(Tres)

… y no te fastidies, Gordo, pero me parece que a la obsesión literaria que durante unos días me sirvió de estupefaciente, se le está pasando la rosca: así mis humores van enturbiándose conforme voy asentando las bases bastante enclenques de mi relato, que ya no es un informe sino que transcurre (discurre) por los cauces tradicionales de la tercera persona y lo que se tercia, y al que según le doy vueltas por mor de irle sacando la fibra del dramatismo, le veo más esotérico y con mayor intención de contaminarse de esa mojiganga imaginativa que debemos poner en nuestras creaciones quienes no podemos proponernos la sagrada misión de destruir el idioma: y aquellas pocas páginas escritas se me aparecen cargadas de tanto artificio, que hay momentos, como este mismo, en que considero absolutamente idiota el asunto: esa lluvia, yo, los folios delante de mí, los minutos que galopan, y para qué si de aquí a un año…

… pues, en fin, Gordo: que sea a mayor gloria de Editorial Liberales Fatigados presenta El Alienígena Alienado, auténtica fantasía con sus eventos ibericorrealistas y un sorprendente latido cósmico, póstuma secreción del desventurado recientemente etcétera que escribió siempre en lo oscuro pero al que no se le puede negar que si hubiera escrito con más luz…

… tú dirás que no estoy hoy en trance muy optimista, y es cierto, ya que: Primero, no ver por ningún lado la continuación a pesar de que arranqué, y es que me encharqué en un limo que o tiene efluvio rural y terruñero o cae en la patfísica estridulante, y mi prominente extraterrestre no acaba de definirse todavía y oscila entre criatura de alucinada especulación y perrillo más o menos jacklondoniano. Segundo, me entristece bastante: uno) la intermitente neblina que cuando se disipa es para dar paso al calabobos pertinaz; dos) mi soledad de beatus ille que a veces me pesa en demasía; tres) la intemporal quietud de mi alojamiento donde el mínimo son es casi cañonazo, donde nada sino la perpetua rutina cotidiana puede suceder, eso sí, con orden, limpieza y este confort de pueblón norteño. Tercero, y aunque las confesiones son odiosas siempre, debo comunicarte que me siento cada día más a menudo amedrentado por el hado fatal tan inminente: será peor el andar dale que te pego con ello en la cabeza, será por la soledad robinsona, pero casi noto al Innombrable que me roe, roe que te roe (NOTA y paradoja de que el horror a la Desdentada me arrulle a veces con ideas de un salto desde el acantilado y hala, al corazón del océano: Anfitrite, Anfitrite, decían creo en trance similar en una novela de Blasco). (NOTA no lo tacho pero excusa este desahogo malamente literario)…

… además, que tanto tenebroso agobio lleva aparejados ímpetus antípodas: así también se me ocurre que viejo y pellejo como estoy y todo, aprovecharía mucho mejor estos postreros días triscando con alguna moza sobre los pastos tiernos que encerrado con tanta precipitación, tan prematuramente, en el gran ataúd de roble que es esta casona, mientras suenan como ahora las campanadas de las diez en el reloj de péndulo de lira (hecho en Pravia) del comedor, que guarda un misterioso silencio entre la cuarta y la quinta campanada, y escribo para la posteridad, es decir para ti, Gordo, que también estás condenado a muerte, y para mis lectores y público en general, que aunque pasarán también rápidamente no han tenido la suerte, si es suerte lo mío, del plazo fijo…

Don Andrés, llama Benilde desde abajo; la cena.

Andrés Choz deja la pluma y se levanta. Mira luego un momento su ojerosa mirada en el espejo del aguamanil, su mueca sobresaltada, su saturnino rictus. Visto así, piensa, parezco Boris Karloff en La Momia.

Y baja: le espera humeante sopa de arroz, luego hay pescado rebozado con ensalada de lechuga y cebolla. Él dice: Piense, Benilde, que de grandes cenas están las sepulturas llenas. Pero ella: Coma, coma, que con tanto encierro acabará enfermando. Y se lleva los platos y trae uno de natillas minuciosamente espolvoreadas de canela.

Qué voy a enfermar, mujer, yo tengo una salud de hierro, y enciende un pitillo y tose desaforadamente.

No debería fumar tanto, don Andrés, le amonesta ella y él responde:

—Total qué más da, son cuatro días.

Por fin se levanta, se despide, con el paraguas en seguida se zambulle en la noche empapada de olor a eucalipto y baja por la carretera un breve trecho hasta tomar la senda de la aldea. Junto a la cancela del cementerio proclama un grillo su parva existencia. Se escucha en los aledaños un aleteo suave.

… Algunas veces, Gordo, me acerco al bar y les contemplo jugando su partida y pienso que ya que al fin y al cabo estoy en este avatar, me gustaría ser capaz de poner tanto calor, qué digo, siquiera la mitad, en mi novela: ellos dale que dale, parecen eternos, no fluye para ellos el tiempo, inconmovibles, permanentes: órdago, y seguirían así siempre sin un pestañeo, una copita de cuando en cuando, y yo mirándoles, y levantándonos sólo para mear…

Se mezclan en el bar las palabras de la televisión con los golpes de las fichas y de los vasos y con la de las conversaciones.

El humo de los cigarros envuelve suavemente las estanterías portadoras de objetos raros que, entre las botellas barnizadas de vejez indefinida, semejan exvotos de un templo insólito: la tosca reproducción de un vagón de ferrocarril, un manequenpís de barro, algún caparazón de centolla y de langosta.

En el centro de la pared del mostrador, como el ojo vigilante de la deidad, preside la bulla tabernaria un dólar de papel enmarcado y protegido por un cristal.

También está hoy aquí la chica llamada Teresa, acompañada de un muchacho barbudo.

Andrés Choz se acerca a ellos: Viva la juventud, exclama. Ella le coge de un brazo: Voy a presentarte a Armando, dice, y Andrés Choz y el muchacho se dan la mano.

El muchacho es profesor de literatura y Andrés Choz está a punto de decir que son colegas, pero para qué. Luego ella le cuenta al otro que Andrés está escribiendo una novela y el muchacho se muestra interesado: puesto que preparo mi tesis sobre novela contemporánea, en cierto modo, y otras maneras de comunicación, pero también novela, un poco en relación con aquéllas, ¿comprendes?

Bueno, dice Andrés Choz, yo soy un escritor ocasional, escritor amateur, sólo en las breves horas que me permite mi trabajo en la editorial, total un libro de relatos, os hablo del cincuenta y poco, seríais unos niños, una obra absurda de teatro del absurdo que nunca se montó pero que me publicaron en Joglaría. ¿La conocéis allí?

El muchacho mueve la cabeza, quién sabe si aquiescente o dubitativo.

Andrés Choz continúa hablando mientras como un fogonazo pasa por su mente el pensamiento de que está dándole demasiado a la lengua, ya que al fin y al cabo qué les importan a estos dos tus cosas:

—Y algunas traducciones, sobre todo una en que pongo todas mis complacencias, La Isla del Tesoro, esos son mis poderes.

Piezas de a ocho, barras de plata, pólvora y mosquetes: se bebe de golpe la copa y llama al rubicundo tabernero accionando eficazmente. Repiten los tres.

—Pero ahora sí estás escribiendo, eh, me contabas el otro día, la otra noche, verdad.

Ahora está muy tranquila pero la otra noche (estaba sin duda algo achispada) se dirigió a él diciendo algo y se veía que se encontraba muy aburrida.

—Me horroriza este pueblo. Parece un panteón.

Andrés Choz la había amonestado: nadie tiene derecho a la acedía mientras vive la florida juventud. Y además qué diablos haces aquí si esto no te gusta, porque tú tienes pinta de veraneante.

Ella le contó que había venido con un amigo y luego farfulló algo contra el mar, yo me mareo terriblemente, ¿y tú?

—¿En barco?

—Sí, en el mar.

No, no se mareaba mucho, repuso Andrés Choz, o qué sé yo, hace tanto tiempo que no subo a un barco que ni lo recuerdo, ¿dónde está tu amigo? Y la muchacha se le quedó mirando.

—¿No te digo? De pesca, conoce a un pescador y salieron. De pesca nocturna.

El caso es que después charlaron largo rato, confiándose mutuamente aficiones y repulsas, contrastando recuerdos de paisajes y de situaciones familiares, intercambiando premoniciones en torno a los rumores políticos.

Luego, Andrés Choz acompañó a la chica hasta casa dando un paseo. La noche estaba serena y ella se cogió de su brazo.

Cómo te deja sola, dijo él, te va a comer un lobo.

Y a lo largo del camino reconoció, pretendió, inventó, aseguró que ha vuelto a estas costas por agarrarse a algo ahora que el tren va a detenerse tan pronto, en la sospecha de que encontraría desperdigados entre los charcos de la bajamar los mismos camarones, caracoles, cangrejos de la infancia, el minúsculo marisqueo:

Escruta entre los charcos el nervioso vagar de los alevines, arranca de su alvéolo los erizos, contempla embelesado el suave movimiento de sus espinas primorosas, con las manos juntas intenta atrapar al camarón huidizo cuya trasparencia hace resaltar las coyunturas malvas en la fina textura de sus patas.

—A veces, como cuando era chaval, hablo en voz alta conmigo mismo, interpelo a mi presa, entra, pequeño, le digo, no te escaparás.

Puede romper la abstracción de su cuidadosa maniobra el graznido de alguna gaviota, pero la neblina le protege con su amoroso consuelo, hermano su cuerpo de esta apacible soledad, de esta indiferencia, de este desamparo, del ritmo que señala el rumor de las olas.

A lo largo del paseo escucha ella al caballero de serena voz, de ademán propicio al trato amigo:

—Y a veces me imagino que Julia está conmigo, que está sentada más arriba mirándome pescar, que llevaría en una mano el caldero de la niña, te cogí, debí decir, el camarón se sacudió en mi mano, miré arriba pero no es Julia, el viejo pescador se siente embarazado al descubrir mi sorpresa, una incierta sospecha atravesó sus ojos, me saludó y se fue apresuradamente.

—Bueno, sí, estoy escribiendo, pero nada importante, no creáis, un relato fantástico, ligero, algo parecido a la ficción científica aunque sin ser muy científico que digamos, qué sé yo, ¿os gusta la ciencia-ficción?

La muchacha no conoce el género pero asegura que, sinceramente, no le atrae. El profesor de literatura, cuya mirada se ha hecho más opaca conforme hablaba Andrés Choz, recuerda solamente el nombre inevitable de Bradbury y Un Mundo Feliz. Andrés Choz dice que, no obstante, se trata de un género contemporáneo.

Armando dice: No, no me has entendido, no es sobre géneros lo mío, es sobre formas, formas de comunicación y cómo se deterioran las tradicionales.

Ya, dice Andrés Choz.

Armando añade: En cuanto a la novela, depende: también hay formas nuevas de novelar, pero en tanto el lenguaje asume otro papel. De todas maneras, lo cierto es que el tema novela lo tiene todavía poco visto, nada pensado.

Pero Andrés Choz dice: No me digas, no me hables de la demolición del concepto esclavo hasta ahora de la frase-significado y obligado por tanto a una servidumbre continua del lector y de la obvia clase social del lector, o algo así.

Armando le mira con extrañeza, pero Andrés Choz está doctrinario y sarcástico y sigue: No me digas lo de la novela-sin-autor-ni-lector.

Pero en la extrañeza de Armando y de la chica ve reflejado su improcedente desvarío.

Bueno, exclama, lo leí en una revista. Ni dios ni amo, y le da una palmada a Armando. Es en coña, hombre, vamos a tomarnos una copa en el hotel.

Salen los tres, la chica del brazo de ellos. El brazo de Andrés Choz se aplasta contra el costado de la chica: por un momento notó el seno izquierdo que antes había marcado a la luz del bar su denso alabeo en el jersey e insinuaba el pezón rememorado en la cama la otra noche por el viudo Choz, que hay que ver cuánto tiempo sin estar con una mujer.

En el hotel bebieron: Otra más, licenciados, decía Andrés Choz, con lo que imaginaba acento puro de Morelos, en un latiguillo que le atrapó durante un rato entre su cola. Al fin dijo Armando de acercarse a otro pueblo. Y así hicieron.

Y fue bastante beber.

Ahora lleva la muchacha el coche.

Atrás yace Armando. Borracho, exclama el propio beodo, cerdo de la epicúrea piara, rayos y truenos.

Teresa está bastante serena y conduce con una sonrisa en los labios. Andrés Choz contempla las blancas manos de la muchacha sobre el volante, las finas manos.

Amanece en lo gris y Teresa detiene el auto. Armando duerme ya. La muchacha mira a Andrés Choz.

—¿Quieres dar un paseo?

El asiente. Salen a la neblina fresca que tira puñados de orbayo contra sus rostros y bajan luego de la mano por el sendero que se escurre hasta la playa solitaria.

—Abuelo y nieta.

Y la mira guiñando un ojo. Verdaderamente, ha bebido mucho y una espesa sensación se va posando en su cabeza.

Donde mueren las olas, la niebla es muy densa y apenas una breve lengua de agua señala la parte de la mar. Si la niebla se desplazase unos metros, el escaso atisbo desaparecería: podría entonces pensarse que detrás había una pared muy alta o un hoyo vertiginoso y que el ruido de las olas era el aliento de alguna bestia enorme e invisible.

Andrés Choz y Teresa recorren lentamente la línea de la marea, sobre el silencioso trajín de las pulgas, contemplando los extraños restos de la bajamar: botellas erizadas de percebes malvas, palpitantes y frágiles que laten también en cajas o maderos, arracimadas como las tallas de un artista loco; un zueco al que las algas y una larga travesía han transformado en ominoso caparazón; papeles a los que la mar arrancó su mensaje; pedazos irreconocibles que dejan traslucir sin embargo una leve mueca doméstica.

—Esta hora me gusta.

Ella lo dice lentamente y enciende un cigarrillo.

Una gaviota planea hasta detenerse cerca de ellos, picotea entre los restos, grazna y vuela otra vez alejándose.

Tú, Andrés Choz, abuelo incestuoso, viejo verde lleno de lúbricos impulsos, contemplas la forma de las peñas semejantes a las cercanas redondeces. Qué obscenidades podría haber gritado sobre las olas en aquel mismo momento el caballero. Pero la niebla empieza a alzarse lentamente, como un telón, y deja ver el incansable esfuerzo de la mar.

La muchacha tiró la colilla.

—Si quieres vamos, te acerco hasta tu casa.

… Gordo, acabo sin más: es el alba y entro en el catre con la satisfacción del beber cumplido: