6

Peregrino

PERRY se cargó al hombro el macuto y el arco y salió con Garra a última hora de la mañana del día siguiente. Había pescadores y granjeros pululando por la explanada. Eran demasiados, y conversaban unos con otros como si ya hubiera concluido la jornada de trabajo. Perry apoyó una mano en el hombro de Garra para detener su avance.

—¿Nos están atacando? —preguntó el niño.

—No —respondió Perry. Los olores que le llegaban no transportaban el suficiente pánico como para hablar de un ataque—. Debe de ser el éter. —Los remolinos azules parecían más luminosos que durante la noche. Perry los entreveía ondulándose sobre los densos nubarrones, portadores de lluvia—. Seguramente tu padre habrá convocado a todo el mundo.

—Pero si no parece tan grave.

—No —concedió Perry. Como todos los esciros más poderosos, él también era capaz de prever las tormentas de éter. La sensación de escozor en la nariz le decía que el estado del cielo todavía iba a empeorar antes de suponer amenaza. Pero Valle nunca se arriesgaba cuando se trataba de la seguridad de los Mareas.

Los rugidos de su estómago lo llevaron a conducir a Garra hasta las cocinas. Se fijó en que su sobrino se apoyaba más en la pierna derecha. No se trataba de una cojera demasiado evidente. De hecho, apenas se notaba. Pero cuando un grupo de niños se acercó gritando y levantando polvo, Garra se detuvo por completo. Los pequeños pasaron de largo, a la carrera. Mocosos flacos, ágiles a causa del trabajo y las comidas escasas, no de la enfermedad. Hacía apenas unos meses, Garra iba a la cabeza de ese mismo grupo.

Perry levantó a su sobrino por los hombros, lo puso boca abajo e hizo como que se divertía. Garra se echó a reír, pero él sabía que su sobrino también estaba fingiendo. Sabía que se moría de ganas de salir corriendo tras sus amigos. De volver a tener unas piernas que le respondieran.

En la penumbra de las cocinas permanecía suspendido un olor a cebolla y a humo de leña. Se trataba de la estructura más extensa del recinto. Allí era donde comían. Donde Valle organizaba las reuniones en los meses de invierno. Una parte de la estancia estaba ocupada por una docena de mesas con caballetes, más la de Valle, que ocupaba la cabecera, al fondo, y estaba elevada sobre un estrado de piedra. En la otra, tras medio muro de ladrillo, se encontraba el hogar donde se cocinaba, una hilera de fogones de hierro y varias tablas de trabajo que llevaban años sin lucir un aspecto rebosante.

Ahí era donde iban a parar los productos del día, procedentes de los campos y del mar. Todo lo que Perry y los demás cazadores lograban aportar. Todo se llevaba hasta allí, y las familias lo compartían. Los Mareas eran afortunados, pues contaban con un río subterráneo que recorría el valle y facilitaba el riego. Pero ni siquiera disponer de toda el agua del mundo servía de nada cuando atacaban las tormentas de éter, que abrasaban porciones enteras de terreno. Ese año, sus campos resecos no habían dado lo necesario para llenar las despensas antes de la llegada del invierno. La tribu comería gracias a la hermana de Perry, Liv.

Cuatro vacas. Ocho cabras. Dos docenas de pollos. Diez sacos de cereal. Cinco bolsas de hierbas secas. Esas eran algunas de las cosas que el matrimonio de Liv con un Señor de la Sangre del Norte, había aportado a los Mareas. «Soy cara», había bromeado Liv el día de su partida, pero ni Perry ni su mejor amigo, Rugido, se habían reído. La mitad del pago por ella ya había llegado. Esperaban que la otra mitad lo hiciera en breve, una vez que Liv se reuniera con su futuro esposo. La necesitaban con urgencia, antes de que el invierno se instalara con fuerza.

Frente a ellos Perry vio a un grupito de audiles que ocupaba una de las mesas del fondo. Echados hacia delante, susurraban. Los Orejas se pasaban el día susurrando. Un momento después, captó una onda verde, luminosa, que se mecía como un ciprés. Era el nerviosismo de aquellos hombres. Probablemente alguno de ellos habría oído su pelea con Valle.

Perry aupó a Garra, lo sentó sobre el muro de ladrillo y le pasó una mano por el pelo, despeinándolo.

—Arroyo, hoy te he traído una comadreja. No he encontrado nada mejor. Ya sabes cómo están las cosas ahí fuera.

Arroyo levantó la vista de la cebolla que picaba, y sonrió. Llevaba una de las puntas de flecha de Perry sujeta a un cordón de cuero, a modo de collar, algo que a Perry no le pasó desapercibido. Tenía buen aspecto esa mañana. Ella siempre tenía buen aspecto. Sus ojos, de un azul intenso, se posaron un instante en las mejillas de Perry, y entonces le guiñó uno a Garra.

—Qué cosita tan mona. Espero que tenga buen sabor. —Se asomó a la gran cacerola que colgaba sobre el fuego—. Échala aquí dentro.

—¡Arroyo! ¡Yo no soy ninguna comadreja!

Perry lo levantó al vuelo, y el niño soltó una risita.

—Espera un momento, Perry —dijo Arroyo, preparando dos cuencos de gachas para ellos—. Será mejor que lo engordemos un poco antes de cocinarlo.

Garra y él se sentaron junto a la puerta, como siempre, porque desde allí a Perry le llegaban mejor los olores del exterior. Así, si a Valle le daba por presentarse, dispondría de unos segundos de ventaja. Desde su sitio, vio que Wylan y Oso, los mejores hombres de Valle, estaban sentados con los audiles, lo que significaba que seguramente su hermano había salido a cazar solo.

Perry engulló las gachas de cebada para que los sabores no se apoderaran de su boca. Ser esciro implicaba también poseer un acusado sentido del gusto, lo que no siempre suponía una ventaja. Aquella pasta blanda había absorbido los rastros de otras comidas servidas en ese mismo cuenco de madera, y transmitía en su lengua un regusto rancio a pescado salado, leche de cabra y nabos. Se levantó a por otra ración, pues sabía que Arroyo no se la negaría, y nunca estaba de más alimentarse cuando se tenía ocasión. Al terminar, se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho, sintiéndose solo medio lleno, y bastante culpable al pensar que se estaba llenando la barriga a costa de la felicidad de su hermana.

Garra llevaba un rato revolviendo su comida, formando montoncitos con la cuchara. Ahora se dedicaba a mirar a todas partes menos al cuenco. A Perry le dolía ver a su sobrino tan demacrado.

—Vamos a ir a cazar, ¿de acuerdo? —Le preguntó. Salir de caza le proporcionaría una excusa para alejar al niño del recinto. Quería regalarle la manzana, la fruta favorita de Garra. Valle siempre le compraba unas cuantas en secreto cuando los mercaderes las traían.

Garra dejó de remover las gachas.

—Pero ¿y el éter?

—Nos mantendremos alejados de él. Vamos, Garra. Podríamos ir un ratito.

El pequeño se rascó la nariz, se echó hacia delante y susurró:

—Ya no puedo salir del recinto. Me lo ha dicho mi padre.

Perry frunció el ceño.

—¿Y cuándo te ha dicho eso?

—Eh… Un día después de que te fueras, creo.

Perry disimuló un principio de ira, pues no quería que su sobrino la notara. ¿Cómo podía Valle privarle de cazar? A Garra le encantaba.

—Estaríamos de regreso antes de que tu padre lo supiera.

—Tío Perry…

Él volvió la cabeza, siguiendo la línea de visión de Garra hasta la mesa que quedaba a sus espaldas.

—¿Qué? ¿Crees que los Orejas me han oído? —le preguntó, aunque sabía que sí. Perry susurró algunas sugerencias a los audiles. Ideas sobre lo que más les valdría estar haciendo, en lugar de meterse en las conversaciones de los demás. Aquellas recomendaciones le valieron varias miradas severas.

—Mira, Garra, tenías razón. Me oyen. No debería sorprenderme. Yo huelo a Wylan desde aquí. ¿A ti te parece que esa peste horrible sale de su boca?

Garra sonrió. Había perdido algunos dientes de leche, y su sonrisa recordaba a una mazorca de maíz de dos colores.

—Yo creo que ese olor le sale de la zona sur del cuerpo.

Perry se echó hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡Cállate, Peregrino! —exclamó Wylan—. Ya lo has oído. El chico no puede salir de aquí. ¿Quieres que Valle se entere de lo que estás haciendo?

—Eso depende de ti, Wylan. Decírselo o no decírselo a Valle. ¿Quieres vértelas con él o conmigo?

Perry conocía la respuesta. Su hermano castigaba reduciendo a la mitad las raciones de comida. Obligando a realizar tareas pesadas. Incrementando las guardias nocturnas en invierno. Cosas desagradables, pero todas ellas preferibles, para una criatura vanidosa como era Wyler, a la posibilidad de que Perry le propinara una paliza. De modo que cuando todos los audiles se pusieron en pie y se fueron hacia él, Perry estuvo a punto de volcar el banco al levantarse. Se quedó en el corredor que formaban las hileras de mesas. Garra estaba bastante más atrás.

Wylan, que iba delante, se detuvo a unos pasos de él.

—Peregrino, eres un idiota integral. Ahí fuera está pasando algo.

Perry tardó unos segundos en comprender. Habían oído algo fuera, y sencillamente se habían levantado para salir a ver. Se apartó, y los audiles pasaron apresuradamente. Los demás ocupantes de la cocina hicieron lo mismo.

Perry regresó junto a Garra. A su sobrino se le había derramado el contenido del cuenco, y las gachas iban cayendo al suelo por una hendidura de la mesa.

—Yo creía… —dijo, mirando las tablas desgastadas—. Ya sabes lo que creía.

Garra sabía mejor que nadie que Perry era de sangre caliente. Siempre había sido impulsivo, pero desde hacía un tiempo las cosas habían empeorado. Últimamente, si había alguna pelea, Perry encontraba la manera de acabar metido en ella. El éter de su sangre se concentraba, adquiría más potencia con el paso de los años, de las tormentas. Sentía que su cuerpo tenía voluntad propia. Siempre al acecho. Preparándose para la única pelea que le proporcionaría satisfacción.

Pero aquella, precisamente, era la que no podía librar. En un desafío para convertirse en Señor de la Sangre, el perdedor moría o era obligado al destierro. Y Perry no se atrevía a imaginar siquiera la posibilidad de dejar sin padre a Garra. Ni podía obligar a su hermano y a su sobrino enfermo a vivir a la intemperie. En las tierras fronterizas, más allá de los territorios de las tribus, no existían las leyes: allí solo existía la supervivencia.

Aquello le dejaba solo una salida. Tenía que irse él. Alejarse era lo mejor que podía hacer por Garra. De ese modo el niño podría quedarse y vivir lo que le quedaba de vida en la seguridad que proporcionaba el recinto. Pero de ese modo él nunca ayudaría a los Mareas tanto como habría podido.

• • •

Fuera, la gente se agolpaba en la explanada. El aire de la primera hora de la tarde se llenaba de ánimos excitados, de olores fuertes. Pero no había rastros de temor. Docenas de voces hablaban al unísono y aturdían sus oídos, pero seguramente los audiles habían oído algo que les había hecho salir disparados. Perry vio a Oso creando una ola en su avance a través de la multitud. Wylan y algunos otros lo siguieron en dirección al exterior del recinto.

—¡Perry! ¡Aquí arriba!

Arroyo se había subido al terrado de la cocina, y desde allí le hacía señas. A Perry no le sorprendió verla ya allí. Se subió a los establos contiguos a la estructura, tirando de Garra para que hiciera lo mismo.

Desde allí se disfrutaba de una buena vista de las colinas que formaban la frontera oriental de los Mareas. Las tierras de cultivo se perdían en la distancia en un damero de verdes y marrones salpicado de hileras de árboles que seguían el curso del río subterráneo. Perry también distinguía las porciones de tierra ennegrecida por el éter, los puntos en que los torbellinos habían impactado a principios de aquella primavera.

—Allí —le dijo Arroyo.

Miró en la dirección que le señalaba. Como Arroyo, él también era vidente, y veía mejor que la mayoría de personas durante el día, aunque su verdadero don consistía en su visión nocturna. No conocía a ningún otro vidente como él, e intentaba pasar desapercibido.

Perry meneaba la cabeza, incapaz de distinguir nada a lo lejos.

—Ya sabes que se me da mejor de noche.

Arroyo esbozó una sonrisa maliciosa.

—Sí, lo sé muy bien.

Él le devolvió la sonrisa. No se le ocurría qué decir.

—Más tarde.

Ella soltó una risotada y volvió a fijar los ojos azules en la lejanía. Era una vidente de gran poder, la mejor de la tribu desde que su hermana menor, Clara, había desaparecido. Había transcurrido más de un año desde su partida, pero Arroyo no había perdido la esperanza de verla regresar. Perry olía la esperanza que sentía en ese momento. Y olió también la decepción posterior.

—Es Valle —le dijo—. Trae algo grande. Parece un ciervo.

Perry debería haber sentido alivio al saber que se trataba solo de su hermano, que regresaba de su jornada de caza, y no de los miembros de otra tribu en busca de alimentos. Pero no lo sentía.

Arroyo se acercó más a él, fijándose de nuevo en la mejilla amoratada.

—Eso tiene que doler, Per. —Le resiguió la hinchazón del rostro con un dedo, pero tan suavemente que no le dolió nada. Cuando su perfume floral llegó hasta él, no pudo reprimir el deseo de atraerla hacia sí.

La mayoría de chicas de la tribu sentían desconfianza cuando estaban cerca de él. Y él lo comprendía, si tenía en cuenta su precario futuro con los Mareas. Pero Arroyo no. En más de una ocasión, mientras estaban tendidos, juntos, sobre la hierba tibia del verano, ella le había susurrado al oído que podían convertirse en la pareja gobernante. A él le gustaba Arroyo, pero aquello no sucedería nunca. Él escogería a otra esciro algún día, a alguien con su mismo sentido primordial. Pero Arroyo no se rendía nunca, y en realidad a él no le molestaba que no lo hiciera.

—¿Entonces? ¿Es verdad lo que ocurrió entre Valle y tú? —le preguntó.

Perry soltó despacio el aire. Con los audiles cerca no existían los secretos.

—Esto no me lo ha hecho Valle.

Arroyo sonrió como si no lo creyera.

—Hoy aquí se ha congregado todo el mundo, Perry. Es el momento perfecto para desafiarlo.

Él dio un paso atrás y masculló una maldición. Ella no era esciro. Jamás entendería qué significaba vivir entregado. Por más que quisiera ser Señor de la Sangre, jamás podría hacer daño a Garra.

—¡Ya lo veo! —dijo el niño desde el borde del terrado.

Perry corrió a su lado. Valle atravesaba el campo que rodeaba el recinto, lo bastante cerca de él para que todos pudieran verlo. Era alto, como Perry, pero siete años mayor: su constitución era la de un hombre. La cadena que el Señor de la Sangre llevaba al cuello resplandecía a la luz del cielo. En sus bíceps se enroscaban las marcas del esciro. Una banda en cada brazo, solitaria y orgullosa, no como las de Perry, que eran dos garabatos. La marca del nombre de Valle trazaba una línea sobre su piel, a la altura del corazón, y se elevaba y se hundía como el perfil de su valle. Llevaba el pelo negro echado hacia atrás, y Perry distinguía bien sus ojos, tan serenos y sosegados como siempre. Tras él, en una litera fabricada con ramas y sogas, reposaba su presa.

El ciervo parecía pesar unos cien kilos. Tenía la cabeza echada hacia atrás para que la cornamenta no arrastrara. Era de diez puntas. Un animal inmenso.

Abajo, el tambor empezó a repetir un ritmo grave. Se le fueron sumando los demás instrumentos, que tocaron la Canción del Cazador. Una canción que hacía que a Perry le latiera con fuerza el corazón cada vez que la oía.

La gente echó a correr en dirección a Valle. Le arrebataron la litera de las manos. Le llevaron agua, lo alabaron. Con un ciervo de ese tamaño todos podrían comer hasta hartarse. Un animal tan grande era una señal extraordinaria de abundancia. Un buen presagio para el invierno que se avecinaba. Y para la estación de crecimiento que se acercaba. Por eso Valle había convocado a la tribu en el recinto. Quería que todo el mundo lo viera regresando con la pieza.

Perry bajó la vista y se miró las manos temblorosas. Ese ciervo debería de haberlo cazado él. Él debería haber sido el que cargara aquella litera. No daba crédito a la suerte de Valle. ¿Cómo podía haberse cobrado un ciervo tan grande cuando él no había encontrado ninguno en un año entero? Perry sabía que era mejor cazador que su hermano. Apretó mucho los dientes, intentando apartar del pensamiento la idea que se derivaba de ella, sin lograrlo. Él también sería mejor Señor de la Sangre.

—Tío Perry —dijo Garra, levantando la cabeza para mirarlo, respirando con dificultad.

Y Perry vio que todos los celos y la ira que sentía en su interior traspasaban al rostro demacrado de su sobrino. Y se mezclaban con su temor. Aspiró la mezcla desesperada que formaban, y su olor le dijo que no debería haber regresado.