Aria
ARIA siguió a los Guardianes por los pasillos curvos. Quería salir de aquel mundo real en que las cosas se oxidaban y se cuarteaban. En que la gente moría en incendios. Ojalá tuviera su Smarteye para poder escindirse y escapar a un Reino. Con él ya podría haberse ido, estar en otra parte.
Empezó a ver que había más Guardianes en los vestíbulos y en los espacios que entreveía al pasar, y que por su aspecto parecían cantinas y salas de encuentro. A casi todos los conocía de cara, pero en realidad eran desconocidos. En los Reinos no se mezclaba con ellos.
Los Guardianes le hicieron pasar a través de una cámara estanca marcada como «Defensa y Reparaciones Externas 2». Se detuvo en seco al entrar en un nudo de transporte tan grande que ella no había visto jamás algo así. Allí había aerodeslizadores dispuestos en hileras, vehículos azules, iridiscentes, que hasta ese momento ella solo había visto en los Reinos. Las aerodinámicas naves parecían replegadas, como insectos preparados para alzar el vuelo. En el aire, más arriba, flotaban pistas aéreas marcadas por haces de luz azulada. De un grupo de Guardianes situados más lejos llegaron unas carcajadas amortiguadas por el zumbido de los generadores. Ella había estado durante toda su vida muy cerca de aquel hangar. Todo aquello existía en Ensoñación, y ella no tenía la menor idea.
Uno de los deslizadores más alejados de donde se encontraba se iluminó con un resplandor azul. Y fue entonces cuando cayó en la cuenta: estaba a punto de salir. Jamás pensó que abandonaría Ensoñación. Aquella Cápsula era su hogar. Pero ya no era lo mismo. Había visto sus frutas podridas, el óxido de sus paredes. Había visto máquinas que bloqueaban su mente y que le inmovilizaban las extremidades. Soren estaba ahí. Y Cachemira ya no. ¿Cómo iba a poder seguir viviendo sin ella? No podría. Necesitaba irse de allí. Y, sobre todo, necesitaba a su madre. Lumina sabría cómo solucionarlo todo.
Con los ojos llenos de lágrimas, siguió a los Guardianes hasta un Rover. Reconoció el vehículo por haberlo visto en los Reinos. Se trataba de una máquina pensada para correr. Aria puso el pie en un peldaño metálico, y al llegar arriba vaciló. ¿Cuándo regresaría?
—No te detengas —le ordenó un Guardián que llevaba guantes negros. El habitáculo resultaba sorprendentemente pequeño, iluminado por una luz tenue, azulada, y con asientos a ambos lados.
—Aquí, aquí —dijo el hombre.
Aria se sentó donde le indicaba e intentó ponerse las bridas, manipulándolas torpemente con unos dedos cubiertos por los guantes del Medsuit. Habría querido pedir ropa, pero no quiso perder tiempo, ni arriesgarse a que Hess cambiara de opinión.
El hombre le arrebató los cinturones y se los abrochó mediante varias maniobras consecutivas. Después se sentó frente a ella, junto a los otros cinco Guardianes. Revisaron las coordenadas usando una jerga militar que ella apenas comprendía, y se callaron cuando la puerta se cerró emitiendo una especie de silbido, de grito ahogado. El vehículo cobró vida, empezó a vibrar y a zumbar como un millón de abejas. Cerca de la cabina algo empezó a moverse dentro de un armario, creando un repiqueteo metálico. El ruido volvió a avivar su dolor de cabeza. Y en la boca se le coló un empalagoso sabor químico.
—¿Cuánto dura el viaje? —preguntó.
—No mucho —respondió el Guardián que le había abrochado el cinturón. El hombre cerró los ojos. Casi todos los demás hicieron lo mismo. ¿Lo hacían siempre? ¿O era solo para evitar mirar el vacío sobre su ojo izquierdo?
El tirón del despegue la pegó al asiento, y después, mientras la nave se ponía en marcha, la empujó hacia un lado. Sin ventanas por las que mirar, Aria se concentraba en todo lo que oía. ¿Qué estaba ocurriendo fuera? ¿Habían abandonado ya el hangar? ¿Se encontraban ya en el exterior?
Tragó saliva para librarse del sabor amargo que le invadía la lengua. Necesitaba agua, y los cinturones del asiento le apretaban demasiado. No podía siquiera aspirar profundamente sin clavárselos. Empezó a sentirse mareada, como si le faltara el aire. Aria repasó mentalmente las escalas vocales, luchando contra la nota aguda de su jaqueca. Las escalas siempre la calmaban.
El Rover ralentizó la marcha mucho antes de lo que ella esperaba. ¿Media hora? Aria sabía que no calculaba el tiempo con exactitud, pero no había sido un viaje largo.
Los Guardianes pulsaron unas placas que llevaban en las muñecas de sus uniformes y se pusieron los cascos, procediendo con ademanes rápidos, practicados con anterioridad. Sus visores emitían una luz tenue, que traspasaba sus Smarteyes. Aria miró a su alrededor, en la cabina. ¿Por qué no le habían proporcionado un casco a ella?
El hombre de los guantes negros se puso en pie y le desabrochó los cinturones. Aria, finalmente, pudo aspirar hondo, pero no se sintió satisfecha. Una levedad extraña se había apoderado de ella.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó. No había notado ningún impacto de aterrizaje. El Rover seguía emitiendo zumbidos.
La voz del Guardián se proyectó a través del altavoz del casco.
—Tú sí.
La puerta del Rover se abrió y, al hacerlo, permitió la entrada de un estallido de luz. Un aire caliente inundó la cabina. Aria parpadeó deprisa, intentando que sus ojos se adaptaran a la claridad. No veía ningún hangar. No veía nada que se pareciera a Alegría. Una vasta extensión de tierra desolada se perdía hasta el horizonte. Un desierto que llegaba hasta donde alcanzaba la vista. No entendía nada. No podía aceptar lo que veía.
Una mano se aferró a su muñeca. Ella gritó y se echó hacia atrás.
—¡Suélteme!
Se agarró con todas sus fuerzas a los cinturones del asiento.
Unas manos duras se posaron en sus hombros, le apretaron los músculos y la arrancaron de sus asideros. Tiraron de ella hacia el borde en un instante. Ella bajó la vista y se miró los pies cubiertos por el tejido. Estaban a escasos centímetros de la junta metálica. Mucho más abajo veía tierra roja, cuarteada.
—¡Por favor! ¡Yo no hice nada!
Un Guardián se plantó tras ella. Lo vislumbró apenas un instante, en el momento en que le daba una patada en los riñones. Después empezó a caer al vacío.
Apretó mucho los labios al impactar contra la tierra. Sintió un dolor intenso en las rodillas y los codos. Fue a dar con una sien en el suelo. Ahogó un grito, porque emitir cualquier sonido —incluso respirar—, significaba la muerte. Aria levantó la cabeza y se miró los dedos manchados de tierra color óxido.
Estaba tocando el exterior. Se encontraba en la Tienda de la Muerte.
Se volvió a tiempo de ver cómo se cerraba la trampilla del Rover, y pudo contemplar por última vez a los Guardianes. Otro Rover flotaba junto al primero, y los dos resplandecían como perlas azules. Un zumbido reverberó en el aire a su alrededor mientras se alejaban, levantando nubes de tierra rojiza en su avance sobre la inmensa llanura.
Los pulmones de Aria se comprimían en espasmos, luchaban por obtener oxígeno. Se cubrió la boca y la nariz con la manga del traje. No podía reprimir por más tiempo la necesidad de respirar. Aspiró y espiró a la vez, asfixiándose, con los ojos llenos de lágrimas, mientras intentaban recobrar el ritmo de la respiración. Vio que los Rovers se perdían en la distancia, y tomó nota mental del punto donde desaparecían. Cuando dejó de verlos, se sentó a contemplar el desierto. Su aspecto era desolado, árido, en cualquier dirección. El silencio era tan absoluto que se oía a sí misma cada vez que tragaba saliva.
El Cónsul Hess la había engañado.
Había mentido. Ella ya suponía que la castigarían de algún modo cuando concluyeran las investigaciones, pero no así. Llegó a la conclusión de que el Cónsul Young no había presenciado el encuentro a través del Smarteye de Hess. Habían estado ellos dos solos. En su informe, probablemente, el Cónsul declararía que ella había muerto en Ag 6, junto con Cachemira, Eco y Ruina. Hess la culparía a ella por organizar lo de aquella noche, y también por permitir la entrada en la Cápsula de un Salvaje. Estaba convencida de que le cargaría a ella todos sus problemas para quitárselos de encima para siempre.
Con las piernas temblorosas logró levantarse, haciendo esfuerzos por sobreponerse a la sensación de mareo. El calor de la tierra impregnaba el tejido del Medsuit, y le calentaba las plantas de los pies. Como si le hubiera leído los pensamientos, el traje impulsó una bocanada de aire fresco que le recorrió la espalda y el estómago. Estuvo a punto de echarse a reír. El Medsuit seguía regulando la temperatura.
Alzó la vista. Unas nubes grises oscurecían el cielo. Entre ellas se veía el éter. Éter de verdad. Los chorros circulaban sobre las nubes. Eran hermosos, como relámpagos atrapados en corrientes líquidas, finos como velos en algunos lugares. En otros, se unían formando caudales gruesos, luminosos. Por su aspecto, nadie habría dicho que el éter era capaz de acabar con el mundo, pero eso era lo que había estado a punto de suceder durante la Unidad.
En el transcurso de seis décadas, tras su aparición, el éter abrasó la tierra con incendios constantes, pero, según le había explicado su madre, el golpe más fuerte contra la humanidad lo supuso su capacidad de generar mutaciones. Surgieron nuevas enfermedades, que evolucionaron rápidamente, y que se propagaron. Hubo epidemias que arrasaron poblaciones enteras. Los antepasados de Aria fueron algunos de los afortunados que se refugiaron en las Cápsulas.
Un refugio con el que ella ya no contaba.
Aria sabía que no podía sobrevivir en aquel mundo contaminado. Ella no había sido diseñada para ello. La muerte era solo cuestión de tiempo.
Se fijó en la zona más iluminada de la nube, donde la luz brillaba a través de una neblina dorada. Esa luz provenía del sol. Tal vez llegara a ver el sol verdadero. Tuvo que reprimir las ganas de llorar al pensar en esa posibilidad. Ver el sol. Porque… ¿Quién lo sabría? ¿A quién podría contar que había visto algo tan increíble?
Se dirigió hacia el punto donde habían desaparecido los Rovers, a pesar de saber que era absurdo. ¿Acaso creía que el Cónsul Hess cambiaría de opinión? Pero ¿dónde podía ir si no? Avanzaba moviendo unos pies que no reconocía como suyos, sobre una tierra que parecía piel de jirafa.
No había dado más de diez o doce pasos cuando empezó a toser de nuevo. Y al poco tiempo regresó el mareo, y no pudo seguir manteniéndose en pie. Pero no eran solo los pulmones los que rechazaban el aire exterior. Le lloraban los ojos, y sentía la nariz irritada. Le ardía la garganta, y la boca se le iba llenando de una saliva caliente.
Había oído muchas historias sobre la Tienda de la Muerte, como todos. Un millón de maneras de morir. Sabía que existían manadas de lobos listos como hombres. Le habían hablado de las bandadas de cuervos que devoraban a personas vivas a trocitos, y de tormentas de éter que se comportaban como depredadores. Pero en ese momento ella se convenció de que la peor muerte de la Tienda de la Muerte consistía en pudrirse en soledad.