Peregrino
TRENZAS, en realidad, se llamaba Arrecife.
Perry, aquella noche, se sentó con él y con sus hombres alrededor de una hoguera, con una jarra de agua, no de Luster, en la mano. Les contó lo que había hecho. Que se había colado en la fortaleza de los residentes. Que Garra y Valle habían sido secuestrados. De Aria les habló muy poco, porque el dolor de su pérdida era demasiado reciente. Y les explicó que regresaba a casa a proponerse como Señor de la Sangre de los Mareas.
Habló hasta quedar afónico, y después respondió a algunas preguntas. Casi había amanecido cuando el último de los hombres se quedó dormido. Perry se tendió y cruzó lo brazos detrás de la cabeza.
Se los había ganado a todos, no solo a Arrecife. A los seis componentes de aquella pequeña banda. Al aspirar hondo había reconocido el aroma de su lealtad. Tal vez los hubiera vencido con los puños. Pero los había convencido con sus palabras.
Perry contemplaba el cielo surcado de éter, mientras pensaba en una chica que habría estado orgullosa de él.
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Las tormentas se sucedieron con violencia durante los días siguientes, lo que dificultaba su avance hacia la costa. Los torbellinos y las mangas de éter se descolgaban constantemente desde las alturas. El resplandor del cielo iluminaba las noches, e impedía que la luz del día calentara la tierra: el invierno había empezado.
Avanzaban cuando podían, esquivando campos calcinados. De noche buscaban refugio y se reunían en torno a una hoguera, y los hombres contaban una y otra vez la historia de su pelea con Arrecife. La iban adornando, y representaban sus papeles. Hacían que Perry se sonrojara, pues repetían las palabras que él había dicho, con la misma entonación pastosa. Y cuando llegaban al momento en que, sin dejar de blandir el puñal, había vomitado, soltaban grandes risotadas. Arrecife se volvía a ganar el respeto de Perry al aceptar con humor su derrota al final del relato. Y aseguraba que todavía tenían que partirle la nariz cinco o seis veces más para que llegara a parecerse a la suya.
Los esciros que Perry había conocido hasta ese momento eran todos de su familia. Liv. Valle. Garra. Arrecife supuso un cambio en sus conocimientos sobre su sentido. Hablaban poco, pero se entendían a la perfección. Intentaba no pensar en lo que esa clase de vínculo implicaría con una chica. Cada vez que pensaba en ello, sentía que estaba cometiendo un acto de traición.
Una noche, Arrecife se volvió hacia él mientras se encontraban refugiados bajo unos árboles, esperando a que remitiera una lluvia torrencial.
—Sin el éter, la vida sería muy distinta.
Su humor era sereno, sosegado. Reflexivo.
Los demás hombres callaron al momento. Todos volvieron la vista hacia Perry, esperando a que dijera algo.
Él les habló del Azul Perpetuo. Al terminar, durante un buen rato, Arrecife y él permanecieron contemplando la lluvia, que seguía azotando el campo arrasado. Escuchando aquel silbido. Perry sabía que Rugido y él podían descubrir aquel lugar. Arrecife y sus hombres los ayudarían. Y Castaño y Tizón también. Descubrirían dónde se encontraba, y después él conduciría hasta allí a los Mareas.
—Encontraremos el Azul Perpetuo. Si existe, os llevaré hasta allí.
Sus palabras sonaron como lo que eran. Como una promesa que acababa de hacer a sus hombres.
• • •
Tras una semana esquivando tormentas, llegaron al recinto de los Mareas de noche, cuando el éter iluminaba el cielo negro. Perry avanzaba sobre un suelo que crujía bajo sus pies como leña seca, aspiraba los olores conocidos de la sal y la tierra. Allí era donde necesitaba estar. En su casa, con su tribu. No se hacía ilusiones sobre la bienvenida que le depararían. Los Mareas lo acusarían de la desaparición de Garra y Valle. Pero esperaba convencerlos de que podía serles de ayuda. Ahora lo necesitaban.
Una antorcha se encendió en un extremo del recinto, y después oyó gritos de alarma que le decían que habían sido descubiertos por el Guardián nocturno. Al poco, otras antorchas se encendieron, lanzando destellos de luz en la noche azul. Perry sabía que su tribu creería que era víctima de un ataque. Él mismo había participado en situaciones como esa muchas veces. Concretamente, habría sido el arquero apostado sobre el tejado de las cocinas, donde ahora veía a Arroyo.
Temió que una flecha le atravesara el corazón, pero lo que oyó fue que gritaban su nombre. Volvió a oír su nombre pronunciado en voz muy alta, que después fue pasando de boca en boca. La gente decía: «Peregrino ha vuelto». Al oírlo, le flaquearon las piernas. En cuestión de segundos todo el mundo había abandonado sus casas y se congregaba en el límite del recinto. La brisa traía la amalgama de humores: el miedo y la excitación impregnaban el aire con sus fragancias intensas.
—Sigue caminando, Perry —le instaba Arrecife en voz baja.
Perry rezaba por encontrar las palabras adecuadas, ahora que tanto las necesitaba. Ahora que había tanto que explicar y aclarar.
Los susurros enloquecidos de la multitud cesaron cuando hubo recorrido la distancia final. Escrutó los rostros que se alineaban frente a él. Todo el mundo estaba presente. Incluso los niños, soñolientos, aturdidos. Y entonces Perry vio que Valle daba un paso al frente, y los destellos de la cadena de plata que lo distinguía como Señor de la Sangre destacaron contra su camisa negra.
Por un instante se sintió aliviado. Valle era libre. No seguía cautivo en la Cápsula de los residentes. Pero después recordó las últimas palabras que le había dedicado su hermano, diciéndole que estaba maldito. Invitándolo a morir.
A Perry le temblaban las piernas. No sabía qué hacer. No había esperado ese desenlace. Y veía que Valle estaba tan desconcertado como él. Valle, siempre decidido y frío, se veía pálido, conmovido, y mantenía los labios apretados, el gesto tenso.
Finalmente habló.
—¿Ya has vuelto, hermanito? Ya sabes qué significa eso, ¿verdad?
Perry buscaba respuestas en el rostro de su hermano.
—Tú no deberías estar aquí.
—¿Yo no debería estar aquí? ¿No será al revés, Peregrino? —Valle soltó una carcajada seca y apuntó a Arrecife con la barbilla—. No me digas que has venido a jugar a convertirte en Señor de la Sangre con tu pequeño grupito. ¿No te parece que estás en inferioridad numérica?
Perry hacía esfuerzos por resituarse y comprender lo que ocurría.
—He visto a Garra —dijo—. Lo vi en los Reinos. Me dijo que tú estabas allí. Que te había visto en los Reinos.
Una sombra recorrió el rostro de Valle.
—No sé de qué me estás hablando.
Perry negó con la cabeza al recordar que Garra le había pedido que le demostrara que era quien decía ser. Así pues, era imposible que se hubiera equivocado con su padre. Y, además, no veía por qué habría de mentirle. Ello implicaba que el que sí mentía era Valle.
Sintió que se le revolvía el estómago.
—¿Qué has hecho?
Valle se llevó la mano al cinto y desenvainó su puñal.
—Será mejor que te largues ahora mismo.
Perry notó que Arrecife y sus hombres se preparaban para el combate, tras él. Pero no podía dejar de mirar el puñal de su hermano. La mente le funcionaba a toda velocidad. Los residentes no solo habían venido a buscar el Smarteye ese día, en la playa. Habían venido a llevarse a Garra.
—Hiciste que lo secuestraran —dijo Perry—. Me utilizaste a mí… ¿Por qué? —Entonces recordó la cúpula de los residentes, la fruta podrida. Tanta fruta. Tanta que les sobraba—. ¿Lo hiciste por la comida, Valle? ¿Tan desesperado estabas?
Oso dio un paso al frente.
—Nuestros almacenes están llenos, Peregrino. El segundo envío de Visón llegó hace una semana.
—No —dijo Perry—. Liv huyó. Visón no puede haber enviado esa comida. Liv no llegó nunca al recinto de los Cuernos.
Durante unos momentos todo el mundo permaneció inmóvil. Entonces Oso se agitó y arqueó las cejas, desconfiado.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—He visto a Rugido. La está buscando. Volverá en primavera. Tal vez para entonces haya recuperado a Liv.
Valle torció el gesto, iracundo, perdida ya toda compostura. Estaba atrapado.
—¡Garra está mejor allí! —masculló—. Si lo vieras, tú también estarías de acuerdo.
De la multitud surgieron gritos de asombro.
Perry negó con la cabeza.
—¿Lo vendiste a los residentes? —No entendía por qué no lo había deducido antes. Valle había hecho lo mismo con Liv: venderla a cambio de comida. La diferencia era que, en el caso de su hermana, la costumbre lo avalaba. Una costumbre arcaica, en palabras de Aria. Ahora Perry lo comprendía.
¿Cuántas veces le habría engañado Valle? ¿Con cuántas cosas?
Distinguió a Arroyo entre la gente.
—Clara… —dijo, recordando a su hermana—. Arroyo, con Clara hizo lo mismo. La vendió a los residentes.
Arroyo se volvió hacia Valle y soltó un grito. Se echó hacia delante con los brazos extendidos, y Wylan la interceptó y la contuvo.
—Valle, ¿es eso cierto? —atronó la voz de Oso.
Valle señaló el cielo con la mano extendida.
—¡Vosotros no sabéis lo que es obtener comida de esto!
Entonces miró a los congregados, perplejo, como si se diera cuenta de que había perdido a los Mareas. Volvió a fijarse en Perry y clavó el cuchillo en la tierra, a sus pies.
Perry soltó también su puñal. Eran hermanos. Aquello no podía dirimirse con algo tan frío como un arma blanca.
Valle no esperó. Lo embistió bajo, por la cintura, con una fuerza explosiva. En el momento del impacto, Perry supo que su hermano sería el contrincante más duro al que se enfrentaría jamás. Se echó hacia atrás y cerró mucho la boca, pero sus pies no fueron lo bastante rápidos.
Cayeron los dos al suelo, y el hombro de Valle impactó en el estómago de Perry, dejándolo sin aire. Apenas rozó el suelo, recibió un puñetazo en la mandíbula que lo dejó aturdido. Parpadeó, momentáneamente cegado, y levantó los brazos para cubrirse de la cascada de golpes que caía sobre él. No lograba recomponerse. Por primera vez se le ocurrió que, para su hermano, pelear podía resultar tan fácil como para él.
Una vez recuperó la visión, Perry se incorporó con todas sus fuerzas. Lo agarró por la cadena de plata y tiró de ella, obligándole a levantar la cabeza. Perry quería asestarle un golpe en la nariz, pero le dio en la boca. Oyó el chasquido de varios dientes al romperse, y su hermano cayó al suelo.
Logró incorporarse y quedar de rodillas.
—¡Cabrón! —exclamó. Le salía sangre de la boca—. Garra es mío. Es todo lo que me queda. Y él solo te quería a ti.
Perry se puso en pie. El ojo derecho ya había empezado a hincharse y a cerrarse. ¿Valle estaba celoso? Perry sentía que estaba a punto de derrumbarse. Recordó al residente de los guantes negros que lo persiguió hasta el mar. Los residentes ya se habían llevado el Smarteye, y ya se habían llevado a Garra, pero aun así habían ido tras él. Querían matarlo.
—Tú pediste a los residentes que me mataran. ¿Verdad, Valle? ¿Eso también formaba parte de tu pacto con ellos?
—Primero tenía que pillarte. —Valle escupió sangre al suelo—. Hice lo que tenía que hacer. Además, ellos te querían de todos modos.
Perry se secó la sangre que se le metía en los ojos. No daba crédito a lo que oía. Su hermano había hecho todo aquello a sus espaldas. Había mentido a los Mareas.
Valle se abalanzó de nuevo sobre Perry, pero en esa ocasión no lo pilló desprevenido. Se echó a un lado y le rodeó el cuello con un brazo. Lo empujó hacia el suelo. Valle cayó de cara, y forcejeó, pero Perry lo tenía bien sujeto.
Perry alzó la vista. A su alrededor, todos los rostros eran de asombro. Y entonces vio su puñal resplandeciente, en el suelo. Lo recogió. Perry levantó a su hermano y le acercó el filo al pescuezo. En realidad ya no eran hermanos. Valle había perdido ese privilegio.
—Garra nunca te perdonará si lo haces —le dijo Valle.
—Garra no está aquí. —A Perry le temblaban los brazos, y se le nublaba la visión—. Prométeme lealtad, Valle. Sométete a mí.
Valle se relajó un poco, pero seguía respirando entrecortadamente. Finalmente, asintió.
—Te lo juro sobre la tumba de nuestra madre, Perry. Te serviré.
Perry buscó la mirada de su hermano, intentando leer en sus ojos lo que su olfato no le revelaba. Se fijó en Arrecife, que aguardaba a unos pasos de allí, flanqueado por el resto de sus hombres. Arrecife sabía exactamente lo que Perry quería. Se adelantó, echó hacia atrás la cabeza y, abriendo mucho las fosas nasales, olisqueó, abriéndose paso entre el hedor de la ira, en busca de una verdad o una mentira.
Negó ligeramente con la cabeza, confirmando lo que Perry ya sabía pero no quería creer. Valle jamás lo serviría. Nunca podría confiar en él.
Entonces Valle miró a Arrecife. Se le agarrotó todo el cuerpo al darse cuenta, y alargó la mano para recuperar el puñal. Pero Perry estaba atento y le cortó el cuello con el suyo. Después se incorporó, convertido ya en Señor de la Sangre.