un sudor que se hubiera confundido con nieve de la ventisca.

Y aquellos días Kaiser, tumbado en la cocina de la casa de Asunción, intentaba apartarse de los enconados afanes, recuperar alguna quietud contemplativa: pero la paz de los muebles y de los cacharros era destruida por los sentimientos de la propia Asunción, en los que se reflejaba y se repetía el ánimo desgarrado de todo el pueblo.

Ahora hierve el agua del puchero. Ella miga el pan en los cacharros y el fuego del hogar deshace sus relumbres contra las paredes ahumadas y la alacena, contra la figura del padre, insinuando incendios misteriosos.

Cuando Asunción calaba la sopa entró el hombre y en sus ojos restalló también la lumbre del hogar. Se quitó el tricornio y lo dejó sobre la mesa; apoyó el arma en la pared.

Asunción observaba sus gestos, encontrando en los rabillos de los ojos del hombre raspaduras de cansancio y de miedo.

—No te preocupes, murmuró él, no va a pasar nada.

Asunción se acercó y le agarró de un brazo.

—Pero no les vais a dejar allí abajo.

—Así reventasen.

—Pero no les vais a dejar allí abajo.

Él se encogió de hombros, apartando la mirada.

—A mí me mandan.

Ella se acercó al padre con una de las jícaras, empujó una silla para acomodarse en ella, comenzó a llevar las sopas hasta la boca del viejo.

—Tenéis que dejarles salir.

Por fin les dejaron salir.

El hombre de la Compañía pasaba revista al grupo famélico y desharrapado al que rodeaban los guardias exultantes, deseosos de pronto de beber un buen trago, de cantar y reír, aunque su gesto exterior afirmaba el rictus hosco de la autoridad satisfecha y prevaleciente.

El hombre de la Compañía miraba a cada uno de los mineros con minuciosidad y para cada uno tenía una palabra:

—Tú ya puedes buscarte los garbanzos en otro barrio. Y tú. Y tú. Tú quieto, sujetadme a éste, vamos a hablar luego un rato éste y yo.

Cuando todos hubieron salido, la excitación de los hombres uniformados se había convertido en una serenidad densa: aquella noche dormirían tranquilamente.

Las jornadas de la huelga fueron decisivas para anudar las relaciones entre el guardia y Asunción.

Desaparecida la angustia de aquellos días, sus cuerpos maduraron a una confianza nueva y buscaron para sus citas el arrimo protector de las oscuridades.

Y otra vez los soles cada vez más largos, las hojas que rebrotan, los pájaros que vuelven.

Asunción y el guardia se casaron mediada la primavera. Y cuando el estío, Asunción esperaba un hijo.