(Dos)

Andrés Choz saca el folio de la máquina, lo relee, repasa con la pluma algunas letras, modifica frases, ordena luego todos los folios, los hojea lentamente. Puede ser, murmura, puede ser. Deja los papeles, se despereza, se levanta, se acerca a la ventana.

La lluvia vela los brillos del paisaje y la mar lanza su mugido sonoro detrás de la colina.

Andrés Choz mira los folios recién escritos pero los rechaza con un gesto. Va hasta el lecho, enciende la luz de la mesita, toma un libro de encima y se pone a leer.

La habitación de Andrés Choz es grande: hay en ella una voluminosa cama de latón, una mesita con tapa de mármol que alberga un orinal azul celeste, un servicio de lavabo de porcelana, una mesa camilla y un armario enorme de nogal. Sobre la cama, un viejo cromo de San Pancracio; sobre la mesa camilla, una lámpara de polea engalanada de cristalitos multicolores.

Resuenan en la escalera los pasos fatigosos, el jadeo de Benilde. Los pasos de Benilde hacen crujir la tercera tabla del rellano. Uf, uf, uf. Sin duda Benilde se apoya ahora en la bola de la barandilla, en una pausa que siempre repite y que siendo brevísima alcanza en el oído atento una apariencia dilatada. Por fin reanuda la subida, alcanza el pasillo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos.

—Don Andrés.

Andrés Choz se levanta, se acerca a la puerta de la habitación, la abre: Benilde le alarga una postal.

—Muchas gracias, para qué se ha molestado, me da una voz.

—No es molestia.

Andrés Choz cierra la puerta. Los pasos de la mujer se alejan con la misma parsimonia penosa de la subida.

Es la fotografía de un bodegón artificioso, con mariscos y panes y morteros y una botella de grueso volumen y aspecto polvoriento. Sin duda el fotógrafo creyó en la nobleza de su presencia, a la orilla de la fuente de langostinos geométricamente ordenados.

«Tenía el cuello delgado, en cuyo extremo o gollete sumamente reforzado había aún un pedazo de alambre completamente oxidado y muy quebradizo. Sus paredes, muy gruesas, capaces de resistir la presión de muchas atmósferas, denunciaban su procedencia, sin que se pudiese poner en duda que había sido una botella de champaña. Con botellas como aquélla, los viñadores de Aix y Epernay rompen palos de silla sin que ellas se quiebren. Así pues, la que sacó de las vísceras del marrajo había podido soportar impunemente los azares de una larga travesía.

—Una botella de la casa Clicquot, dijo sencillamente el Mayor.»

Pero la botella de la tarjeta postal no transporta ningún mensaje indescifrable: sólo calor y sol y besitos de tus hijos y tus nietos, la firma concienzuda del yerno, que se repite en la firma de Andresín, cuya mano sin duda condujo, una leve alarma en la frase garrapateada al margen por Julita: ¿Cómo te ha dado por marcharte ahí?, pero el orden normal de las postales.

En el espejo del lavabo se refleja la superficie de la mesa camilla con la máquina de escribir y el Capítulo Primero. Y aunque sigue lloviendo, Andrés Choz, súbitamente, sustituye el doblez de costumbre por la tarjeta, abandona el libro de Verne sobre la cama, se calza, se pone la boina, sale del cuarto, baja ruidosamente las escaleras.

—¿Se va usted, don Andrés? ¿Con esta lluvia? ¿Quiere coger cualquier cosa?

—A dar un paseo. Son cuatro gotas. Qué va, mujer, esto es estupendo para la salud.

Luego añade: Estoy hecho un gallo, Benilde, y ella dice Jesús, Jesús, tenga cuidado, por Dios, tome el paraguas.

Bueno, dice él, no se preocupe, mujer.

Y sale. Le envuelve el olor del herbario de Benilde, donde se acurrucan la hierba luisa y el orégano, el estragón y el perejil. Empuja luego la cancela, sigue el camino empedrado durante un trecho y después un sendero bordeado de zarzamoras, que a estas alturas tienen todavía los frutos verdes y diminutos.

Aunque triunfan en general los grises sobre los verdes, adquieren los musgos repentina claridad, volviendo casi azules en las piedras los escasos cardenillos, afianzando su presencia aterciopelada.

Andrés Choz sigue subiendo monte arriba hasta rebasar la arboleda y recorre los límites de la pradera. Llega a la altura de las primeras rocas, ominosas en su opaca mojadura. Tantea ya el paso sobre el escarpado suelo. Inicia el abrupto declive y va descendiendo para llegar al fin a un pequeño abrigo del acantilado, donde se agacha tras disputar su parte a una ortiga lozana.

Llueve ahora con mucha fuerza y el mar está oscuro y agitado, lleno de espumas.

Algo flota en el agua: algo como un tronco, o es un brazo. Pero no, es sin duda un papel, un periódico acaso. Desde tan arriba no sería posible reconocer ninguna botella, piensa Andrés Choz imaginando ahí abajo el bamboleo de la portadora de un mensaje:

TODO HA SIDO UN ERROR, ES LA METÁSTASIS SÓLO UN HUMOR FUGAZ; LIMPIOS COMO LA PATENA LOS PULMONES, SOBREVIVIRÁ TRESCIENTOS AÑOS EL PACIENTE. Dr. Viñuela.

O mejor, para que la feliz noticia surja tras el desentrañamiento del misterioso jeroglífico:

TO A DO RR R, S A ST

Pero Andrés Choz tira la ramita con que garabateaba la tierra y borra las letras mientras se reprocha el ingenuo desvarío, especie de plegaria a Santa Rita abogada de imposibles, aunque se sorprende al recordar fielmente la clave del mensaje en ese libro que tanto amó en su niñez y que ayer tarde ha encontrado en el baúl del abuelo de Benilde.

—Échele un vistazo, don Andrés, a lo mejor hay algo aprovechable, como una no entiende.

En el baúl de aquel don Manuel que navegó todos los mares ya no quedan especias de Luzón ni puros habanos, sino viejos papeles registrales de antiguas posesiones, algún texto religioso y tres tomos de las obras de Verne.

El gran mensaje de don Manuel Ocerín no está entre el aliento mohoso del enorme baúl, sino en el propio epitafio, una sentencia que verdea insólita en el cementerio:

NO ME MATÓ LA MAR

Andrés Choz piensa en el hombre macizo y sepia que ha visto en las fotografías de Benilde; le imagina esforzándose, a lo largo de las singladuras, por componer su último mensaje, un mensaje hecho a mitades de los sentimientos verdaderos y del oropel maravilloso con que el anecdotario histórico engalana los últimos momentos, las ocasiones más solemnes de los héroes, de los próceres, de los grandes artistas: todo está consumado; tú también, hijo mío; luz, más luz; venciste, Galileo; mientras a su alrededor conspiraba el Katipunán, estallaba el Maine, Joseph Conrad capeaba los tifones.

Ha dejado de llover y aparece de pronto un sol inconsecuente, el único del día, que resbala sobre la humedad de los pastos, define las corrosiones calcáreas, recupera de la nebulosidad el lejano promontorio del faro.

Andrés Choz abandona el estrecho abrigo rocoso y, apoyándose en el paraguas, continúa bajando por las asperezas puntiagudas de las rocas hasta alcanzar el borde de la escarpa y sentarse en una breve hendidura.

El agua transparente y profunda deja su blancura entre los peñascos, una docena de metros más abajo, y en la orilla se ceban, vigiladas por el inquieto vuelo de las gaviotas, bandadas de peces, acaso mújoles.

Hace mucho tiempo, a la salida de una gruta que un día fue asentamiento prehistórico, él y Julia vieron estos mismos peces, vivos y rápidos, cuya silueta habían contemplado unos minutos antes en la pared, pintada por una mano que se pudrió hacía miles de años.

Ante el sol que se oculta en el mar, Andrés Choz regresa a la imaginación de las grutas ancestrales, donde la especie forjaba su futuro azaroso entre los días de pesca y ajetreo y las noches pavorosas; de las cavernas en que la hoguera y los hombres multiplicaban su luz insignificante, su sombra patética.

La pobre Julia decía que en aquellas cuevas le parecía oír aún el latido de los pálpitos tribales y que sentía una misteriosa emoción que casi le llenaba de lágrimas los ojos.

No seas novelera, dijo Andrés Choz condescendiente. Pero también a él le fascinó aquella fantasía. Sobre ella elaboraría luego trabajosamente un poema que ahora de pronto recuerda verso a verso:

Hasta llegar aquí

las ubres se multiplicaron a mi voraz mamada

bajo los viscosos, los peludos, los brazos maternales.

Hinchadas de leche y miel, y yo,

aferrado a las lanas, a las lianas,

pulía la aspereza primera del recuerdo,

aquellas herramientas,

trozos

de roca y hueso,

iniciaba con muescas misteriosas

el borroso perfil de las culturas,

sujetaba

el calor por un pico del halda.

Náufrago entre las sombras,

en el vientre

del miedo cavernoso.

Hasta llegar aquí para encontrarme

acurrucado cerca de la estufa,

coleccionando muecas a las que doy el nombre de la vida,

pringoso de emociones brumosas,

acariciando las orejas del doméstico olor

y esas frágiles penas que me cauterizan

el odontólogo y el alcohol.

Ahí se sentarían los niños, señala Julia. En esa piedra plana pondrían los alimentos.

—Algún semejante en canal.

Qué más da, continuaba Julia. Los alimentos tan difíciles, tan escasos.

Sí, afirma en silencio Andrés Choz, ahora empieza a ser de noche, brilla el faro ya, dos fogonazos de la misma intensidad, un brillo más fuerte tras un lapso, y de todo aquel esfuerzo tan sólo queda un garabato desvaído, el escorzo de un pez, la impronta de una mano. Pero aquella tarde, con Julia a su lado, cuántos años hace, había dicho:

—Quedamos nosotros.

Había dicho: en aquellos abuelos estábamos ya tú y yo. Y habían vuelto en silencio hasta el pueblo bajo los castaños, mientras la niña anunciaba como hallazgos fabulosos la redondez de una piedra, un regato entre los helechos, un caracol.

Hay un bulto blanco en las aguas: se trata sin duda de un envase de plástico.

Andrés Choz se levanta e inicia la vuelta. No le rodean mensajes misteriosos. La flecha amarilla pintada en el suelo señala un vivero de percebes y nada más. Y, sin embargo, qué es el relato sino un mensaje y ninguna otra cosa. Julia amaba el proyecto pero murió y aquellos apuntes quedaron en el cajón: ahora para qué si el asunto no tuviese esa condición escasamente gratuita de todas las misivas, de todos los mensajes.

Llueve otra vez, clima maldito, y Andrés Choz abre el paraguas y aprieta el paso.

Las rocas y los árboles quedan ahora en lo oscuro y apenas se adivina el sendero. Andrés Choz camina rápidamente hasta dejar atrás el gran silencio y encontrar los primeros rumores de la aldea. Luego, cuando divisa la casa de Benilde, constata que se ha dejado encendida la luz de la habitación.

Cuando entre en ella, qué paz aparente, qué serenidad en los objetos, cómo relumbrarán los folios sobre la mesa inocentes de pertenecer a la obra humana. Así también el armario, la cama, el San Pancracio, el libro del lejano y sólo polvo Verne, el baúl de don Manuel, este paraguas que acaso es el mismo que también protegió de la lluvia a Julia cuando vivía e iba al lado suyo.

Y la casa, ahora que sólo tenuemente se destaca del entorno, pierde sus proporciones habituales y se transforma en una mole aciaga, donde las ventanas pueden ser el principio de extraños corredores sin salida y la puerta una boca monstruosa que deglutirá al viajero.

Pero ya abrió la cancela, ahora el jardincillo está también oscuro, ya empuja la puerta de la casa, resuenan sus pasos en el zaguán y la voz de Benilde pregunta desde la cocina:

—¿Es usted, don Andrés?

—Sí, Benilde, soy yo.