Aria
EL foco estalló emitiendo un ruido ensordecedor que alcanzó los auriculares del casco de Aria. Los dos Guardianes apostados junto a la rampa del centro de rescate se sobresaltaron al verse envueltos en aquella súbita oscuridad. En cuestión de segundos, un grupo de hombres se asomó para ver qué ocurría. Aria, aprovechando el momento, abandonó las sombras y corrió hacia el centro de rescate, rozando con los hombros a los Guardianes que se apresuraban a salir.
Caminando despacio, atravesó un corredor metálico bastante largo, y se cruzó con un par de Guardianes que apenas se fijaron en ella. Iba vestida con su mismo uniforme. Llevaba un casco y un Smarteye. Era una más.
Aria avanzaba con decisión, aunque no sabía dónde iba. Buscaba frenéticamente con la mirada, mientras pasaba junto a las puertas abiertas del pasillo. Atisbaba camillas, equipos médicos. En aquella zona del centro de rescate se sucedían las cámaras de diagnóstico, lo que no le sorprendía: lo que sí le sorprendía era el silencio del lugar. ¿Dónde estaban los supervivientes?
¿Había supervivientes?
¿Cómo iba a encontrar a su madre?
Redujo el paso al acercarse a la siguiente cabina, escuchando primero, y asomándose después. Entró y recorrió el espacio con la mirada para asegurarse de que estaba sola.
No lo estaba.
Había gente en las literas que se alineaban a lo largo de las paredes. No llevaban casco. No se movían. Aria se adentró más en la habitación. El corazón le latía cada vez con más fuerza a medida que descubría sus heridas, las manchas de sangre que empapaban sus monos de trabajo. Estaban muertos. Todos.
De pronto fue consciente del hedor penetrante que se le había pegado al pelo, el olor de los cadáveres entre los que había tenido que moverse ahí fuera. Cada vez que respiraba, percibía el olor de la muerte. Desesperada, buscaba el rostro de Lumina, moviéndose de litera en litera. De un cuerpo sin vida a otro. Había marcas de brutalidad por todas partes. Moratones amarillentos. Rasguños. Carne arrancada. Marcas de mordeduras.
No podía evitar imaginar qué había ocurrido. Tantas personas atacándose las unas a las otras como animales rabiosos. Como Soren en Ag 6. Su madre se había visto atrapada en medio de todo aquello.
«¿Dónde estaba?».
Oyó una voz muy débil y se volvió al instante. Se aproximaba alguien. Muy tensa, buscó con la mirada un lugar donde esconderse, pero entonces reconoció la voz y quedó petrificada. ¿Era el doctor Ward? ¿El colega de Lumina? En efecto, en ese momento entró en la sala y apuntó el visor hacia ella, antes de detenerse. La invadió una sensación de esperanza. Él sabría cómo encontrar a su madre.
—¿Doctor Ward? —dijo.
—¿Aria?
Se miraron a los ojos un segundo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, y de inmediato se respondió a sí mismo—. Has venido a buscar a tu madre.
—Tiene que ayudarme, doctor Ward. Necesito encontrarla.
Se aproximó a ella, clavándole aquella mirada intensa.
—Está aquí —dijo. Eran las palabras que esperaba oír, pero pronunciadas en el tono equivocado—. Ven conmigo.
Aria fue tras él, recorriendo pasillos metálicos. Sabía qué estaba ocurriendo. Sabía qué iba a decirle. Que Lumina estaba muerta. Lo había oído en su voz.
Lo seguía, y la cabeza le daba vueltas, y notaba las piernas agarrotadas, lentas. Aquello no era real. No podía serlo. No podía perder también a Lumina.
La condujo hasta un cuarto pequeño, desnudo, dotado de una puerta de compresión que silbó al cerrarse tras ella.
—Las tormentas hicieron que nos demoráramos —dijo Ward, y un músculo de su Smarteye se movió—. Llegamos demasiado tarde.
—¿Puedo… puedo verla? Tengo que verla.
Ward vaciló.
—Sí. Espera aquí.
Cuando se ausentó, Aria se tambaleó con tal fuerza que el casco que llevaba puesto rebotó contra la pared. Resbaló por ella hasta sentarse en el suelo. Le temblaba todo el cuerpo. Las lágrimas retenidas se le clavaban en los ojos. Intentó presionárselos, pero las manos tropezaron con el visor. Aspiró con fuerza, y su suspiro atronó en sus oídos.
La puerta de la cámara estanca volvió a abrirse. Ward empujaba una camilla, que introdujo en la pequeña cámara. Sobre ella reposaba una bolsa negra, alargada, fabricada en plástico resistente.
—Te espero fuera —dijo, y volvió a ausentarse.
Aria se puso en pie. De la bolsa emanaba un frío intenso, que ascendía en volutas de humo. Separó el velcro de los guantes y se los quitó. Se desabrochó el casco y lo dejó caer al suelo. Tenía que hacerlo. Debía saber la verdad. Tiró de la cremallera con dedos temblorosos. Se preparó mentalmente para hallar una herida abierta. Moratones. Algo horrible, como lo que acababa de ver fuera. Bajó del todo la cremallera y, al hacerlo, el rostro de su madre quedó al descubierto.
No se apreciaba ninguna herida espantosa, pero la palidez de Lumina era peor, prácticamente blanca, aunque oscurecida de granate alrededor de los ojos cerrados. Los mechones de pelo enmarañado caían sobre ellos. Aria se los retiró de la cara. Lumina nunca habría tolerado llevar el pelo así.
… Y ahogó un grito al sentir el frío de su piel.
—Oh, mamá…
Las lágrimas, ahora así, brotaron por los lados del Smarteye y resbalaron por sus mejillas.
Posó la mano en la frente de Lumina hasta que le quemó el frío que desprendía. Tenía tantas preguntas que formular… ¿Por qué le había mentido sobre su padre? ¿Quién era en realidad su padre? ¿Cómo podía haberla abandonado para trasladarse a Alegría cuando conocía la peligrosidad del Síndrome Límbico Degenerativo? Pero sobre todo había una respuesta que necesitaba más que cualquier otra.
—¿Adónde se supone que debo ir ahora, mamá? —susurró—. No sé dónde ir.
Pero sabía qué le habría respondido su madre.
—Esa es una pregunta que debes responder tú, Pájaro Cantor.
Aria cerró los ojos.
Sabía que podía responderla. Sabía cómo poner un pie delante del otro aunque doliera. Y sabía que había sufrimiento en el camino, pero también una gran belleza. La había contemplado desde los tejados, en unos ojos verdes, y en las piedras más pequeñas y más feas. Encontraría la respuesta.
Se inclinó sobre el rostro de su madre. Calladamente le cantó el aria de Tosca, con la voz entrecortada por la emoción. Pero sabía que no importaba. Le había prometido esa aria, su aria, y se la cantó.
Al terminar, la puerta se abrió y entraron tres Guardianes.
—Un momento —les pidió. No estaba preparada para despedirse. ¿Lo estaría algún día?
Un hombre se adelantó y subió la cremallera con gesto preciso, y a continuación retiró la camilla. Los otros dos Guardianes permanecieron en su sitio.
—Dame tu Smarteye —dijo el que se había situado más cerca de ella.
Tras él, el otro Guardián sostenía una vara blanca que emitía una especie de zumbido eléctrico.
Aria, instintivamente, se dirigió hacia la puerta.
El Guardián de la vara le cerró el paso.
La luz se iluminó ante sus ojos, y todo desapareció.