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Aria

—¿Y qué le digo cuando llegue? —preguntó Rugido.

Estaban los dos juntos en el patio de Delfos. La primavera le cantaba a Aria sus músicas alegres. Las flores estallaban por el muro, con sus colores vivos que se recortaban contra las piedras grises. El invierno había dejado zonas abrasadas en las montañas, y el aire olía a humo. Había llegado el momento. Tras varios meses juntos, en el recinto de Castaño, Rugido y Tizón se dirigían al encuentro de los Mareas.

Al encuentro de Perry.

—Nada —respondió Aria—. No le digas nada.

Rugido sonrió. Sabía lo mucho que lo echaba de menos. Habían pasado horas y horas hablando de Perry y de Liv. Pero ella no le había contado nada sobre el pacto al que había llegado con Hess. Perry ya tenía bastante ejerciendo de Señor de la Sangre. Aquella carga era suya, y solo suya.

—¿No tienes nada que decir? ¿Nada en absoluto? —preguntó Rugido—. Pues mejor que le eches un vistazo, Rosa. Yo creo que esta chica está enferma.

Rosa se echó a reír. Se encontraba junto a Castaño, a la entrada de Delfos, con una mano apoyada en el vientre. Estaba a punto de salir de cuentas, y daría a luz en cualquier momento. Aria habría deseado estar allí cuando se produjera el nacimiento.

Rugido cruzó los brazos.

—¿De veras crees que no acabará enterándose de que estás aquí?

—No, si tú no se lo dices.

—Si me lo pregunta, no le mentiré. No serviría de nada.

Aria suspiró. Llevaba semanas pensando en ese momento, y seguía sin saber qué hacer. Conocía los temores de Perry. Ella no era esciro. No era distinta de Rosa, ni de la muchacha de la tribu. Tal vez Perry ya estuviera una vez más con ella. La mera idea le oprimía el estómago.

—¡Rugido! —gritó Tizón, que lo esperaba junto a la puerta.

Él sonrió.

—Será mejor que me marche, antes de que se enfade.

Aria lo abrazó. Estaba tan cerca, con la mejilla apoyada en su frente, que le transmitió un mensaje secreto a través de sus pensamientos: «Te echaré de menos, Rugido».

—Yo también, Mestiza —le susurró él, en voz tan baja que solo ella lo oyó. Después le guiñó un ojo, y se alejó corriendo en dirección a la verja.

Con el rabillo del ojo, vio las flores silvestres que crecían en el muro y llamaron su atención.

—¡Rugido! ¡Espera!

Rugido se volvió.

—¿Qué? —le preguntó, arqueando una ceja.

Aria se acercó corriendo a la muralla, escogiendo con la mirada. Encontró la que quería y la arrancó. Aspiró su perfume e imaginó a Perry caminando a su lado, el arco a la espalda, mirándola con aquella sonrisa maliciosa.

Le alargó la flor a Rugido.

—He cambiado de opinión —dijo—. Dásela de mi parte.

Rugido entrecerró los ojos, confundido.

—Creía que te gustaban las rosas. ¿Qué flor es esta?

—Una violeta.

• • •

Aria partió del recinto de Castaño días antes de lo que había planeado. No pensaba que fuera a echar tanto de menos a Rugido. Añoraba incluso la presencia de Tizón. No soportaba ocupar ella sola los mismos espacios que había recorrido con ellos, por lo que hizo el equipaje, se despidió de Castaño y emprendió su viaje.

Dos semanas después, se encontraba acurrucada junto a una hoguera, dando vueltas a un conejo que había ensartado en un espetón de madera. No veía más allá del resplandor de las llamas, pero sus oídos le indicaban que el bosque era seguro, habitado solo por animalillos que se movían en las inmediaciones.

Mientras escuchaba el chisporroteo de la carne y la grasa, se acordó de la noche en que vio el fuego real por primera vez. El miedo y la excitación que sintió al contemplarlo en Ag 6. Seguía viéndolo así. Tal vez más aún. Había visto cómo el éter incendiaba partes enteras del mundo. Había sido testigo de cómo el fuego convertía la piel de una mano ancha y poderosa en algo retorcido y lleno de cicatrices. Pero ahora también adoraba el fuego, y concluía todos sus días así, frotándose las manos frente a él, dejando que le devolviera el dulce dolor de sus recuerdos.

Entre todos los sonidos de la noche, Aria oyó unos pasos distantes, débiles, que sin embargo reconoció al instante.

Y al momento se internó en la noche, dejando que sus oídos la guiaran. Siguió el crujido de aquellos pasos sobre las piedras, sobre las ramas caídas, aquellos pasos que se acercaban cada vez más, que resonaban cada vez con más fuerza, hasta convertirse en un trote, en un galope. Ella escrutaba los sonidos, hasta que ya no oyó otra cosa que los latidos de su corazón, y después su aliento, y después su voz que, al oído, le decía, con voz ardiente, las palabras exactas que ella deseaba oír.