38

Peregrino

ARIA consiguió que se olvidara de comer. Aquella era una de las muchas señales que le indicaban que estaba metido en un buen lío. Habían terminado las escasas provisiones que se habían llevado del recinto de Castaño. Tendrían que cazar algo. Perry fabricó unas pocas flechas por la mañana, usando ramas que había ido recolectando, y decidió rastrear alguna pieza a medida que avanzaban. Se retrasarían un poco, claro, pero él ya no podía seguir ignorando los calambres que atenazaban su estómago.

Descendían por la ladera de una colina cuando olió un tejón en un prado amplio que llevaba a un río. El aroma penetrante del animal brotaba de las madrigueras subterráneas que le daban cobijo. Al momento decidió que esa sería su cena.

Perry encontró el túnel de entrada y otro más alejado. Encendió fuego en uno de ellos y pidió a Aria que esperara allí con una rama llena de hojas.

—Agita el humo, metiéndolo en el hueco. El animal vendrá hacia mí. Nunca corren hacia el fuego.

El tejón vio a Perry en cuanto salió de su escondrijo. Dio media vuelta e hizo exactamente lo que él acababa de decir que no haría. Perry corrió hacia Aria.

—¡El puñal! ¡Viene hacia ti!

Ella estaba preparada, observando la madriguera, cuando Perry llegó a su lado. Pero el tejón no salía. Aria se puso en pie y empezó a caminar. Se detenía a los pocos pasos, cambiando de dirección, sin dejar de contemplar el suelo del humedal. Perry entendió por qué lo hacía. Se lo había preguntado desde el día en que vieron a los lobos. Finalmente ella se incorporó y lo miró a los ojos.

—Está justo debajo de mí —dijo, sonriendo de oreja a oreja. Sorprendida.

Perry se descolgó el arco del hombro.

—No. Déjame a mí. Pero necesitaré tu puñal.

Perry se lo entregó y se alejó unos pasos, sin atreverse a parpadear para no perder detalle.

Ella esperó unos momentos, agarrando el arma con las dos manos. Entonces la levantó por encima de la cabeza, y la hundió con fuerza en la tierra embarrada.

Hasta Perry llegó un chillido amortiguado, que sabía que ella debía de haber oído perfectamente.

• • •

Después, en el mismo humedal, se sentaron junto al tronco de un árbol caído. Aria se tendió y apoyó la cabeza en su pecho. De un fuego se elevaba un penacho de humo más alto que las copas de los árboles. Al día le quedaban todavía algunas horas. Pero tenían el estómago lleno, y Aria estaba con buen ánimo, así que Perry echó la cabeza hacia atrás, saciado, relajado. Con los ojos cerrados, notaba el resplandor del éter tras sus párpados, mientras Aria le describía los sonidos que oía.

—No son fuertes… No sé cómo explicarlo. Se han ido haciendo más perceptibles. Sonidos que antes eran simples ahora me parecen complejos. Como el río. Hay centenares de pequeños sonidos que proceden del agua. Y el viento, Perry. Es constante, se mueve entre los árboles, hace chasquear el tronco y crujir las hojas. Puedo decirte con exactitud de dónde procede. Lo oigo con tal claridad que es casi como si pudiera verlo.

Perry intentaba en vano oír lo que ella oía, y sentía una curiosa sensación de orgullo ante su recién descubierta habilidad.

—¿Crees que estar aquí fuera… bajo el éter… crees que por eso me ha ocurrido esto? ¿Que la parte de Forastera que hay en mí está despertando?

Perry la oía, pero estaba tan a gusto que había empezado a quedarse dormido. Ella le pellizcó el brazo, y él se sobresaltó.

—Lo siento. El forastero que hay en mí se estaba quedando dormido.

Ella lo miró fijamente, con ojos vivaces.

—¿Crees que estoy emparentada con Rugido?

—Tal vez un parentesco muy lejano, de muchas generaciones. Oléis muy distinto. ¿Por qué?

—Rugido me cae bien. Pensaba que, si no encuentra a Liv, tal vez… ya sabes… Los dos somos audiles. No importa. Rugido nunca superará lo de Liv.

Perry se incorporó al momento.

—¿Qué?

Ella se echó a reír.

—Ahora sí estás despierto. ¿Te has creído que hablaba en serio?

—Sí. No. Aria, hay algo de verdad en lo que dices. Rugido sería más adecuado para ti. —Perry suspiró y se pasó la mano por el pelo. La miró. Había, además, otra razón, y tal vez fuera mejor que se la dijera, ya que, por lo que se veía, empezaba a dársele tan bien eso de contárselo todo—. Liv dice… dice que es un banquete para los ojos. —Intentó decirlo sin sonar envidioso, sin demasiado éxito. Ahora ella era capaz de distinguir miles de sonidos.

Aria sonrió. Le cogió la mano llena de cicatrices y le pasó el pulgar por los nudillos.

—Rugido es muy guapo. En Ensoñación casi todo el mundo se parece a él. O lo pretende.

A Perry se le escapó una maldición. Era culpa suya, por sacar el tema.

—Y en cambio aquí estás, haciendo manitas con un Salvaje de nariz torcida, con golpes y quemaduras en… ¿cuántos sitios has contado?

—Nunca he visto a nadie tan guapo como tú.

Perry se miró las manos. ¿Cómo lo conseguía? ¿Cómo hacía para lograr que se sintiera débil y fuerte a la vez? ¿Entusiasmado y aterrado? No sabía cómo devolverle todo lo que ella le había dado. Él carecía del don que ella poseía con las palabras. Lo único que podía hacer era cogerle la mano y besársela, acercársela al corazón y desear que ella pudiera oler cuál era su estado de ánimo en ese momento. Desear que las cosas entre ellos dos fueran fáciles. Al menos, ahora, ella había llegado a comprender. Estaba descubriendo el poder de los sentidos.

La estrechó entre sus brazos y la apoyó contra su pecho.

—Al menos sobre tu padre sí puedo decirte algo —dijo, porque sabía que ella sentía curiosidad—. Probablemente proviene de un linaje muy poderoso de audiles, siendo tú tan buena como eres con los sonidos.

Ella le apretó la mano.

—Gracias.

—Lo digo en serio. No ha sido poca cosa, oír a través de la tierra, a tanta profundidad…

Quedaron en silencio, y Perry le besó la cabeza. Sabía que ella estaba escuchando. Oyendo un mundo nuevo. Pero él ya no percibía su buen humor de hacía un momento.

Durante días Perry había sentido en las entrañas un nerviosismo, una inquietud. Una sensación parecida a la que sentía un instante después de cortarse, antes de que llegara el dolor. En ese caso, sabía cuándo lo atacaría. En tres días llegarían a Alegría. Y ella regresaría junto a su madre. No sabía qué haría él si no encontraban a Lumina. ¿Se la llevaría con los Mareas? ¿La llevaría al recinto de Castaño? No podía imaginarse haciendo ninguna de las dos cosas. La abrazó con más fuerza. Aspiró su perfume, muy hondo, impregnándose de él. Ahora estaba ahí.

—Perry. Di algo. Quiero oír tu voz de nuevo.

Él no sabía qué decir, pero no quería decepcionarla. Carraspeó.

—Desde que empezamos a dormir juntos en la cabaña del árbol no he dejado de tener el mismo sueño. Estoy en una llanura cubierta de hierba. Y sobre mi cabeza se extiende el cielo azul. No hay rastro de éter. Y la brisa ondula la hierba y despierta a los insectos. Y yo camino, y el arco que llevo a la espalda araña los campos. Y ni una sola cosa me preocupa. Es un sueño bueno.

Aria se apretó más a él.

—Tu voz suena como una hoguera de medianoche. Cálida, cómoda, dorada. Podría oírte hablar toda la noche.

—Eso no podría hacerlo nunca.

Ella se rio, y él le acercó los labios a la oreja.

—Hueles a las violetas de principios de primavera —le susurró. Y entonces se echó a reír, porque aunque era cierto, al decirlo sintió que era el mayor de los idiotas del mundo.

• • •

—¿Y Valle era un buen Señor de la Sangre?

Aria estaba tan impaciente por aprender más cosas sobre su sentido que no podía dormir, y se quedaron despiertos hasta muy tarde, hablando.

—Muy bueno. Valle es una persona muy tranquila. Piensa mucho las cosas antes de actuar. Tiene paciencia con la gente. Creo… creo que si no estuviéramos viviendo en estos tiempos… sería el hombre más adecuado para dirigir la tribu.

Perry se daba cuenta ahora de que tal vez por eso no había llegado a retar a su hermano para convertirse él en Señor de la Sangre, tanto como por su temor a herir a Garra. Todavía no terminaba de creerse que hubieran capturado a su hermano.

—Él no pensaba ir a buscar a Garra —dijo, recordando la última vez que estuvieron juntos—. Me dijo que hacerlo equivalía a poner en peligro la seguridad de la tribu. Por eso me fui yo.

—¿Y por qué crees que cambió de opinión?

—No lo sé.

Valle nunca había puesto nada por encima del bien de tribu, pero Garra era su hijo.

—Ahora están juntos. ¿Todavía vas a intentar sacarlos de allí? —Él la miró—. A Garra lo están cuidando. Allí tiene la posibilidad de vivir.

—Yo no me rindo.

Aria entrelazó su mano con la suya.

—¿Aunque sea mejor para él?

—¿Me estás diciendo que debería dejarlo ahí? ¿Cómo podría hacer algo así?

—No lo sé. Yo también intento imaginarlo.

Perry hizo una pausa.

—Aria… —Iba a decirle que estaba entregado a ella. Que nada era ya igual que antes a causa de ella. Pero ¿qué más daría? Ya solo les quedaban tres días para estar juntos. Y él sabía que ella debía regresar a su casa. Sabía muy bien lo mucho que necesitaba a su madre.

Aria le cogió la otra mano.

—¿Sí, Peregrino?

Y, al cabo de un momento, esbozó una sonrisa.

Él se descubrió a sí mismo sonriendo también.

—Aria, no entiendo que en este momento estés tan contenta.

—Solo pensaba. Pronto serás Peregrino, Señor de los Mareas —dijo, haciendo girar una mano en el aire mientras pronunciaba aquellas palabras—. Me encanta cómo suena.

Perry soltó una carcajada.

—Hablas como una auténtica audil.