Más arriba del paredón acantilado sólo un cielo arcano, casi morado y casi gris, entre lo crepuscular y lo nocturno.
El agua y el declive de la escarpadura son macizos y densos y de pronto asoma en el borde la cabeza del padre de Asunción, que es un lobo, y observa a Mateo dentro de la hoya, el agua llegándole a los muslos y muy fría.
Los ojos malignos del lobo-padre de Asunción brillan como dos luces rojas, como dos farolillos, iluminan la escena tenebrosa mientras Mateo intenta trepar por las empinadas paredes, pero ha conseguido apenas sujetarse a una aspereza insignificante, alzarse hasta sacar los pies del agua en un enorme esfuerzo, cuando de nuevo cae al agua porque las paredes son resbaladizas, están untadas de una viscosidad espesa. Y en el borde, arriba, el lobo-padre de Asunción ríe, brillan sus dientes como carámbanos. Mateo intenta salir otra vez, palpa la pared buscando con frenesí un asidero más consistente, el frío le aprieta las manos como una tenaza gigante y se las deja exánimes.
Y ahora hay más gentes alrededor del padre de Asunción, gentes oscuras que abren su mirada en un gesto de sorpresa o de burla y mantienen una inquietud silenciosa; y súbitamente el padre de Asunción ya no es un lobo, viste el habitual chaleco negro, la camisa sin cuello, el pantalón de pana. Es él quien está en el agua y no Mateo; Mateo ya no está en el agua sino en la orilla de la hoya, mirando desde arriba al padre de Asunción, de cuya cabeza brota un gran chorro de sangre, un chorro que tiñe de rojo el agua, las paredes del cráter, el calzado de los espectadores, la bruma que se enrosca en las penumbras vegetales, a lo lejos. Y ahora el lobo es el propio Mateo, sigue sintiendo mucho frío y todo está lleno de esa gente que le mira estupefacta.
Mateo se mueve en su sueño: un lobo olfatea ansiosamente los olores del hombre dormido, el sudor de diez días y diez noches de huida por las trochas de la montaña, al margen de los senderos y de las aldeas, los rancios alimentos del zurrón.
El lobo gruñe suavemente porque percibe de pronto una figura antes escondida: la del perro blanco del que no se desprende olor alguno sino un raro efluvio desconocido.
El lobo se detiene y observa aquella apariencia bajo la que se esconde una complejidad que no tiene nada en común con la suya, ni con la de los robles, ni con la de la trucha que ha saltado en el río, ni con la del hombre acostado y encogido que duerme cara a la roca con la cabeza apoyada en una mano.
Sin embargo, aquel extraño perro ladra con poderoso sonido y el hombre despierta y grita al ver el lobo, que escapa lanzando un gemido asustado.
Pero ya todo ha pasado. Una mezcla de congoja y lasitud llenan el corazón de Mateo. El barco zarpará esta madrugada. Qué voy a hacer contigo, dice a Kaiser rascándole las orejas, y el perro lame su mano.
El contramaestre, un asturiano patilludo de voz estentórea, le había palpado los brazos.
—Y tú, ¿qué haces?
—Yo, picador.
—Ya. ¿Y de política?
—Yo de eso no le sé nada.
El asturiano se había reído.
—Bueno, hombre, bueno; sólo era por preguntar.
Mateo se encogió de hombros y guardaba silencio. El otro miró a Kaiser.
—¿Es tuyo este perrín?
Mateo asintió.
—Pues lo siento, hombre, pero en este barco no hay perro que valga.
Atrás quedaron los largos días y las largas noches del miedo solitario, las oscuridades donde el mochuelo tiene la risa de la calavera, los mediodías con súbitas campanas o una conversación inesperada detrás de la sebe, los olores que de pronto traen alientos de cuadra y de pan, intuiciones de ahumados, de cocinas.
—Con quién te dejo yo.
Recorren al azar las sucias callejuelas del puerto y entran por fin en una taberna.
Mateo come un gran plato de patatas guisadas, moja pedazos de hogaza en la salsa roja. Kaiser se deja invadir por las sensaciones del hombre: se siente también lleno de aquella voracidad que no tolera pensamiento alguno, de aquella concentración intensísima en la somera masticación, en la deglución apresurada. Desde el estómago de Mateo irradia cada vez con mayor fuerza un aura consoladora que amansa las demás inquietudes de su ánimo.
Luego, Mateo se queda amodorrado bajo la caricia del sol de la media tarde que penetra desde un tragaluz y cae sobre su pecho como la luz divina de alguna muestra de iconografía religiosa.
Pero al cabo el perro percibe que ya no duerme, y aunque también suelen sufrir mientras duermen, el dolor de la vigilia es el más insistente. Qué especie extraña capaz de crepitar en la soledad de cada uno de sus miembros, de sobrevivir agujereada por heridas siempre abiertas, para la que casi ninguna serenidad está escrita sino principalmente violencia o estupefacción.
Después de todos estos meses, el perro vive también en una desazón continua, determinada por las desazones que le rodean. Se ve obligado a soportar sin transición el cariño y el rencor, el furor y el embeleso. Sería necesario apartarse, huir él también por las trochas de la montaña al rincón más alejado, allí donde no exista la vida inteligente, esperar oculto el rescate. Sería necesario desarraigarse de esta atadura pegajosa y abrumadora.
Porque aunque la distancia sea grande, en el sentimiento de Mateo está Asunción con el corazón agitado y un pasmo dulce en todos sus miembros mientras el propio Mateo, también atónito, acaricia el cuerpo de ella.
Un espeso matorral les cubría, cerca el río se escapaba noche abajo, olía a humedad, a hortelana, a hierbas que sus cuerpos aplastaron al tenderse, en una lejanía imprecisa se oían risas y canciones de romería, el cielo estaba pleno de estrellas, las manos del hombre temblaban al rodear suavemente el cuerpo de ella, besó con cuidado las carnes tiernas, apretaba contra el cálido pecho su rostro áspero, aspiraba el denso perfume corporal que se había ido fraguando en la tarde caliente. Otro perfume que no reconocían aunque era suyo les rodeaba a los dos, desazonó a un roedor inmediato, despertó una súbita inquietud en los élitros de un escarabajo y varias ranas saltaron al agua. Asunción desabrochó la camisa del hombre, enredaba sus dedos en el vello pectoral, separó sus propias rodillas. Mateo tenía las fauces secas, se movía ahora como si resbalase por el prójimo deleite.
Y el Hermano Ons se sintió arrollado por aquella delicia como ahora por su recuerdo en Mateo, por aquella fruición que llegaba hasta él y le envolvía y le aplastaba hasta hacerle el mismo daño que si de un sufrimiento se tratara y no de un goce; y se apartó violentamente, intentando abstraerse de aquella delectación que se abría como una llamarada, como una flor olorosísima hasta la náusea, como una luz luminosísima hasta la ceguera.
Pero de pronto aquellas imágenes, aquellos olores, aquellos tactos, se han desvanecido y en el sentimiento de Mateo la figura de Asunción está ahora ante la puerta de su casa, llorosa, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. El propio Mateo llora también a gritos, narra con voces ininteligibles una historia que ella no escucha, se golpea él mismo la cabeza con los puños, escapa luego con el zurrón al hombro por entre las sombras de la tarde.
Pero aquí no hay Máquina que te cobije, ya no está tampoco el espacio alrededor para sujetarte en su inmenso equilibrio vertiginoso, sino sólo este hombre que rumia recuerdos, y tras las cortinillas de la puerta del fondo una anciana que sobrelleva su última dolencia, y en el exterior, a unos pasos de la taberna, un niño que solloza porque se ha caído y rompió la botella de vino que llevaba a casa.
—Paisano, venga, dice Mateo. ¿A usted no le interesaría un perro?
El hombre sirve el orujo y apunta luego una mueca sonriente.
—¿Un perro? ¿Ese? Guapo sí es, pero qué hago yo con un perro. Ca, hombre, ya son muchas bocas en esta casa.
Fue en una taberna semejante: en la del pueblo. Era el anochecer y se congregaban muchos hombres. El padre de Asunción jugaba en una de las mesas. Una larga racha desfavorable le había puesto de humor sombrío y se desprendía de él una irritación retorcida, mientras sus compañeros y algún parroquiano le dirigían comentarios jocosos.
Mateo tomaba un vaso de vino en el mostrador. Llevaba todavía la ropa de faena y charlaba con dos compañeros de las últimas noticias de la gran guerra que enfrentaba a las naciones.
Una vez se cruzaron las miradas de los dos y el padre de Asunción dijo:
—Qué miras, tú.
Mateo, tras un inicial titubeo, repuso:
—Nada, yo no le miro a usted.
Pero el padre de Asunción necesitaba exteriorizar la ira que había ido empapándole a lo largo de la noche. Paso, dijo. Y luego, dirigiéndose también a sus compañeros, pero en voz alta:
—Me trae la negra ese muerto de hambre.
A partir de este momento Mateo sorprendió en sí mismo el nacimiento de una torva, rabiosa disposición.
Se acercó a la mesa de los jugadores. Hubo pocas frases más entre los dos. Estaban juntos, el rostro del hombrón rojo y el de Mateo pálido. El hombrón alzaba la cacha como enarbolando con ella un poderoso estandarte ante cuya simple contemplación debiera el otro caer fulminado.
Pero Mateo no retrocedía. Y antes de que los espectadores pudiesen evitarlo, había golpeado la cabeza del padre de Asunción con una jarra que se hizo añicos. El hombre cayó sobre la mesa, tirando los amarracos y salpicando las cartas de sangre.
—Lo mató, dijo al fin uno; lo mataste.
Mateo escapó corriendo de la taberna.
La tarde termina y Mateo se levanta.
—¿No tendrá usted una cuerda?
El tabernero le devuelve el cambio.
—Mira en el muelle, allí no han de faltar.
—Vamos, Kaiser.
Y buscó la cuerda: había muchas. Había también trozos de cacharros, cestas de pescado corroídas por la mar, viejas alpargatas deshilachadas.
De Mateo fluía ahora la onda sosegada de todos ellos cuando se concentran en una tarea, en una búsqueda, en una diversión tranquila.
Las sopesaba, las enrollaba en sus grandes manos, hacía un esfuerzo tirando de los dos extremos; ésta no, decía, y arrojaba el cabo al suelo.
—Y algún peso, Kaiser, también necesitamos algún peso.
Sí, ahora había de nuevo placidez. Como en los breves paseos con Asunción, en que sólo era posible el beso fugaz, la caricia furtiva. Como en las tardes de pesca, turbadas intermitentemente por el húmedo y restallante cuerpo de la trucha.
—Otra, y ésta sí es buena, rediós.
Porque de estar de parte de alguno de los dos, tienes que estar de parte del hombre. Y el hombre volverá a casa y habrá sonrisas y alabanzas.
—Algún peso que valga, Kaiser.
Ya es de noche y Mateo tiene la cuerda y el peso. Ya luce el faro, a lo lejos.
Mateo se sienta y dice:
—Ven, Kaiser.
El perro percibe el retorno de la pena al corazón del hombre.
Pero por qué ahora recuerda su valle, los montes, el castañal, la chopera, por qué ahora una paliza de su madre, cuando chaval, y unos besos más tarde sobre las lágrimas, por qué ahora se encienden en su mente los prados con la luz del verano, por qué esta congoja y esta nostalgia y otra vez Asunción cosiendo sentada a la puerta de su casa que alza unos ojos luminosos.
Y percibe que ahora él mismo, Kaiser, se entrelaza en la imaginación de Mateo con diversas memorias: hay un gato recién nacido y Mateo roba leche y se la lleva a escondidas; hay un cordero que van a comer mañana que es la Fiesta y Mateo no quiere que le maten y llora. Pero no es un cordero, es el propio Kaiser, pero por qué. Y él, Kaiser, es ahora un pájaro con el ala rota que Mateo cuida, pero que agoniza porque no quiere comer.
Mateo ata el peso a un extremo de la cuerda y enrolla el otro extremo al cuello de Kaiser. Hace luego varios nudos y lleva el perro en brazos hasta el borde del muelle.
El agua está sumida en la oscuridad.
—Adiós, Kaiser, dice.
Y arrojó el perro al mar.