—Don Pedro Choz Zapater, boticario ilustrado, regresaba a casa un hermoso mediodía de mayo cuando divisó una figura extraña que se movía cerca del agua. Tras breve contemplación, el boticario comprobó que se trataba de un niño completamente desnudo.
—Eras tú, verdad.
—El niño tendría como tres años y correteaba por la ribera.
—Eras tú, claro.
—He ahí el misterioso origen de Andrés Choz. Don Pedro Choz Zapater carecía de descendientes legítimos, por causa de ciertos humores malignos que se albergaban en la matriz de su esposa.
—Él te recogió.
—No sé si su resolución fue inmediata o si transcurrieron minutos, horas. El caso es que don Pedro se llevó el niño a casa.
—Era un hombre bueno.
—Como el infante no fue reclamado por nadie, el boticario decidió adoptarlo.
—¿Cómo era?
—¡Hijo del Cúa!, le gritaba al rapaz, subiéndole a sus rodillas. ¡Hijo del Cúa y de un hada del robledal! Tu aparición fue en primavera, cuando las flores y las avecicas y las bestezuelas se estrepitan en la tarea genesíaca. Razonable es que a veces te cautive algún etéreo ensueño. Pero me duele comprobar que vives sumergido en perenne embeleso. Pospón tus inquietudes pastoriles y no eches en olvido que te debes al estudio de la gramática y de la aritmética, y que esas artes, y no la de la pajarera redada, harán de ti un ciudadano de provecho.
—Te quería.
—Muera el amor, decía, abajo la tiranía de los sentires. Sean las bestias depositarías de las irracionales ligazones y en la atadura del instinto avasallador hieran y maten. Mas el hombre triunfe del amor en nombre de la razón, para fundar su reino en el mutuo respeto y en la solidaria comunicación, así sea.
En el recuerdo de Andrés Choz, don Pedro Choz Zapater golpea con la badila un leño de la chimenea, levantando nubecillas de chispas. A la luz del fuego se hacen más estrictas las asperezas y rugosidades de su rostro y el gran bigote parece moverse al compás de las llamas.
Don Pedro Choz Zapater empuja los pedazos del tronco incandescente, deja la badila, observa un momento a su esposa. Doña Balbina suspira. Don Pedro paladea un sorbo de su copa.
—Era un hombre cordial, enamorado: tuvo hijos de muchas mujeres del contorno.
Doña Balbina teje con sabiduría animosa. Don Pedro Choz añade:
—El amor de dos es veneno, Balbi, puro veneno social. Observa sin ir más lejos la tópica saga de Romeo y Julieta: traicionan a sus padres y a sus hermanos, haciendo de la sangre familiar ungüento afrodisíaco, mangas y capirotes de su clan generador, y se pretende justificarles ante la Historia engalanando con afeites de trágica grandeza la mezquina satisfacción de aquellas dos concupiscencias. Cuando amanece y ella le habla, qué insidia, de qué modo siente el espectador ingenuo que le atenaza la emoción. Y sin embargo, sólo es una artimaña para convencer de unos valores que son sediciosos de los que deberían ser los valores verdaderos. Sapiens nihil affirmat quod non probet, Balbi, y yo te aseguro que el loco amor es enemigo de la Historia.
En el recuerdo de Andrés Choz se oscurece el rostro de don Pedro.
—Doña Balbina estaba fascinada por aquella seguridad inconmovible de su esposo. Yo la veía en muchas ocasiones contemplarle a hurtadillas y mover los labios, como en el avatar de un diálogo que nunca pude imaginarme.
La muchacha saca el último cigarrillo, estruja el paquete y lo arroja al mar.
—Teniendo tantos hijos, por qué te adoptó precisamente a ti.
Andrés Choz se encoge de hombros.
—Yo no lo recuerdo, claro, pero me imagino, desnudo y pequeñín, en la soledad de aquella mañana. Yo también me pregunto, sobre todo me lo preguntaba de mozo, quiénes serían mis padres, de qué manera llegué allí, y ahora que el fin se acerca me pregunto muy a menudo por mis orígenes.
La muchacha le pasa el cigarrillo.
—Me pregunto por mis orígenes porque creo que, cuando conoces a tus padres y ellos a los suyos, etcétera, tienes conciencia de la atadura con los ancestros, del hilo que se pierde en el pasado y que te atraviesa cargado de mensajes reconocibles, concibes fácilmente las oleadas sucesivas que te han puesto aquí, puedes llegar a olvidar tu propio rostro y a ver un rostro borroso que tiene más rasgos de la especie que de ti mismo. Yo, sin embargo, no tengo ni siquiera ese consuelo, parezco el primero de mi estirpe. Y la falta de aquella cadena hace que me sienta bastante perdido.
Don Pedro Choz Zapater detuvo el caballo.
—Eh, rapaz.
El niño estaba sucio de barro. Llevaba en la mano una ramita con la que fustigaba las hierbas. Le miró y balbuceó, alzando los brazos en ademán indescifrable. La mañana era soleada pero muy fresca.
—Rapaz, qué haces tú aquí.
Don Pedro Choz Zapater miró a los alrededores. La placidez campesina llenaba la ribera de suaves murmullos. Al otro lado del río picoteaban un rastrojo dos cigüeñas.
Don Pedro bajó del caballo, desató la manta y envolvió al niño con ella. El niño se dejó hacer sin rechistar. Luego, don Pedro montó con el niño en brazos, chascó la lengua y el caballo reemprendió su tranquilo paso.
—Yo qué sé, suspiró Andrés Choz. Otra de sus paradojas. Un poco porque nadie me reclamó, naturalmente. Creo yo que, sobre todo, porque de aquel modo renunciaba al bajo halago del ligamen carnal. Como él diría: ninguna sangre nos unía. La verdad es que yo le quise igual que a un padre.
—¿Andamos un poco?, dice la muchacha. Se está poniendo frío.
—Su obsesión era hacer de mí un conocedor de todos los saberes. Cuando yo era chaval era exhaustivo profesor de las estaciones, de los oficios, de las setas, de las antiguas civilizaciones, de las variopintas culturas. Luego se empeñó en convertirme en un experto en Economía Política, la ciencia para él del futuro. Acumulaba en su biblioteca gran cantidad de libros sobre la materia.
—Un ilustrado.
—Cuando llegó la República estaba exultante: afirmaba que, sin duda, la aplicación estricta y democrática de aquella Arte Magna haría brotar la prosperidad por doquier.
—¿Qué fue de él?
—Al pobre lo asesinaron en la guerra malamente: sus largos monólogos públicos le habían rodeado de un aura progresista bastante sospechosa. Cuando regresé de Francia supe que le habían paseado. Por masón. Ni siquiera supimos dónde quedó su cuerpo.
—¿Y ella?
—Doña Balbina le sobrevivió penosamente un año.
Andrés Choz se levanta. El sol deja en el mar un rastro rojizo.
—Bueno, vamos.
La muchacha se coge de su brazo.
Un día menos, dice Andrés Choz.
La muchacha aprieta su mano.
—Vaya, no te pongas triste.
Andrés Choz sonríe, declama:
—Hija mía, yo estoy más allá de la tristeza, yo soy ya un muerto. Me han regalado medio año de vida pero soy carne de osario, o como dijo el poeta, entre las dos oscuridades ha resplandecido mi breve rebullir.
La luz de la tarde se espesó; comienza un tembloroso lucir de estrellas. Andrés Choz extiende los brazos y aspira fuerte.
—Pero te juro que me invade a veces el miedo, cómo decirte, un miedo indescriptible por lo desolado, la congoja enorme de pensar en perder para siempre este olor, el ruido del mar, el frío en el rostro, alguien con quien te comunicas, a quien cuentas y te cuenta.
La muchacha y Andrés Choz enlazan sus brazos y caminan por la senda del acantilado. Cerca navega una dorna con las luces encendidas.
—Y, sin embargo, ahora mismo tengo hambre, dice Andrés Choz; así es la vida.
La muchacha susurra:
—Pueden haberse equivocado.
—No, responde Andrés Choz; no se equivocan. Hay ya una ramificación danzando por aquí, él médico es amigo mío, para qué contarte: de hombre a hombre, como se dice, me lo dijo; inútil operar, inútil todo. Escasamente llegaré a la próxima primavera, según las estadísticas.
—Qué horror.
Andrés Choz se detiene.
—Y lo curioso es que siempre estuvo la idea de la muerte en mi cabeza como un culebrón viscoso. A los veinticinco años pensaba: otros veinticinco, cinco veces cinco años, un soplo, y las puertas de la decadencia. A los treinta y cinco, viendo crecer a mi hija, sentía aun claramente el galopante devenir. A menudo miraba a Julia mientras dormía y me desgarraba el corazón saber que alguna vez habría desaparecido para siempre esa intimidad cálida de su cuerpo y del mío, esa precisa y exacta realidad de la noche alrededor nuestro, de nuestra cama, de nuestras ropas. Julia me compadecía porque ella nunca estuvo cercada por esta continua congoja: encontraba natural el paso del tiempo, la muerte, el olvido. Yo le decía que las mujeres tenéis suerte, que el poder crear los hijos dentro de vosotras es una vacuna contra esta angustia: sabéis que un semejante salido de vuestro cuerpo, parte vuestra, os sobrevivirá.
—Pero todos tenemos que morir, susurra la muchacha.
—Yo al menos esperaba una vejez tranquila, soñaba que la vejez, con el extinguirse de los fuegos, me daría cierta consolación ante el final ineludible. A los cuarenta decía: cuatro lapsos más de cinco años y brotará mi vejez. A los cincuenta sabía que me sobrevivirían en bastante buen uso muchos objetos, la máquina de escribir, el tocadiscos. Cuando murió Julia, la sensación de que toda mi vida estaba ya vivida no me abandonaba nunca, pero iba tirando. Y ahora, fíjate: me horroriza morir tanto como siempre, sin ninguna resignación, sin ningún acomodo.
—Todos nos morimos, Andrés. La muerte es un hecho biológico, como el nacimiento.
—Ahora sí estoy seguro de que todo me sobrevivirá, estos pantalones, qué sé yo, botellas de vino que nunca abriré porque se han pasado ya todas las posibles celebraciones, todos los cumpleaños.
La dorna ha doblado el promontorio.
Don Pedro Choz Zapater acaba su lectura y levanta luego la vista del libro. Doña Balbina se acerca a él y le mide la manga con el punto. No te muevas, dice. Vanidad de vanidades, exclama don Pedro Choz Zapater observando la labor de su mujer. Luego la mira a ella, va a quedar largo, añade. ¿Tú crees?, duda doña Balbina. Largo de brazos como el otro, responde don Pedro. ¿Imaginas que tu legítimo esposo es un orangután? Toma el punto en su mano: hay que quitarle diez centímetros por lo menos, aduce. Doña Balbina le mira indecisa. Además me da igual, replica don Pedro Choz Zapater; a mí qué puñetas me importa, hazlo como quieras, qué más da, parece que hablo para las paredes. Doña Balbina dice tímidamente: Te escuchaba; pero el pregunta: ¿Me escuchabas? Y ella inclina la cabeza, mira el punto. Don Pedro suspira, voy a repetirlo. Truena ahora su voz:
Ni por más que alarguemos nuestra vida,
algún tiempo robamos a la muerte.
¡Sólo te traspone esa futesa del punto! ¡Te acorazas con esa leve trama frente a las únicas verdades! ¡No me haces ni maldito caso!
—Te juro que te escuchaba, Pedro, era sobre morirse y lo triste que es.
—Bueno, bueno, carraspea don Pedro, y se pone las gafas; cuidado no lo dejes largo otra vez.
—Hambre de lobo, repite Andrés Choz tras una pausa. Te invito a cenar.
—No, dice la muchacha; déjame invitarte, ven a casa.
—Vale, dice él, y sursum corda.