Reconoció su estrepitoso bullir: mantenían todos la actitud expectante que les había traído en grupo desde el pueblo tan de mañana, incitados por los anuncios de un madrugador curioso; pero dentro de la común disposición se diversificaban las sensaciones individuales y él podía apreciar cómo en cada conciencia se sobreponían y entrelazaban las preocupaciones por diversos asuntos, el recuerdo impreciso de otros temas, el ininterrumpido proceso del juicio sobre la ajena realidad y el ajeno proceder.
Pero seguían acercándose y él constataba cada vez más claramente que estaba de nuevo cerca de ellos; sus intentos por acorazarse frente a la acometida de aquellas conciencias eran inútiles y sufría ya su aproximación; los pensamientos iban adquiriendo mayor densidad, introducían en él su insoslayable presencia, resonaban, se multiplicaban sin que fuese posible evitar su torrente vertiginoso.
No había solamente adultos. Venían también algunos cachorros en avanzada que fueron los primeros en acercarse al cráter. Sus voces espantaban a los pájaros. Él se mantuvo alejado y percibió cómo estallaba emocionada la sorpresa infantil.
Tras un titubeo, los niños se volvieron. Ahora les llenaba un sentimiento de maravilla, de pavor casi, frente al inesperado hallazgo, y corrieron hacia los hombres agitando los brazos, mezclando sus voces en una algarabía sin sentido, levantando ecos en el frescor mañanero.
Los hombres estaban ya muy cerca y se detuvieron de pronto: recibió, como otra descarga, la sorpresa adulta.
Luego hubo un lapso en que todas las mentes se mantenían silenciosas: era la estupefacta observación.
Ayer el camino, tan espesa por allí la sebe —había un declive que conservaba mucho tiempo el agua de las lluvias, dificultando el tránsito; unas mimbreras frondosas; por entre las mimbreras pequeños accesos cangrejeros, ortigas; luego el sendero hacía un recodo desde donde podía divisarse ya el tejado del molino— pero hoy una hoya.
—Como de una explosión.
Sin duda era el rastro del enorme estallido de anoche, serían las doce y media, y del súbito resplandor que fue tan claro como el sol. Y aunque había llovido durante toda la tarde y seguía lloviendo entonces, nadie creyó que fuese un trueno. Habían salido fuera, hubo en la noche conversaciones alarmadas, pero la oscuridad había vuelto al silencio, aún más espeso entre el suave murmullo de la lluvia que caía.
Un brazo del río desagua lentamente dentro. Alrededor se desparrama la hojarasca de los chopos tronzados.
Los hombres y los niños se dispersan en torno al cráter, se inclinan, algunos tocan las paredes negruzcas, otros recorren el borde como contando los pasos. Y se comienzan a aventurar suposiciones sobre el origen del hoyo, pero quién derrocharía tanta dinamita.
—Ni la hay aquí. Y un rayo tampoco hace esto, o menudo rayo.
Y todos hablaban en voz baja, con el respeto debido a la enormidad del fenómeno y a la propia ignorancia de las causas, sin duda muy poderosas.
Entonces vieron los niños el perro blanco: les miraba desde el borde de la sebe, brillaba al contraluz con una blancura plena, o no es un perro, refulgía. Uno de los niños le arrojó una piedra.
—Chito.
Mateo les miró. Tenía en la mano un pedrusco negro que no era carbón, era un terrón quemado, cubierto de una película fina y brillante sólo achacable al fuego. Lo apretó y el terrón se deshizo.
—Quietos, condenados.
Y miró al perro, apreciando el hermoso fulgor blanco. Luego chascó los dedos, llamándole:
—Ven, ven.
El perro se acercó a él y Mateo le acarició la cabeza. Era un animal precioso. Hubo en su sentimiento simpatía por el bicho.
—Qué haces tú aquí.
A pesar del barrizal, el pelo del perro relucía, sin que ni una mota lo ensuciase.
—¿Habéis visto qué perro?
Pero el interés de los demás continuaba concentrado en la hoya. Se dice pronto, unos cincuenta metros de diámetro y casi ocho de hondo, porque serán ocho ahí en el medio.
Mateo cogió en brazos al perro y le contempló. El perro, tras adecuar urgentemente sus apariencias de peso y tacto a la lógica del hombre, pensó que parecía un tipo común: captaba las intensas sensaciones de Mateo, señoreadas por un manifiesto deseo de apropiación.
La inspección del hoyo duró hasta mediodía. Cuando el sol estuvo alto, iniciaron todos el regreso al pueblo. Los chavales precedían a los demás voceando el hallazgo, señalando con aspavientos a lo lejos. Cuando los hombres llegaron a la plaza, ya la noticia se había difundido.
Mateo había decidido quedarse con el perro, si no lo reclamaba un amo, y lo mostraba diciendo:
—Eh, quién ha visto un perro así de blanquín.
El perro recibía los restallidos del orgullo de Mateo y descubría que, en lugar de causarle dolor, aquellos sentimientos tan intensos le producían una satisfacción extraña.
Hubo luego extensas charlas en la tasca. Don Cosme rememoraba noticias de un meteorito que destruyó miles de hectáreas de bosque, haría poco más de un lustro, en Siberia. A cientos de kilómetros descarriló el tendido del ferrocarril. Hablaron de eso los periódicos.
Pero nadie sabía del perro blanco. Vendrá de lejos, a saber de quién será, por aquí nunca se viera. Y cuando fue hora de comer y terminó la reunión, Mateo se llevó el perro a casa.
—Mira.
La cuñada tapó el puchero y contempló al perro.
—Mío, dijo Mateo, lo encontré yo, donde el molino, deberías ver cómo está aquello.
La cuñada dijo:
—¿Para qué me has traído este gandul?
Pero sonreía, le hizo fiestas, se lo enseñó al rapacín que dormitaba en la cuna ajeno a todo.
Y tras la comida, mientras Mateo se retrepaba en el banco, sumido en un leve ensueño digestivo, el perro recapitulaba este nuevo contacto con la especie de Mateo. Han crecido, pensó, porque no había encontrado las feroces palpitaciones que tanto le dañaron la otra vez. Y en medio de la constatación continua de su falta, entreveía la posibilidad de redimirse a través de una acción que ninguno de los Hermanos había realizado jamás: la convivencia directa con una raza que empezaba a Conocer. Acaso el desastroso accidente, la pérdida de la Máquina, permitirían que, cuando el Pueblo le rescatase, Él solo hubiese acumulado experiencias que fuesen positivas para la experiencia del Pueblo. Y entonces quizá los Hermanos Mayores serían más benévolos con el infractor de la Norma.
Esta confianza se fue afirmando a lo largo de la tarde soleada, mientras corría al lado de Mateo, entre los chopos, imitando los sonidos y las actitudes de los perros y recibiendo, ya con escasa repugnancia, la onda exultante que fluía del hombre.
A través de la satisfacción de Mateo descubría el olor fresco de la ribera, el chisporroteo del sol sobre las aguas, el suave crepitar de las primeras hojas secas, los sonoros aletazos de una paloma que se alzó al sentirles cercanos.
Pero estas sensaciones placenteras fueron de pronto entreveradas por un latido oscuro que le desconcertó.
Mateo se había detenido y escrutaba los alrededores.
Al otro lado del bardal había una casa y varias gallinas picoteaban delante de la puerta.
—Chist, musitó el hombre, ven.
Fue rodeando la casa a lo largo de la arboleda, en actitud sigilosa. Luego se acercó despacio a la puerta del corral y observó a través de una rendija. Al cabo de un rato llamó suavemente:
—Asunción, eh, Asunción.
Un súbito torrente jubiloso había sustituido en su sentimiento el infausto palpitar.
Salió una muchacha del corral. El perro percibía en ella un temor impreciso, pero también un gozoso calor.
—¿Por qué viniste?
—Estaba deseando verte. ¿Oíste el ruido?
—Sí, lo oímos.
—Y para enseñarte a éste. Mira lo que encontré.
La muchacha dejó en el suelo el balde de ropa y acarició al perro.
—Es muy guapo.
Mateo encontró de pronto el nombre:
—Se llama Kaiser, Kaiser. ¿Te gusta?
—Es muy guapo, repitió la muchacha.
Luego se alejaron de la portalada, hasta disimularse detrás de un vallado. Mateo se sentó sobre una piedra y lió un cigarrillo.
—Fue cerca del molino, dijo. Un agujero grande como media plaza.
La muchacha puso una mano entre las de él y susurró:
—No tienes que venir por aquí.
Mateo soltó el humo procurando que no fuese a la cara de ella.
—Ya sabía que hoy no está. Además, cómo quieres que pase tantos días sin verte.
Dentro de Mateo el rostro de la muchacha se hacía más brillante, relumbraba como un ascua. Acercó su cara a la de ella inmerso en una alborozada congoja. El perro les sentía sin moverse.
—No debes venir. Si se entera tenemos otro disgusto.
—Un día voy a hablar con él.
—No hay nada que hacer, nada. Es muy mulo.
Mateo apretó las manos de la muchacha. Un escarabajo trepaba por su rodilla. El atardecer se había puesto fresco.
—Márchate conmigo.
La muchacha le acarició una mejilla.
—A dónde íbamos a ir, hombre.
—A América.
Una voz llamó a la muchacha y ella se incorporó sobresaltada.
—Adiós, dijo. Nos veremos en la romería, si quieres.
Estaba asustada. Mateo dijo también adiós y la contempló mientras ella se acercaba a la puerta, cogía el balde y entraba en el corral. Mateo miró las hojas de la puerta que se cerraban, escuchó el ruido de la tranca.
—Vamos, Kaiser, dijo luego, y se alejaron.
Pero ahora se detiene contrariado, porque hay alguien en la penumbra. Es un hombre de edad, fornido, que lleva en la mano una gruesa cacha.
—Vaya, otra vez por estos barriales.
El perro percibe una vibración de la antigua onda terrible, mezclada en Mateo con otra de imprecisa sumisión, de miedo.
—El camino es de todos, dice Mateo.
El hombre golpea el suelo con la cacha y ríe:
—Es de todos, pero de unos más que de otros. Anda, anda que te dé el aire.
Mateo, tras un instante de odio que penetra en el perro como un cuchillo en la carne verdadera, se aparta unos pasos. Hay en su mente una confusión de sentimientos y recuerdos: él es un niño y el hombrón le acaricia la cabeza, le da unas monedas; él es un mozo y aquel hombre le encomienda un trabajo, le pregunta por la familia, le da una palmada en la espalda, un cigarro.
Ninguna sensación más poderosa aclara el sentido de la corriente y el perro se pierde entre esos ánimos enrevesados en que se unen la repugnancia y la dependencia, la aversión y un afecto extraño.
—Yo quería hablarle. Tranquilos.
—Tú y yo no tenemos nada que hablar.
—Yo tengo que explicarle.
—Ya te dije que mi hija te viene grande.
—Pero sabe que ella y yo queremos casarnos.
—Vamos, venga, dice el hombretón. Aire, aire.
El hombre se aleja despacio. Mateo coge una piedra del suelo. El hombre vuelve la cabeza y hace un ruido con la lengua como para espantar a un animal doméstico.
—Largo, venga. Lárgate.
Mateo mira un momento al perro y tira la piedra, pero lejos, a lo oscuro.
—Corre, Kaiser, dice, busca.
La piedra ha golpeado una masa líquida, chapotea allá tras los árboles, donde el río fluye reflejando la noche estrellada. Se oyen lejanas las pisadas del hombre. Mateo llama al perro.
—Vamos, Kaiser.
Y en la cercanía de este hombre triste, el perro comprende que aunque el tiempo de esta especie sea mínimo en el tiempo de las estrellas, algunos de sus instantes pueden ser interminables.
Pero la muchacha surge de entre el matorral, se abraza a Mateo.
—No le hagas caso, dice.
Mateo suspira.
—Me aguanto por ti.
—No le hagas caso, me voy contigo cuando quieras.
La voz interpela a la muchacha, a lo lejos:
—Asunción, dónde estás, condenada.
—Me voy ahora mismo si quieres, ahora mismo.
Pero Mateo le dice en voz baja, asustado:
—No, vuelve a tu casa, ya hablaremos.
Y la muchacha desaparece entre el follaje.