4

Peregrino

PERRY penetró en el recinto de los Mareas casi a medianoche, cuatro días después de su partida. Se detuvo en el descampado central y aspiró el perfume salado del que era su hogar. El mar quedaba a más de treinta minutos en dirección oeste, pero los pescadores, con la mercancía, esparcían su olor por todas partes. Perry se pasó una mano por el pelo, húmedo aún por haber estado nadando en él. Esa noche él también olía un poco como los pescadores.

Perry se descolgó el arco y el carcaj del hombro. No había cazado nada, por lo que no tenía sentido que siguiera su ruta habitual hasta el pabellón de las cocinas. Permaneció donde estaba, contemplando una vez más, como si se tratara de algo nuevo, lo que conocía con los ojos cerrados. Casas construidas con piedras redondeadas por el tiempo. Puertas de madera y postigos desgastados por el aire salobre y por la lluvia. Su aspecto, a pesar del embate de los elementos, era sólido. Como una raíz que creciera sobre el nivel de la tierra.

Él prefería el recinto a esa hora, en plena noche. Como el invierno se aproximaba y los alimentos escaseaban, Perry se había acostumbrado al nerviosismo que flotaba en el ambiente durante el día. Pero cuando el sol se ocultaba, la nube de las emociones humanas se retiraba y permitía apreciar fragancias más discretas. La tierra fresca, abierta como una flor apuntando al cielo. El almizcle de los animales nocturnos que dejaba rastros fáciles de seguir.

Incluso sus ojos preferían esas horas. Los perfiles eran más definidos. Los movimientos, más identificables. Aquella nariz, aquellos ojos, le decían que estaba hecho para la noche.

Aspiró hondo una vez más, armándose de valor, y entró en casa de su hermano. Contempló un instante la mesa de madera y las dos sillas de cuero desgastado frente al hogar, antes de subir al altillo acurrucado bajo las vigas del techo. Y al fin, al posar la vista sobre la puerta cerrada del único dormitorio, se relajó. Valle no estaba despierto. Su hermano estaría durmiendo con su hijo, Garra.

Perry se acercó a la mesa y aspiró despacio. La tristeza lo impregnaba todo, pesadamente, y contrastaba con el colorido de la estancia. Le dificultaba la visión como una niebla densa y grisácea. Perry también captaba el olor a humo del fuego agonizante, el aroma penetrante de la Luster dejada en la jarra de barro cocido que reposaba sobre la mesa. Había transcurrido un mes desde la muerte de Mila, la mujer de su hermano, y su olor se había disipado, casi había desaparecido.

Perry rozó el borde de la jarra azul con un dedo. Había visto a Mila adornar el asa con flores amarillas la primavera pasada. El toque de Mila estaba por todas partes: en los platos y los cuencos de cerámica que había fabricado; en las alfombras que había tejido y en los jarrones de cristal llenos de cuentas que había pintado. Era lo que se conocía como Visionaria, una persona dotada de una capacidad excepcional de visión. Como casi todas ellas, Mila se preocupaba por el aspecto de los objetos. En su lecho de muerte, cuando ya no podía tejer, pintar ni modelar arcilla, se dedicaba a contar historias, y las llenaba de los colores que amaba.

Perry se apoyó en la mesa, débil de pronto, y cansado de añorarla. Él no tenía derecho a recrearse en la tristeza. Su hermano sí, y su sobrino también, pues habían perdido a su esposa y a su madre, y eso dolía mucho más. Pero Mila también formaba parte de su familia.

Se volvió hacia la puerta del dormitorio. Quería ver a Garra. Pero a juzgar por la jarra casi vacía, Valle había estado bebiendo. Y un encuentro con su hermano mayor en esas circunstancias era demasiado arriesgado.

Por un momento, se permitió imaginar cómo sería disputarle a Valle el puesto de Señor de la Sangre. Actuar sobre una necesidad tan real como la sed. Si él dirigiera los Mareas, introduciría cambios. Asumiría los riesgos que su hermano evitaba. La tribu no podría seguir ocultándose allí, acobardada, durante mucho más tiempo. La caza resultaba demasiado escasa, y las tormentas de éter empeoraban cada invierno. Según algunos rumores, había tierras más seguras de cielos serenos y azules, pero Perry no estaba seguro de que fueran ciertos. Lo que sí sabía era que los Mareas necesitaban a un Señor de la Sangre que actuara, y su hermano no estaba dispuesto a cambiar de opinión.

Perry se miró las botas de piel desgastadas. Ahí estaba él. De pie, inmóvil. No era mejor que Valle. Susurró una maldición y meneó la cabeza. Se quitó el macuto y lo dejó en el altillo. Después se descalzó, se subió al altillo, se tumbó boca arriba y contempló las vigas. Era absurdo soñar despierto con algo que jamás haría. Antes de llegar a ese momento, se marcharía de allí.

Todavía no había cerrado los ojos cuando oyó el chirriar de una puerta, y el crujido de la escalera. Garra, una mancha pequeña, oscura, borrosa, se catapultó desde el último peldaño, se enterró bajo la manta y permaneció a su lado más inmóvil que una piedra. Perry pasó por encima de él para instalarse del lado de la escalera. La cama era pequeña, y no quería que su sobrino se diera la vuelta en sueños y se cayera.

—¿Cómo es que nunca te mueves tan deprisa cuando vamos de caza? —le preguntó, burlón.

Nada. Ni el más leve movimiento bajo la manta. Garra se sumía en largos silencios desde la muerte de su madre, pero nunca había dejado de hablar con Perry. Considerando lo que había sucedido la última vez que estuvieron juntos, a Perry no le sorprendía el silencio de su sobrino. Había cometido un error. Últimamente cometía muchos.

—Supongo que no quieres saber qué te he traído. —Pero Garra no cayó en su trampa—. Una lástima —añadió Perry transcurrido un momento—. Te habría encantado.

—Ya sé lo que es —dijo al fin Garra, con la voz clara, llena del orgullo de sus siete años—. Una caracola.

—No es ninguna caracola, pero te has acercado un poco. De hecho he ido a nadar.

Antes de regresar a casa, Perry se había pasado una hora frotándose la piel y el pelo con puñados de arena para eliminar los olores que los impregnaban. Si no lo hubiera hecho, a su hermano le habría bastado levantar un poco la nariz para saber dónde había estado. Y las reglas de Valle prohibiendo el contacto con los residentes eran muy estrictas.

—¿Por qué te escondes, Garra? Sal de ahí. —Retiró la manta. Una oleada fétida llegó hasta él. Perry se echó hacia atrás, cerró los puños y dejó de respirar. El olor de Garra se parecía mucho al que empezó a desprender Mila cuando la enfermedad se apoderó de ella. Quiso creer que se trataba de un error. Que Garra se encontraba bien y que llegaría con vida al año nuevo. Pero los olores nunca engañaban.

La gente creía que ser esciro significaba tener poder. Ser un Marcado —alguien dotado de un sentido dominante— era excepcional. Pero incluso entre los Marcados, Perry era único por contar con dos sentidos dominantes. Poseer el don de la videncia lo había convertido en un buen arquero. Pero solo los videntes con olfatos tan potentes como el de Perry podían identificar, mediante ese sentido, sentimientos como la desesperación y el miedo. Una habilidad muy práctica a la hora de conocer al enemigo, pero que se convertía casi en una maldición cuando se trataba de la propia familia. La decadencia de Mila había sido muy dura, pero, en el caso de Garra, Perry había llegado a detestar su sentido del olfato por revelarle lo que le revelaba.

Se obligó a mirar fijamente a su sobrino. El resplandor del fuego encendido abajo se proyectaba en las vigas. Perfilaba el contorno de las mejillas del niño, que teñía de un tono anaranjado. Le iluminaba las puntas de las pestañas. Perry observaba al pequeño enfermo y no se le ocurría ni una palabra digna de ser pronunciada. Garra ya sabía lo que sentía por él. Sabía que, si pudiera, se cambiaría por él sin dudarlo.

—Ya sé que estoy empeorando —dijo Garra—. A veces se me duermen las piernas… A veces no me llegan tan bien los olores. Pero nada me duele demasiado. —Volvió el rostro hacia la manta—. Sabía que te enfadarías.

—Garra, yo no me… No es contigo con quien estoy enfadado.

Perry aspiró hondo varias veces para ahuyentar el nudo que se le había formado en la garganta. Su ira se mezclaba con el sentimiento de culpa de su sobrino, y le impedía pensar con claridad. Conocía el amor. Amaba a su hermana, Liv, y a Mila, y recordaba sentir amor por Valle hacía apenas un año. Pero en el caso de Garra, era algo más que amor. La tristeza del niño lo golpeaba como una piedra. Las preocupaciones del niño le hacían salir disparado. Su alegría le daba ganas de volar. En cuestión de un instante, las necesidades de Garra se convertían en las suyas propias.

Los esciros lo llamaban entrega, abnegación. Aquel vínculo siempre le había hecho la vida más fácil a Perry. El bienestar de Garra era siempre lo primero. Durante los últimos siete años se había dedicado en cuerpo y alma al niño: le había enseñado primero a caminar y después a nadar. A perseguir presas, a disparar con las flechas, a camuflar las piezas cobradas. Cosas fáciles. A Garra le encantaba todo lo que hacía Perry. Pero desde que Mila había enfermado, las cosas ya no resultaban tan sencillas. No conseguía que su sobrino se sintiera bien, que estuviera contento. Pero sabía que el mero hecho de estar ahí ya suponía una ayuda para él. El mero hecho de permanecer a su lado tanto tiempo como pudiera.

—¿Y qué es? —le preguntó Garra.

—¿Qué es qué?

—Lo que me has traído.

—Ah, eso. —La manzana. Quería contárselo a Garra, pero en la tribu había audiles con un oído tan fino como su sentido del olfato. Y estaba Valle, un problema aún mayor. Perry no podía arriesgarse a que su hermano la oliera. Faltaban apenas unas semanas para el inicio del invierno, y todos los trueques del año ya se habían completado. Valle le preguntaría de dónde había sacado aquella manzana. Y ya tenía bastantes problemas con él, no necesitaba más.

—Tendrás que esperar a mañana. —Tendría que darle la manzana a varias millas del recinto. Por el momento permanecería envuelta en un pedazo de plástico viejo, enterrada en el interior de su macuto, junto al dispositivo ocular de la residente.

—¿Es bueno?

Perry cruzó los brazos detrás de la cabeza y apoyó la nuca en las manos.

—Vamos, Garra, no me creo que me preguntes eso.

Garra reprimió una risita.

—Hueles a algas sudadas, tío Perry.

—¿Algas sudadas?

—Sí, de esas que llevan días secándose al sol.

Perry soltó una carajada y le dio un codazo en las costillas.

—Gracias, Pito.

Garra le devolvió el codazo.

—De nada, Pato.

Permanecieron allí unos minutos, respirando acompasadamente, en silencio. A través de una grieta en la madera, Perry veía un gajo de éter arremolinándose en el cielo. En los días más serenos, era como encontrarse bajo las olas, observando que el éter se rizaba y se alisaba más arriba. Otras veces fluía como el agua embravecida de unos rápidos, furioso y de un azul cegador. Fuego y agua unidos en el cielo. El invierno era la estación de las tormentas de éter, pero en los últimos años esas tormentas empezaban antes y duraban más. Ya se había desatado alguna. La más reciente había estado a punto de aniquilar a todas las ovejas de la tribu. Se encontraban tan lejos del recinto que no habían podido rescatarlas a tiempo. Valle aseguraba que se trataba de una fase, y que pronto disminuiría su intensidad. Perry discrepaba.

Garra se dio la vuelta, a su lado. Perry sabía que no estaba dormido. Su estado de ánimo se había vuelto oscuro, húmedo. Y finalmente se tensó como un cinturón en torno al corazón de su tío, que tragó saliva, con un nudo en la garganta.

—¿Qué ocurre, Garra?

—Creía que te habías ido. Creía que te habías alejado después de lo que pasó con mi padre.

Perry soltó el aire despacio. Hacía cuatro noches, Valle y él estaban sentados a la mesa, pasándose la botella una y otra vez. Por primera vez en lo que parecían semanas, volvían a charlar como hermanos. Sobre la muerte de Mila, sobre Garra. Ni siquiera las medicinas que Valle adquiría servían ya de nada. Ninguno de los dos lo decía, pero ambos lo sabían: con suerte, Garra sobreviviría a ese invierno.

Cuando Valle empezó a desbarrar, Perry se dijo que había llegado la hora de irse. A él, la Luster lo suavizaba, pero a Valle le producía el efecto contrario: lo ponía rabioso, lo mismo que hacía con su padre. Pero no se fue, porque Valle seguía hablando, y él también. Entonces Perry expresó la conveniencia de trasladar la tribu a otro lugar más seguro. Un comentario tonto. Sabía dónde iba a llevarlos, porque siempre los llevaba al mismo sitio. A discusiones. A palabras duras. Pero en esa ocasión Valle no le dijo nada. Se incorporó y le dio un manotazo en la cara. Un bofetón seco que, al instante, le devolvió una sensación conocida y horrible.

Él, por puro reflejo, le devolvió el golpe, que le alcanzó la nariz. Se enzarzaron entonces en un forcejeo alrededor de la mesa. Y enseguida descubrió que Garra estaba plantado frente a la puerta del dormitorio, soñoliento, incrédulo. Perry dejó de mirar a Valle para fijarse en su sobrino. Los mismos ojos verdes, serios, que también se clavaban en los suyos y le preguntaban cómo era capaz de partirle la nariz a un hombre que acababa de enviudar. En su propia casa. Delante de su hijo irremisiblemente enfermo.

Avergonzado pero todavía lleno de rabia, Perry salió de allí. Y se dirigió directamente hasta la fortaleza de los residentes. Tal vez Valle no fuera capaz de encontrar medicamentos que ayudaran a Garra, pero él había oído rumores sobre los topos. Y por eso se había colado allí, desesperado y muerto de ganas de hacer algo bien. ¿Y qué había conseguido? Apenas una manzana y el inútil dispositivo ocular de una residente.

Perry atrajo a su sobrino hacia sí.

—Fue una tontería, Garra. En ese momento no razonaba. Lo de aquella noche no debería haber ocurrido. Pero de todos modos necesito irme.

En realidad, ya debería haberlo hecho. Regresar implicaba volver a ver a Valle. No sabía si podrían seguir evitándose después de lo que había ocurrido. Pero Perry no estaba dispuesto a permitir que el último recuerdo que Garra tuviera de él fuera el puñetazo que le había asestado en la cara a Valle.

—¿Y cuándo te irás? —le preguntó su sobrino.

—He pensado que podría intentar… tal vez podría quedarme… —Tragó saliva. Le costaba encontrar las palabras, incluso cuando hablaba con Garra—. Pronto. Duérmete, Garra. Ahora estoy aquí.

Garra hundió el rostro en el pecho de su tío. Perry clavó la mirada en el éter mientras las lágrimas frías del niño le empapaban la camisa. A través de la grieta de la viga, veía las volutas azules formar círculos, fundirse en remolinos que giraban hacia un lado y hacia otro, como si no se decidieran por una dirección. La gente decía que el éter corría por la sangre de los Marcados. Que la calentaban y le proporcionaban su sentido. Era solo un dicho, pero Perry suponía que debía de ser cierto. La mayor parte de las veces, no se sentía en absoluto distinto al éter.

Garra tardó mucho rato en caer rendido, como un peso muerto en sus brazos. Para entonces a él ya se le había adormecido el hombro bajo el peso de su cabeza. Pero lo dejó donde estaba, y él también se durmió.

Perry soñó que se encontraba de nuevo en el incendio de los residentes, siguiendo a la chica. No podía verle el rostro, pero reconocía el pelo negro azabache. Y su olor desagradable. La seguía. Tenía que llegar hasta ella, aunque no sabía por qué. Estaba seguro de ello, con esa seguridad que solo existe en los sueños.

Despertó empapado en sudor, con calambres en las piernas. Su instinto le dijo que no se frotara los músculos, a pesar de que eso era lo que le pedía el cuerpo. Unas motas de polvo flotaban en el aire en penumbra del altillo, dispuestas como él imaginaba que debían de ser los olores, siempre dando vueltas en el aire. Más abajo, los tablones de madera crujían bajo el peso de su hermano, que ya iba de un lado a otro, echando más leña al fuego para avivarlo. Perry miró el macuto que seguía a sus pies, con la esperanza de que la capa de plástico desgastada impidiera a Valle captar los olores que se ocultaban debajo.

La escalera crujió también. Valle estaba subiendo. Garra dormía acurrucado junto a Perry, con la barbilla apoyada en un puño, el pelo castaño húmedo de sudor. Los chasquidos de la madera cesaron.

Valle respiraba tras él, y en el silencio aquel sonido acompasado resonaba con más fuerza. Perry no era capaz de oler el estado de ánimo de Valle. Como eran hermanos, sus narices no apreciaban los tonos, pues los confundían con los suyos propios. Pero imaginaba un aroma rojo, amargo.

Vio un cuchillo que se aproximaba, y durante un breve instante de pánico irreflexivo Perry pensó con asombro que Valle iba a matarlo allí. Se suponía que los desafíos al Señor de la Sangre debían dirimirse al aire libre, ante la tribu. Así se hacían las cosas. Pero aquel había empezado en torno a una mesa de cocina. Mal desde el principio. Garra sufriría, tanto si Perry se iba como si moría, tanto si moría como si vencía.

Pero una décima de segundo después, Perry se dio cuenta de que aquello no era ningún cuchillo, sino solo la mano de Valle, acercándose a Garra. La posó sobre su cabeza. La dejó allí un momento, y le retiró el pelo húmedo de la frente. Un momento después, bajó la escalera y cruzó la habitación. El altillo se inundó de luz cuando la puerta se abrió para volver a cerrarse. La casa quedó en silencio.