(Uno)

5/VIII/1974

Querido Gordo, no pienses que escondía mi paradero: esperaba ver algo claro, siquiera el leve esquema que perfilé hace tanto tiempo, el plan de trabajo, haber avanzado un par de pasos, poder comunicarte alguna noticia satisfactoria. Pero ahora resulta que después de ocho días de esforzado frenesí pendolista tengo que desechar mi labor. Así que me encuentro bastante desorientado, como comprenderás.

No te cuento las peripecias de mi acomodo, que fueron nimias: Benilde me miró, unió sus manos con aire pío, exclamó mi nombre recordándome. Fue consolador. Yo la conocí en mi viaje de novios, figúrate, cuando ella tenía quince años; la vi otra vez a los treinta, un verano que vinimos; la vuelvo a ver ahora y aparte su gordura, su detrimento físico, es la misma de las veces aquellas. Fue una chica preciosa. Yo soy su único huésped y me sobrealimenta, me mima, me regaña. Pero vale: estoy instalado y ya tienes mi dirección, y Julita. Regularicé mis comunicaciones con el mundo.

Tú ya conoces esto y sabes lo hermoso que es: praderas, eucaliptos, tapias de piedra, algún caserío, encima el cielo gris, detrás el mar. Veo el paisaje desde mi escritorio.

Por eso, como te digo, lo único malo es mi situación literaria. Me explico:

Si recuerdas, que no recordarás, mi planteamiento inicial era que el extraterrestre narraría su aventura directamente, por medio de una suerte de «informe» a sus congéneres.

Pensé en el informe durante todo el viaje hasta aquí, imaginando el lenguaje que debería utilizar mi protagonista. Deslumbrado yo mismo por la potencia intelectual que le he supuesto, pensaba que sólo a través de ambigüedad bien temperada podría alcanzar el tono preciso.

Aun reconociendo la dificultad de encontrar las expresiones más adecuadas, me mantenía animoso, porque creía conocer las propiedades esenciales del personaje, sus rasgos, sus raíces, sus contornos: mente poderosa, recuerdo dilatado, firmísima razón. De modo que hacerle hablar no parecía amenazar dificultades mayores: en definitiva, se trata solamente de un problema terminológico, me decía yo. Y en la soledad del viaje declamaba imaginarias cláusulas de barroquismo interplanetario, pero eficaces, creía, pobre.

Después de aposentarme, metido ya en esa cama enorme de blandura añeja, seguía cavilando. Y al día siguiente, sin dejarme tentar por la playa aunque la mañana tenía algo de sol (admira la insólita exaltación literaria del que suscribe), me puse a trabajar.

Trabajé enardecido, ya me dolía la mano pero con la máquina soy tan lento, dale que te pego todo el día, de modo que a la hora de cenar había concluido el octavo folio.

Así seguí dos días más, lleno de euforia. Pero aquel optimismo mío se difuminó el tercer día; consecuencia de una relectura pausada, tras un largo paseo y el primer baño en el mar.

Porque resultaba que mi personaje, para quien nuestro tiempo existe apenas, que ha conocido universos en la peripecia de nacer y otros ya muertos y apagados, esa criatura cuya sustancia física se parecería más a la de los dioses que a la de los mortales, hablaba como un rapsoda pedantón, salpicándolo todo de escurriduras retóricas.

Esto se había suscitado por la dificultad de sujetarle a una convención conceptual: mi ingenua creencia de que los problemas del relato eran únicamente terminológicos me había hecho acudir a las palabras en que me parecía encontrar significados fácilmente universalizarles; según este criterio, mi protagonista denominaría «hermanos» a sus congéneres, «pueblo» a la comunidad de sus congéneres, «máquina» al vehículo fabuloso que le transportaba, «testimonio» al propio relato.

Pero del mismo modo que yo adivinaba en el lector una aceptación pacífica de estos vocablos, era razonable dudar y dudé, de la verosimilitud de muchos otros que se me iban presentando al hilo de la narración. Porque cómo mi personaje, tan lejos de lo humano, llamaría hidrógeno al hidrógeno, sol al sol, noche a la noche, cómo admitir que diese a los colores el mismo nombre que les damos nosotros.

Y estas consideraciones me habían llevado a creer que unas gotas de metaforismo cósmico más o menos funcional serían capaces de facilitar la «universalización» de los conceptos demasiado concretos: el hidrógeno, había razonado yo, en cuanto fuente de energía, sería denominado «madre». A partir de éste que pensé descubrimiento, imagínate: al universo del informe se incorporaron alegremente líquidos de rotunda solidez, sólidos fluyentes, mamíferos implumes y un vocabulario bastante abstracto sobre densidades de, turbiones de incandescencia, latido prebiótico.

Había pensado, pues, que ya estaba resuelto el problema de los vocablos y sinteticé en figuraciones de aquel estilo el correspondiente libro de la naturaleza de Life.

Así, mi personaje comenzó su testimonio a través de breves imágenes de sus experiencias cosmogónicas, describiendo por ejemplo:

Mundos en que la Madre se retuerce y cruje, enrosca el torbellino primigenio, enardece el pálpito natal en las entrañas de su propio remolino, enciende en la negrura el garabato de la luz original…

aludiendo luego a otros mundos en que

La Madre aúlla en una algarabía de cataratas que se incorporan, de torrentes que se atraen y se repelen, de columnas desmoronadas de súbito, mientras el remolino pierde su imprecisión y afirma penosamente las imágenes primeras: bultos innumerables en torno a la estrella recién nacida…

(No olvides, Gordo, que mi extraterrestre ha conocido todos los momentos del parto de un universo: además de los inicios caóticos y bullentes, los mundos en que una estrella refulge sosegada. Y también ha contemplado la inauguración de la vida en alguno de los astros, el estremecimiento de los primeros corpúsculos, y puede atestiguar qué sé yo qué: los momentos sucesivos en que la materia va consiguiendo estructuras cada vez más complejas a través de azarosos equilibrios, cómo se van perfilando los sistemas de reproducción, cómo las agrupaciones vivas se ordenan para la supervivencia.)

Las descripciones tenían pues aquel cariz metafórico. Pero tras elaborar con tanto esfuerzo la parte introductoria, no pude descansar en el regusto de mi obra, Gordo: como te dije, cuando el cuarto día me aparté unas horas de los papeles y salí de mi encierro y recuperé el sentido de las dimensiones reales de las cosas y de las palabras, toda aquella suntuosidad que había llegado a entusiasmarme mientras seleccionaba vocablos y maquillaba imágenes, se me apareció de pronto como una riada intrascendente narrada por un gacetillero de esos de «lucía la hermosa desposada». Los conceptos, que se habían ido incorporando al asunto con ademán respetable, o al menos neutral, se deshacían ahora entre muecas ramplonas. Estaba bastante claro que la dichosa ampulosidad mía y la falta de un truco conceptual más eficaz anegaron mis buenos deseos, hasta el punto de que yo mismo desconocía a mi protagonista cuando releí aquellos inefables despropósitos urdidos sobre el cañamazo de mi escasísima cultura científica.

Después transcurrieron dos días más con sus noches, el sol ya no volvió a brillar, y yo me pasé el tiempo aquí metido, de modo que llegué a encontrarme fatal, me dieron ganas de mandar al Hermano Ons a freír puñetas y hasta de volver ahí, te lo juro, sólo me inhibió el espejismo del calorón que estará haciendo. Y pensé ya está bien y me fui a recorrer el pueblo en largo paseo, reconociendo rincones que no había olvidado (aunque nunca me propuse recordar) y el Bar Floro, que es bullicioso a pesar de su iluminación austera.

Y al día siguiente, creo que fue el martes, me largué a la playa, tomé el sol, nadé un rato, el agua no estaba demasiado fría, volví cansado, y después de comer me eché una siesta de tres horas.

Esos novillos me reconstituyeron y aquella tarde repasé mis menguados intentos, ya más sereno, y decidí que mi maravilloso protagonista no podía comenzar su informe a los Hermanos con aquella pirotecnia. Así que me planteé de nuevo el relato. Luego sigo.

Sigo: Benilde está muy pelma con la sucesión del reino y los achaques del General, pero me ha dado bien de comer. A lo que íbamos.

Yo veía necesario que apareciese desde el primer momento la condición casi intemporal del personaje. Para ello, nada mejor que la descripción de su propia experiencia, tan alejada de los microcósmicos conocimientos que tiene nuestra especie.

También debería quedar establecido desde el principio del relato que el Hermano Ons no es del todo incorpóreo, aunque su renovación energética es para él una necesidad de mínima cuantía. Por ejemplo, su alimento puede ser cualquier tipo de radiación, sea cual sea su naturaleza, incluso en cantidades insignificantes: la luz de las estrellas, el sonido. (En todo caso, no se parece a ti y perdona lo fácil de la broma.)

Sin embargo, a pesar de mis intentos, no he sido capaz de encontrar la clave: he pasado largos ratos garabateando en el papel sin perfiles legibles, como en un intento compulsivo de que mi intuición pudiese reflejarse de manera autónoma, susceptible de un desarrollo mágico que no necesitase humillarse ante los dictados de la caligrafía y la gramática.

Porque si yo consiguiese dar a conocer los dilatados conocimientos del Hermano Ons de modo menos pretencioso, si pudiese insinuar su estructura física sin caer en lo pedestre, empezaría tranquilamente exponiendo al lector, sin más, el contenido de su labor rutinaria y atenta.

Resolviendo más afinadamente las referencias a Madre, torbellinos, corpúsculos y demás, la cosa podría empezar a enderezarse.

Sería conveniente suscitar, ya de entrada, un interés directo por el personaje. Introducir la idea de que en él se había producido o se estaba produciendo alguna crisis, alguna ruptura. Podía ser algo de este estilo:

«Ya sé que mis informaciones no pueden alcanzar la objetividad ni la riqueza de los Registros, pero acaso la avería no estuvo solamente en la Máquina. Si algo dentro de mí se ha deteriorado también, este testimonio, que es mi última comunicación al Pueblo, puede ayudaros a conocerlo. Si mi decisión no fuese libre, que este testimonio lo revele y os sea útil para evitar que otros Hermanos adopten determinaciones como la mía.»

Por ahí pensaba yo que podía ir la cosa. Ahora convendría que el Hermano Ons aludiese al buen cumplimiento general de su servicio, digo yo que también a los Seres Superiores les tranquilizará justificarse. Esto paliaría, debería paliar, o por lo menos ésa sería su intención, alguna falta grave cometida en el pasado y que tendrá su importancia en el relato:

«Creo que, salvo en aquellas ocasiones, siempre realicé mi misión con arreglo a los Planes, cuidé de los Registros, me mantuve Alerta y Ajeno. Si ahora incumplo dilatadamente la Norma, no ha sido por mi voluntad: aquí sin la Máquina ningún aislamiento es posible.»

Pero debo decirte que tuve la impresión de haber salido de los escollos verbales para entrar de lleno en los rompeolas de nuestra tradición literaria, esa obligación cuasimoral de hacerlo todo explícito, incluso con arreglo a subconceptos, si me apuras: y así cada uno de los vocablos me tentaba con su explícame, los Planes parecían pedirme una minuciosa exposición, así como los Registros, pero mi imaginación se puso cautelosa y me aconsejó desistir.

Luego, y como se ha suscitado la existencia de alguna irregularidad en su conducta, convendría remacharlo con una nota dramática que invitase al lector a la curiosa continuidad:

«Yo mismo, a veces, no soy capaz de racionalizar el impulso que me ha traído a esta decisión. De todos modos, cuando encontréis mi testimonio no podréis hacer nada por recuperarme. Tal vez ha fallado mi sistema de correlaciones y sin duda mi comportamiento carece de justificación, pero será inútil que me busquéis, porque habrá transcurrido una inmensidad desde que el tiempo, el fuego más voraz aquí abajo, haya consumido mi existencia, aunque para vosotros sea el lapso insignificante que media entre comunicar “Pérdida de Contacto” desde “Control” a “Salvamento”.»

Yo pensaba que, si era capaz de arrancar, lo demás vendría por añadidura. Tras el exordio en que figurasen brevemente las experiencias del narrador y esa alusión a una decisión fuera de lo común, la historia podría remansarse. Tocaría ahora hablar de este planeta, pero eso es más fácil.

El Hermano Ons contaría que, cuando conoció este mundo nuestro, habían pasado ya los estrépitos desordenados del nacimiento. Puede suponer, dadas las anteriores referencias a sus visiones de los orígenes telúricos, que la cadena de la vida ha seguido aquí un proceso similar al de los universos iluminados por soles amarillos. Puede imaginar cómo en este planeta se habrían desarrollado poderosas las estructuras de la vida. Aludiría a caparazones, escamas, aletas. Habría que elaborar algún párrafo sobre las células que, afirmadas en comportamientos cada vez más metódicos, habrían ido canalizando los flujos de la energía a través de procesos permanentes. En fin, que el Hermano Ons supondría que la vida se había multiplicado pujante en todos los enclaves de nuestro planeta:

«Yo no conocí los orígenes de este astro. Cuando me acerqué por vez primera, zumbaba en los Registros el murmullo de la Vida en todas las zonas, en los sectores líquidos y fuera de ellos. En mi ronda inicial observé muchos seres, y destacaban ciertos bípedos, pobladores de asentamientos artificiales.»

Es decir, que la primera vez que nos visitó ya correteaban por aquí nuestros antepasados, sin que el narrador hubiese sospechado su inteligencia, aunque cuando elabora su informe no cabe duda de que nos conoce lo suficiente, según mi idea.

«La inexistencia de instrumentos complejos, la elemental organización de los grupos, el horror religioso a los fenómenos naturales, no me hacían suponer que brillase en ellos el Conocimiento. Por eso me sorprendió la Máquina anunciando que estaban comenzando a Conocer.»

(Me gusta esto de introducir en la Máquina un factor de superioridad, aunque sólo sea en lo que toca a la mera captación de datos: de este modo creo evitar que el fabuloso narrador caiga en lo divino o casi divino.)

Debería describir ahora su actuación ante el anuncio de la Máquina: el Hermano Ons escrutará el comportamiento de los bípedos, les verá moverse en sus poblados, continuará preguntándose cómo es posible que hayan alcanzado vías de conocimiento aquellos seres endebles, empujados por su propia precariedad a la necesidad de alimentarse continuamente para sobrevivir de modo penoso.

Esto sería la primera visita del extraterrestre. Puesto que quiero que realice el informe durante su segunda visita, cuando naufraga, y para que su decisión, aquella decisión que quedó apuntada sin mayores explicaciones, comience a justificarse, tendría yo que introducir ahora la primera insidia: algo sucedió en aquella visita inicial que afectó de modo extraordinario al Hermano Ons y que quedó grabado en su recuerdo. Acaso un suceso sangriento. Con la descripción del suceso se cerraría la parte introductoria del testimonio. Y del relato, claro. Sería como el primer capítulo de la novela.

Bueno, Gordo: pues a la luz de todo esto preparé un nuevo tratamiento del asunto, pero sólo conseguí otro texto no viable. Y ahora ya no se trataba de guardarropía cosmogónica: ahora el Hermano Ons perdía todo atisbo de su obligada y natural grandeza y en lugar de ser el misterioso viajero antiguo como el mundo, nauta de la más portentosa embarcación, resultaba una especie de viajante al que se le hubiese estropeado el género por una avería de la furgoneta.

En un intento desesperado por salvar algo de mis penalidades de la semana, rehíce los párrafos, reelaboré cada frase, amplié las disquisiciones. Pero la relectura cuidadosa del capítulo me lo mostraba tan artificioso que, tras una escabechina de adjetivos, infinitivos, gerundios y sustantivos en general, decidí inutilizar todo lo realizado.

Si tuviese fuerzas para ponerme literato, te diría más o menos que ahora me contemplo en el espejo ciego de otro folio mientras la fuerza secreta y burlona de mi impotencia enardece mi amargura.

¿No debe ser esa la forma del relato? ¿Se trata sólo de un problema formal?

Lo cierto es que yo oigo la historia bullir aquí dentro: dentro de mí está el personaje, la aventura de sus rumbos, dentro de mí la avería, la destrucción de la Máquina en el accidente, el extraterrestre náufrago en este planeta, por ejemplo en mi pueblo, una noche lluviosa de otoño. Y dentro también su peripecia entre los hombres, la novela.

Pero los folios mantienen su hosca impasibilidad y yo voy retrocediendo cada vez más ante mis temores: del miedo a los vocablos he venido como ves al miedo por el propio armazón del relato, y ya empiezo a desconfiar de que lo pueda traer de la intuición al papel.

¿Qué más decirte? Son las tres de la madrugada y me rodea el silencio húmedo de la noche honda. Como en los cuentos infantiles, titila a lo lejos, entre los prados ahora invisibles, una lucecita mortecina. Tristeza general.

Un abrazo y recuerdos a Chon,

Andrés