(Cinco)

La casa de Armando es un edificio destartalado que la familia abandonó hace muchos años. Reparaciones mínimas han aparentado habilitarlo, pero una breve estancia bajo el techo vetusto demuestra que en los entresijos de la casona se agazapan el frío y la humedad de tantos años de soledad deshabitada.

Sobre la mesa de la cocina se amontonan libros y papeles: la tesis de Armando. Andrés Choz husmea los libros.

—¿Cuándo vuelve?

—De madrugada, dice ella.

—Yo había creído que los intelectuales de la contracultura aborrecían la vida plein air.

La muchacha sonríe y comienza a batir los huevos. A los pies de Andrés, que da un respingo, aparece y se despereza un gato marrón.

—¿Y pesca mucho?

—La otra vez trajo muchas cosas: marisco, peces.

Andrés Choz pela la primera patata.

Ambos están en silencio.

El escorzo de la cabeza de Teresa, aplicada a la rítmica percusión del tenedor, el perfil del rostro, la melena que se enrosca en el extremo, el atisbo del cuello, traen hasta Andrés Choz la certidumbre de una imagen semejante.

Un ligero movimiento de ella y la mejilla derecha más en sombra, un bamboleo del remate espiral de los cabellos, el contorno de la nariz y del mentón destacando su línea neta sobre el fondo oscuro, reiteran el rastreo de su recuerdo y lo descubren:

Julia.

El tiempo ha ido amontonando su espeso detritus sobre las remembranzas, pero al mezclarse las imágenes aparece la antigua, flamante y fresca.

Y es otra vez otoño, chove en Santiago, los pasos de Andrés Choz retumban en la biblioteca oscura que huele a libro muerto, a enciclopedia corrupta y fétido manual, el viejo canónigo levanta sus ojos de las contabilidades minuciosas y él mueve la cabeza saludándole y continúa andando hacia la silueta del fondo: la luz del ventanal ilumina la melena castaña, la mano derecha apoyada en la frente obliga a los cabellos a desparramarse hacia el opuesto lado y penden rozando casi el pupitre y enroscando en el extremo un remolino denso.

Él se sienta frente a ella, contempla la cabeza estática que mueve los labios lentamente, absorta en los sin duda intrincados párrafos de un texto, hasta que al levantar los ojos de la página tropieza con la mirada de él y titubea un instante, se turba.

Él sonríe y le dice: Buenas tardes, y ella musita también un saludo. El añade: Ya os está apretando el Sicofante, ¿verdad?, y ella sonríe también, y su sonrisa relumbra sobre la madera maltrecha, al trasluz del polvoriento ventanal, fulgura como un sol de carne que ahora cuando se recuerda quema todavía.

Y es como si recuperase aquella madrugada de abril y de puntillas junto al ventanal, cruzados los brazos, suspirando tras un escalofrío súbito, ella contemplase otra vez el silencio gris de la arboleda comprobando la soledad propicia a la partida de él, tras el nocturno encuentro, primero en que realizaron los deseos largamente exasperados en caminatas suburbanas, junto a la frontera de las farolas, excursiones colectivas en que todos los ojos escrutan, cines y teatros que escasamente hacen posible el escondido roce.

Y se recuerda trepando por el emparrado, sujetándose al alféizar mientras ella reía en voz baja, ayúdame, mujer, sus zapatos raspando en el muro con un sonido capaz de despertar, temía, a los durmientes.

Luego un largo lapso de susurros, ambos sentados en la enorme cama cogidos de las manos, besándose a menudo pero posponiendo, como ante una misteriosa dificultad, contactos más recónditos. Y al pronto la comprobación de la humedad y del frío, un estornudo de él y risas de ambos, ahogadas contra la almohada.

Y luego sus desnudeces bajo las cobijas, un abrazo apretado sin otro tacto al principio que el ajeno calor, los pies helados de ella, pero más tarde los perfiles ya de los cálidos rincones y de las prominencias dispuestas a las amatorias conjunciones: ahora los delectables palpamientos, los alientos aturdidos.

Y un sueño al final ligero, carne contra carne, o no durmió ninguno, mas cerraban los ojos simulándolo, en la oreja de ella musitaría Andrés Choz versos acaso de Ronsard que, memorizados a medias y malamente dichos, adquirían sin embargo en el alba su son verdadero.

O es el escorzo de ella, aunque sustituido el pelo por los picos de la pañoleta, alguna tarde de sol blanquecino, esperándole en la estación, o era una plaza, contra una pared oscura, protegiéndose de la lluvia con un paraguas, o no llovía, acercándose a él y él rompiendo a llorar: detrás interminables ferrocarriles, la cochambre de Vaccarés con los héroes mugrientos y los niños piojosos amontonados mientras el noble pueblo galo les miraba con más asco que otra cosa, ella le sacude con gesto nervioso alguna mota de ceniza en la solapa del raído capote mientras él deja en el suelo su macuto atiborrado de escapularios, estampitas, propaganda nacionalista; detrás el azaroso retorno con el horror de la guerra nueva, la pesadilla nada plateresca de San Marcos de León, las palizas y las muertes, la pobre gente hacinada y en sus ojos el miedo, la imperial chulería de los jaques del Orden Novísimo, la untuosa soberbia de los clérigos que acompañaban a devotas señoras en periódicos viajes de misión a través de aquella humanidad réproba.

Pero ella está al lado, su dulce cabeza contra un sol desvaído, o llovía, ella que ha escudriñado todas las posibles relaciones familiares hasta conectar con obispos y jefes, oficiales y damas pías.

Pobrecina, pobrecín; y se abrazaron largamente entre los humos de la estación, o no era una estación de tren porque había llegado en el coche de línea.

Y ahora inclinada sobre el moisés hace tintinear el sonajero que había sido de don Pedro Choz Zapater y al que aquél atribuía misteriosas ascendencias visigodas, y Julita lustrosa, repolluda, pelona, abre su boca desdentada, gorgoritea, mueve sus piernecillas apartando la colcha, extiende sus manos y consigue enganchar los dedos en los cabellos maternos.

O el bebé no es Julita sino algún nieto, o ni siquiera es un bebé sino Julita niña escuchando la narración de Julia, ahora sentada a los pies de la cama, haciendo rodar su voz por los recovecos de una historia imposible, una de aquellas historias mágicas de su predilección, fruto sin duda de los cariños de una vieja nodriza; y es la silueta de su rostro contra la pared, el ralo resplandor de la luz de la mesita, entre los crujidos y los rumores de la casa familiar y los espeluznos de la oyente ante la evocación de aquel universo apretado en brujas y aparecidos, brumas que sollozan, Santas Compañas.

Y frente a los folios llenos de vana escritura, corrigiendo los exámenes para un colegio mediocre, la lengua asomada a los labios en una mueca infantil, intermitentes vueltas al lapicero azul y rojo en un afilador alemán, el cuidadoso acopio de las raspaduras, brilla en sus gafas la luz del flexo, esto después de que a él le depuraran con la separación definitiva, rojas las mejillas de ella por la indignación, ella entonces meritoria para alcanzar alguna vez una plaza como la que te robaron, ladrones, pero superada siempre en las oposiciones sucesivas por las jóvenes generaciones que vienen arreando, y mucho ex-combatiente también, el caso es que nunca las sacó, empecinada, sin embargo, tanto tiempo la pobre en la batalla, hasta el cansancio, el retorno al hogar, las traducciones.

Y ahora inclinada sobre el ataúd llorando al padre, en el rostro del muerto una mueca más que serena, casi burlona, el orden de la ropa sobre su potente corpachón, un traje de rayas, la escarapela de Breogán en la solapa, mientras súbitas corrientes atraviesan la sala dando testimonio del ir y venir de un cortejo invisible y aúlla fuera el perro anunciando la muerte del amo.

O su cabeza apoyada en las almohadas, tan pálido ya el rostro, en sus ojos todavía la suave luz de siempre pero ya también una sombra agorera.

La muchacha añade:

—Bastante pescado, no creas, yo no entiendo mucho; él lo limpia, él lo prepara.

La imagen un instante evocada, interpolada de todas las imágenes hasta ser una sola, es sustituida por la de la muchacha.

Andrés Choz se limpia las manos en el trapo, se acerca hasta Teresa y las apoya en la cintura de ella, hunde su rostro en la melena.

La muchacha deja de batir y se queda inmóvil. Andrés Choz inclina la cabeza y besa el cuello de la muchacha y alza sus manos hasta sus pechos y luego los abarca, percibiéndolos tiernos y cálidos a través de la blusa; pero su caricia obedece menos a la concupiscencia que al deseo de comprobar que la tibieza del cuerpo femenino es la esperada y que la blancura de este torso tiene el tacto inconfundible.

—Perdona, dice, y la besa en la nuca, en el cuello otra vez, tras las orejas.

La muchacha se vuelve y le acaricia el rostro, le separa con las manos y luego atrae su cabeza y le besa en la boca. La chica tiene los ojos húmedos y murmura: Pobre Andrés, y le besa de nuevo. Qué tibio está su cuerpo.

El corazón de Andrés Choz redobla como un tambor.