(Seis)

Qué pasa, qué pasa, pregunta sobresaltado.

Benilde deja de golpear la puerta. Don Andrés, repite, y luego, ¿sabe qué hora es?

Andrés Choz tantea la mesilla en busca del reloj.

Son las doce, dice Benilde. Jesús, me tenía usted preocupada.

Es que me acosté tarde, aduce él, me he quedado dormido.

No se preocupe, dice Benilde, ya me quedo tranquila; ahora tengo que salir, duerma usted lo que sea.

Qué va, exclama Andrés Choz, si ya me levanto, en cinco minutos ya puede hacer esto. Pero los pasos de ella se alejan y al cabo se cierra la puerta de la calle.

Sin duda se ha ido. Andrés Choz cierra los ojos, hoy he dormido bien, ahora arriba, pero cuando los abre otra vez han transcurrido quince minutos más porque le atrapó la modorra y se levanta, abre la ventana, el día es soleado, al final del camino, cerca de la senda que baja hacia la playa, Benilde se aleja con su pausado caminar.

Observa con curiosidad al nieto del Pesetín con esos pelos y esas barbas, la chica lleva pantalones y Manolo el de Chana, que va con ellos, le saluda.

Ella se ha detenido: Mi cuñado está muy mal el pobre, dice, allá voy ahora, ¿y tú?

Manolo, que lleva una pértiga al hombro, hace un gesto, a ver si se pesca algo, dice.

Ya, responde ella y les mira, y luego: bueno, adiós, y les sigue mirando, mientras se alejan hablando entre ellos.

De pronto la chica se vuelve. ¿Así que don Andrés vive en su casa?

Ella: ¿Don Andrés Choz?, y afirma: sí.

Y la chica: Dele recuerdos de parte de Teresa.

Con lo que, cuando reemprende el camino, Benilde se pregunta qué tendrá que ver la chica con don Andrés que está terminando de afeitarse y piensa en Asunción:

Sola en el pueblo, porque ahora lo mejor es olvidarse de Mateo un rato, además ese final con Mateo tirando el perro al agua no está mal, claro que la soledad de Asunción vista desde la perspectiva del perro va a ser un rollo a la hora de escribirlo.

Y ahora terminó, se secó, se pasa luego el peine y se encuentra buen aspecto, hace una mueca, eres un viejo verde, deberías avergonzarte.

Ella se ha sentado en lo alto de la peña y observa su trajín: El pescador introduce el palo con el garfio bajo la roca y lo saca bruscamente. Ahora arrastra al exterior una masa que se retuerce. Luego agarra al pulpo, lo desprende del garfio y lo arroja con fuerza contra la roca. Lo coge de nuevo y lo golpea un rato en la peña. Al fin lo vacía de sus entrañas.

Toca, le dice, toca, y ella posa un dedo cuidadoso sobre un tentáculo que todavía conserva una partícula de vida, un resto de fuerza.

Luego los dos hombres se sientan y Manolo lía un cigarrillo.

Los pulpos son muy tímidos, dice, todo les asusta, permanecen acurrucados a la puerta de sus casitas, cuando la mar está alta se les puede ver allí desde la lancha, esperando la presa: comen de todo, su cueva se descubre también por las conchas amontonadas a la entrada, y señala un gran charco delante de ellos, ese que se ve ahí, esa poza, ahí puede haber un pulpo, ahora veremos, y se remanga más los pantalones, se sienta al borde del charco profundo, la sandalia de goma y la pantorrilla resaltan contra el fondo oscuro.

Y quedan los tres en silencio, como hipnotizados por el miembro blanquecino, pero Teresa separa al fin la vista y observa el acantilado, asoma el pico de algún tejado, cuál será la casa de Andrés Choz.

Se ha sentado y escribe rápidamente.

Querido Gordo, mándame algo de ropa, pídele las llaves al portero, pantalones y camisas de verano, dos creo que hay, una chaqueta de lana roja, los mocasines, todos los calzoncillos que encuentres, resulta que vine con lo puesto, pañuelos, todo está en mi cuarto, y una cazadora que estará colgada seguramente en el armario de la entrada.

Y al terminar la carta la dobla de inmediato, la guarda en el sobre, mira otra vez el paisaje lleno de sol, alguna nube menuda atraviesa el cielo, la mar estará algo picada, a dónde se habrá ido Benilde.

Pero ya vuelve: está en las últimas el marido de su hermana, ay Dios, un hombre fuerte como un roble y acabar así.

Cuando llega a la puerta respira hondo, sube luego la escalera; don Andrés, don Andrés; pase, pase; entra y se lo cuenta.

Pero váyase usted, mujer, vuelva, usted tiene que estar con sus hermanos, estaría bueno.

Ella: Le preparo la comida y le hago el cuarto y me voy otra vez allí.

Pero qué dice, dice él, usted se va ya y ya comeré yo. Bajo al pueblo. Ya me arreglaré.

Faltaría más, don Andrés.

Y no hay forma de convencerla, así que se va a la cocina y al poco ya resuena la fritura.

De no haber comido aquí, piensa Andrés Choz, podría haber ido a comer con esa chica, pero con qué cara.

Ella mueve la cabeza al escuchar la exclamación: ya sale.

Efectivamente, desde la aterciopelada penumbra, de entre las pequeñas algas, junto a una anémona que mueve casi imperceptiblemente sus mil brazuelos, ha llegado hasta el pie del pescador un tentáculo y palpa la sandalia como reconociendo la presa. Y luego otro tentáculo, y otro más.

Nunca todos, musita Manolo en su jadeante expectación, siempre queda agarrado atrás con uno como poco, pero ya verás. Y súbitamente introduce los brazos en el agua, forcejea, cómo se agarra el mamón, y al fin lo saca.

El bicho enrosca sus tentáculos en el fornido antebrazo, y el hombre con gesto brusco arroja al pequeño animal y frustrando su inmediato intento de huida sujeta su cuerpo y repite el rito de los sañudos latigazos con el animal en la piedra.

Horrible, dice Teresa, pobre bicho.

Calla, dice Armando, ya te lo comerás.

Ella comprende que tanto en él como en el pescador hay una clara concupiscencia frente a la agonía del pulpo, que ya inerte desparrama sus tentáculos por la humedad de la roca.

El pulpo es un animal tan extraño, dice Armando, parece un alienígena, deberías decírselo a tu amigo y a lo mejor lo aprovechaba en su novela.

Y después de escribir la dirección en el sobre, hojea los folios, duda otra vez del orden definitivo de los capítulos que lleva, pero ahora a meterse con Asunción sola en el pueblo. Y tras poner arriba

CAPÍTULO QUINTO

tiene una inspiración, porque así funciona eso a veces, y empieza con el perro, en tercera persona:

«Recorrió otra vez los lugares que conociera al acompañar la huida de Mateo. Había abandonado la figura de can y era solamente un girón blanquecino.»

Y piensa: esto puede valer, un girón como de niebla o humo, es una imagen que remacha la ambigüedad corporal del personaje, su escasez física.

Benilde grita desde abajo: Ya tiene la comida.

Andrés Choz musita: Al fin, porque tiene hambre, este clima me ha abierto el apetito, y baja y dice:

Pero márchese usted, mujer, no se preocupe más de mí, ya sabe que si puedo ayudar en algo…

Ella, llorosa, sirve y recoge, viene y va, muchas gracias, don Andrés, Jesús qué tragedia, tan joven, a los cincuenta y nueve años, en la flor.

Luego le da recuerdos de una chica morena que vive con el nieto del Pesetín, así serán los novios de ahora, y que bajaban con Manolo el de Chana, que es pescador, hacia la playa.

¿Teresa?

Y ella: sí señor, así me dijo que se llamaba.

Les contempla afanarse por entre los peñascos, siguiendo su encarnizada búsqueda, observa luego un charquito breve, sonríe al recordar a Andrés Choz en sus descripciones entusiasmadas, hoy sí pescarías, pasa las manos por entre los pequeños mejillones, junto a varios erizos, un pez diminuto escapa rápido, hay un cangrejillo, o son dos, los toma con cuidado, los mira con mayor atención y descubre que están enlazados en amorosa coyunda.

Observa su abrazo, el aparato del supuesto macho inserto en su semejante femenino, los animales no se desprenden, cuál será ahora su sensación, ella los suelta de nuevo y el macho patrocina la huida hacia la breve espesura de unas algas de color violeta.

Cómo se amarán los pulpos, piensa. Y recuerda con fastidio la vuelta de Armando en la madrugada, oliendo a pescado, su expeditivo aunque cariñoso despiértate, mujer, recibe al triunfador.

Vamos, qué urgencias, pero ahora no, dijo ella, no tengo ganas ahora.

Vamos, cariño, decía él divertido y ella se dejó utilizar sin ningún entusiasmo.

Me haces daño, respondió ella, cuidado, pero él terminó en seguida y luego: estoy molido.

Qué hombre, y es de los mejores, acaso la edad es lo único que puede darles esa ternura de Andrés Choz, también ayer noche el pobre, palpando tu cuerpo con aquel temblor religioso, y aquella dulzura especial en la voz y en el gesto que no es la simple cachondez, gente que sufrió mucho, hombres de verdad.

Es una pena que hombres así se mueran, don Andrés, dice Benilde, y luego se despide.

Esta noche no cenaré aquí, dice él, y ella: no lo haga por mí, pero se lo agradezco. Y él: ya sabe que me gusta andar picoteando por ahí, hala, mujer, resignación.

Y ya se va, se ha ido. Andrés Choz enciende un cigarrillo, el último, mira el reflejo de la luz del sol en el péndulo columpiándose en la pared, piensa en la muchacha que le mandó recuerdos y en esta lasitud de sobremesa prende el ardor inmortal, recuerda su juvenil calor, su suave tacto.

Déjate de historias y a trabajar, Andrés, y sube a la habitación y se sienta a la mesa así, sin un café, contra reloj, como un estudiante, como el Armando ese que levanta la cabeza y le pregunta ¿qué? y ella: que si nos vamos, que ya es tarde.

¿No te bañaste?, pregunta él.

Hoy no, me da frío, anda, que estoy destemplada, ¿cuántos lleváis?

Sólo tres, nosotros con uno ya tenemos, le dice al pescador. Pero aquél: uno yo, tú te llevas los otros dos, son poca cosa. Y discuten un rato hasta que al final Armando tiene que quedarse con la mayor parte.

Luego reemprenden el regreso: el sol del mediodía restalla contra las zarzas y en lo alto de la cuesta se cruzan otra vez con Benilde.

Manolo le pregunta por su cuñado.

Mal, muy mal, dice ella, ahora vuelvo a su casa.

Y luego, pero siempre llorosa, a Teresa: señorita, ya le di sus recuerdos a don Andrés.

Veamos, musita, qué diablos haces tú sola, ¿el padre muerto? ¿mejor bobo? ¿bobo del golpe? ¿un pretendiente?

Imagina otra vez a Asunción por los paisajes de su propia niñez: el montón de carbonilla en la ladera, abajo el río, alguien tiene un mochuelo atado por una pata, el bicho intenta huir, sería esta hora, el sol hacía relumbrar las hojas del nogal, pero debajo la sombra tenía un volumen que si cierras los ojos puedes casi sentir otra vez, y el mochuelo trabado en una rama aletea inútilmente cabeza abajo.

Bueno, piensa, un novio; no le viene mal un novio a Asunción tan sola, pero no un minero, estaría bien uno del cuartelillo, cómo se llamaba aquel tan alto, tan seco, el que les quitó el mochuelo, bajó y dijo: qué malos instintos; yo qué sé, alguien totalmente distinto de Mateo, es más expresivo.

Y luego, al hilo de la narración fueron apareciendo nuevos elementos.

Estás derivando hacia el realismo más bercero, mon ami, habrá que retocarlo. ¿Un pormenor acaso de las relaciones entre Asunción y el nuevo galán? Pero no, aunque no vendría mal señalar que en Asunción sigue pujante el saludable instinto generador, porque así es la vida, qué carajo, y lo demás pura literatura, aunque un café me hubiera venido al pelo y a lo tonto a lo tonto llevo en el tajo hora y media.

Armando bebe el café de un golpe y dice: yo dormiría una siesta.

Se oye el rumor del puchero en que cuecen los pulpos.

Sobre la quietud de la huerta reverbera el sol. Una mariposa atraviesa el vano del portalón.

¿No vienes?, y Teresa: no, pero ve que los ojos de él están fijos en sus piernas y las cruza.

Él miraba el suave vello de los muslos de ella iluminado por el sol; vamos, venga, mujer.

Pero Teresa quiere quedarse aquí, en la tumbona, entre esta paz soleada y húmeda.

Ahora atraviesa el vano una gallina seguida de su prole amarilla y piadora y él se ha levantado y extiende sus brazos hasta Teresa.

Que no voy, Armando, déjame, y él se aparta y le dice: como quieras, y piensa: está un poco rara hoy, y añade: yo sí me voy a echar un rato.

¿Y el nuevo pretendiente?

Metido al fin en trances eróticos, su esquema de comportamiento resulta tratado con sectarismo, la verdad:

«su goce se mezclaba a una imprecisa aflicción de culpa hasta que, tras la súbita contracción, le envolvía el sentimiento de haber cometido una falta. Y así se separaba de Asunción más con rencor que con cariño, hasta que el recuerdo de aquellos embelesos aceleraba su respiración y le hacía recuperar, casi a su pesar, los amorosos sentires».

Facilón. Si no fuera guardia civil, todavía; pero esa mala conciencia es una simplificación excesiva; el lector bueno, que aún queda alguno, torcerá el morro; además, no hay que prejuzgar los sentimientos del tipo por Asunción, son novios y en paz, estarán enamorados, así que nada, se quita toda alusión al asunto. Y relee y corrige, tacha.

De todas maneras, lo más dudoso sigue siendo lo de la huelga, por más retoques.

Pero el silencio está acribillado de pequeños sonidos sin misterio: el piar de los polluelos, un transistor, una motocicleta, mientras él sin duda duerme ya.

Ahora con este calor un paseo no apetece y sin embargo Teresa se levanta, zurea una paloma allá arriba, un paseo para bajar la comida, este sol no es el del Mediterráneo.

Pero no duerme, la llama: Teresa, y ella no contesta.

Teresa.

Ella decide dar el paseo, por qué no visitar al escritor en su cubil. Y la gallina (co co co) reprueba su tránsito súbito que asustó a los diminutos vástagos.

Teresa.