Peregrino
PERRY no se iba. Permanecía en el repecho, aguardando su retorno. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Había encontrado a Lumina? ¿Estaba bien? Observó a los Guardianes, que reparaban la luz. Los vio regresar al centro de rescate a medida que la noche recuperaba la calma.
Pero ella no salía, y Perry iba comprendiendo que nunca lo haría.
Dio media vuelta y corrió, internándose en la oscuridad. Debería haberse dirigido hacia el oeste, hacia su hogar. Pero sus piernas seguían un rastro de humo que traía el viento. Al poco distinguió el resplandor de una hoguera parpadeando entre unos árboles. Llegó hasta él un rasgueo de guitarra, y oyó voces masculinas. Se aproximó y descubrió a seis hombres congregados en torno a un fuego.
La guitarra calló cuando lo vieron. Perry desenvainó el puñal de Garra. Lo empuñó con fuerza, y cuando lo hizo varios hombres se pusieron en pie.
—Lo cambio por un poco de bebida —dijo, señalando las botellas que reposaban junto al fuego.
—Es un arma de buena calidad —dijo uno, volviéndose hacia otro, que no se había levantado. Llevaba el pelo trenzado, y una cicatriz alargada que partía de la nariz y le llegaba hasta una oreja. Observó largo rato a Perry.
—Acepta el intercambio —dijo al fin.
Perry entregó el puñal con la esperanza de librarse de él, y de todos sus recuerdos. Al momento le ofrecieron dos botellas de Luster. En una noche como esa, lo que más le convenía era beber. Las aceptó y se alejó del fuego. La guitarra volvió a sonar. Perry dejó las botellas a su lado. Esa noche, seguiría el ejemplo de su padre.
Una hora más tarde, la primera botella yacía junto a él, boca abajo. Debería haber sabido que no sería suficiente. Aunque sentía el cuerpo adormecido, el dolor que sentía en lo más hondo de su ser no menguaba. Aria se había ido, y por más Luster que tomara eso no cambiaría.
El hombre de las trenzas no dejaba de mirarlo desde el otro lado de la hoguera. «Vamos —rogaba Perry en silencio, cerrando los puños—. Levántate. Acabemos con esto de una vez». Pero Trenzas tardó todavía unos minutos en acercarse y, cuando lo hizo, se detuvo a unos pasos de él y se acuclilló.
—He oído hablar de ti —dijo. Era corpulento, macizo, pero Perry sentía que, a pesar de ello, podía ser rápido como una trampa. La cicatriz surcaba su rostro, partiéndolo en dos mitades.
—Mejor para ti —musitó Perry—. Yo, en cambio, no tengo ni la menor idea de quién eres. Aunque tienes un pelo bonito. Mi hermana también se lo peina así.
Trenzas se fijó en la mano quemada de Perry.
—¿La vida nómada no te sienta bien, Marea? ¿Ya no tienes hermano mayor que cuide de ti? ¿Que te aleje de los problemas? —Trenzas apoyó una mano en el suelo y se echó hacia delante—. Apestas a tristeza.
Era esciro. Trenzas sabía cuál era su estado de ánimo en ese momento. El dolor que sentía. Lo mucho que le costaba todo, incluso respirar. Pelearse con alguien con sus mismas ventajas era algo que debería de haberle preocupado. Pero se descubrió a sí mismo soltando una carcajada.
—Tú también apestas, hombre —dijo Perry—. Como si te hubieras tragado tu propio vómito.
Trenzas se puso en pie. Dio un puntapié a la botella de Luster llena, que se perdió en la oscuridad. Los demás hombres acudieron de inmediato, y Perry olió al instante las chispas de su emoción. Sí, suponía que esa noche habría pelea. Ya sabía cómo reaccionaba la gente al verlo. ¿Qué hombre no se crecería tras derrotar a alguien como él?
Perry empuñó de nuevo el puñal y se puso en pie.
—Vamos a ello. A ver de qué eres capaz.
Trenzas se incorporó, blandiendo un arma mortífera de filo dentado. Parecía más una sierra que un cuchillo. Miraba fijamente, y se movía con calma, pero su ánimo estaba teñido de miedo.
Perry sonrió.
—¿Ya has cambiado de opinión?
Trenzas se abalanzó sobre él como un disparo. Perry sintió el mordisco del cuchillo en el brazo, pero no el dolor de la herida abierta. Una herida contundente. La sangre que brotaba de ella se veía oscura a la luz del éter. Por un segundo, no logró apartar la vista de aquella sangre que resbalaba por el brazo.
Tal vez no fuera buena idea. Perry nunca se había peleado con nadie estando borracho. Sus movimientos resultaban demasiado lentos. Las piernas le pesaban demasiado. Tal vez a su padre le había funcionado con él porque Perry, entonces, era un niño. ¿Qué dificultad podía haber en pegar a un niño que se quedaba ahí plantado, deseándolo? ¿Un niño dispuesto a todo con tal de que lo perdonaran?
Ahogó una arcada con bilis, consciente de lo que tendría que hacer si Trenzas llegaba a ponerle el filo contra el pescuezo: prometerle fidelidad o morir. Una decisión fácil.
—No te pareces en nada a lo que había oído decir de ti —dijo Trenzas—. Peregrino de los Mareas. Dos veces Marcado. —Soltó una risotada—. No mereces ni el aire que respiras.
Había llegado el momento de callarle la boca. Perry hizo girar el puñal en la mano, y a punto estuvo de soltarlo sin querer. Se adelantó un poco, en una embestida que no resultó tan rápida como pretendía. Ahogó una risa. Los cuchillos nunca habían sido su arma preferida. Una vez más, el movimiento le provocó náuseas, y tuvo que echarse hacia delante.
Trenzas se acercó a él, que hacía esfuerzos por reprimir el vómito. Acercó la rodilla al rostro de Perry, que se apartó a medias y logró que el impacto no fuera en la nariz, sino en la sien. Con todo, le falló el equilibrio y cayó al suelo. Por un momento creyó que iba a perder el conocimiento.
Llegaron entonces las patadas, los puntapiés en la espalda, los brazos, la cabeza. Aparecían desde todas partes. A Perry le alcanzaban amortiguados, como sombras de dolor. No hacía nada por detener a Trenzas. Aquello era más fácil: quedarse quieto. La cabeza de Perry se echaba hacia delante cuando recibía los golpes en la nuca. Volvió a verlo todo negro, y los contornos se le hicieron borrosos. Deseaba que ocurriera. Tal vez tuviera más sentido sentir en la superficie lo que llevaba por dentro.
—Eres débil.
Estaba equivocado. Perry no era débil. Ese nunca había sido el problema. El problema era que no podía ayudarlos a todos. Por más que hiciera, la gente a la que quería seguía sufriendo, muriendo, yéndose. Pero, por más que lo intentara, Perry no podía hacerlo. No podía permanecer inmóvil. No sabía rendirse.
Pasó las piernas por detrás de la cabeza y, de un salto, se puso en pie. Trenzas retrocedió para evitar su movimiento inesperado, e intentó apartarse, pero Perry lo agarró por el cuello de la camisa. Tiró de él hacia sí, y le levantó la cabeza. Una vez lo tuvo inmovilizado, le hundió el codo en la nariz. La sangre brotó casi al momento. Entonces le retorció la mano para quitarle el puñal, esquivó un puñetazo y le asestó uno en el estómago. Trenzas se dobló en dos, y se apoyó en una rodilla. Perry le apretó el cuello con un brazo, y forcejeó con él hasta conseguir tenderlo en el suelo.
Recogió el cuchillo de filo dentado y se lo acercó al pescuezo. Trenzas lo miró, sangrando por la nariz. Perry sabía que era el momento de exigirle sumisión. «Sométete a mí, o muere».
Aspiró hondo. El humor de Trenzas era rojo de furia, una furia dirigida únicamente hacia él. Jamás se sometería. Trenzas preferiría la muerte, lo mismo que él de haber estado en su situación.
—Me debes una botella de Luster —dijo Perry.
Se puso en pie, tambaleante. Los otros hombres se habían congregado a su alrededor. Olió sus humores, olores buenos y malos. Se preparó para que alguno de ellos lo desafiara. Pero ninguno dio un paso al frente.
En ese momento, una arcada repentina le hizo vomitar delante de todos. Agarró con fuerza el puñal y lo levantó, por si alguno de ellos decidía aprovecharse de su estado para atacarlo, como había hecho Trenzas. Pero no lo hicieron.
Se incorporó.
—Aunque tal vez no deba beber más.
Apartó el puñal y, a trompicones, se internó en la oscuridad. No sabía dónde iba. No importaba.
Quería oír su voz. Quería oírla diciéndole que era bueno. Pero lo único que oía era el sonido de sus pasos en la noche.
• • •
Llegó la mañana. Se sentía como si alguien hubiera dado un portazo y le hubiera golpeado la cabeza. Y le dolía todo el cuerpo. Perry se quitó la tela sucia con la que se había envuelto el brazo. El corte era profundo. Se lo lavó, y al ver que sangraba de nuevo se mareó un poco.
Se arrancó un pedazo de camisa e intentó vendárselo de nuevo. Pero los dedos le temblaban demasiado. Los efectos de la bebida seguían presentes en su organismo. Se tendió en el suelo y cerró los ojos, porque le molestaba la luz. Porque prefería la oscuridad.
Despertó al sentir que algo tiraba de su manga, y se incorporó de un respingo. Trenzas estaba agachado a su lado. Tenía la nariz hinchada, los ojos rojos, amoratados. Los otros hombres iban tras él.
Perry se miró el brazo. Ahora tenía la herida bien vendada, atada con destreza.
—No me exigiste sumisión —le dijo Trenzas.
—Me la habrías denegado.
Trenzas asintió.
—Es cierto. —Se quitó el puñal de Garra del cinto y se lo entregó—. Supongo que querrás que te lo devuelva.