37

Aria

A la mañana siguiente, Perry le dijo que los olores de los lobos ya eran débiles. Aunque no creía que la jauría estuviera cerca, reemprendieron la marcha con más cuidado que nunca, y solo se relajaron cuando dejaron atrás aquel territorio.

Se mostraba distinto con ella. Le hablaba en voz baja mientras caminaban. Respondía a todas y cada una de sus preguntas, y le contaba incluso algunas cosas que ella no le preguntaba, pues sabía que ella deseaba conocerlas. Le hablaba de las plantas que se encontraban por el camino, le explicaba cuáles eran comestibles y cuáles tenían propiedades medicinales. Le mostraba los rastros de los animales con los que se cruzaban, y le enseñaba a orientarse según la forma de las colinas.

Aria memorizaba todas y cada una de las palabras que él pronunciaba, saboreaba todas y cada una de las sonrisas que le dedicaba. Siempre encontraba alguna excusa para acercarse a él, fingiendo interés en alguna hoja, en alguna roca. Pero no había nada que la fascinara más que él mismo. Cuando Perry le dijo que tardarían seis días en llegar a Alegría, dejó de lado las excusas. Seis días sin saber nada de Lumina era una espera demasiado larga. Pero seis días no era tiempo suficiente para estar con él.

Esa tarde se detuvieron a comer algo sobre una formación rocosa. Perry le rozó la mejilla con los labios mientras ella comía, y ella descubrió que esos besos sin motivo eran la cosa más deliciosa del mundo, incluso cuando una estaba masticando comida. Con aquellos besos, los bosques se iluminaban, se iluminaba el cielo eterno, se iluminaba todo.

Aria se unió a aquella táctica, que bautizó como del «Beso Espontáneo», y pronto descubrió lo mucho que costaba sorprender a un esciro. Cada vez que ella intentaba devolverle algún beso espontáneo, Perry sonreía con los ojos entrecerrados y extendía los brazos. Ella lo besaba de todos modos, porque no le importaba, hasta que en algún momento recordaba que algún día escogería a una chica que fuera como él. Una esciro que también fuera inmune al Beso Espontáneo. Aria se preguntaba si conocerían todas las emociones que sintiera el otro. Le resultaba curioso, y a la vez le daba miedo, saber que era capaz de odiar a alguien a quien ni siquiera había visto nunca. Ella no era así. Al menos antes no lo era.

Esa noche Perry fabricó una hamaca con sus mantas y una cuerda. Así, acurrucados muy juntos, envueltos en aquel nido de lana cálida, ella notaba los latidos de su corazón bajo el oído, y deseó lo que siempre deseaba en Ensoñación: poder existir en dos mundos a la vez.

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Al día siguiente se pasó horas pensando, volviendo hacia sí misma sus preguntas, sus ganas de saber. Lo que estaba descubriendo sobre su persona le gustaba. La nueva Aria sabía que había que desplumar a las aves cuando todavía estaban tibias, para que las plumas cedieran más fácilmente. La nueva Aria era capaz de encender una hoguera ayudándose de un cuchillo y un pedazo de cuarzo. La nueva Aria cantaba envuelta en los brazos de un muchacho rubio.

No sabía cómo encajaría esa parte de ella en lo que la aguardaba a cinco días de allí. ¿Cómo se sentiría al regresar a la Cápsula? Sabiendo lo absolutamente viscerales y aterradores y euforizantes que habían sido esos días, ¿cómo podría regresar a aquellas emociones simuladas? No lo sabía, pero pensar en ello era algo que la preocupaba. En cuanto a la gran pregunta —qué ocurriría cuando llegara a Alegría—, hizo algo que era nuevo para ella: suspendió toda interrogación, todo temor, y confió en que ya sabría qué hacer cuando llegara el momento.

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—¿Perry? —le susurró aquella noche, cuando ya era tarde. Él la estrechó entre sus brazos, apretándole mucho las costillas, y Aria supo que lo había despertado.

—¿Mmm?

—¿Desde cuándo tienes tus sentidos?

En medio de aquel silencio, ella creía oír cómo se zambullía en sus recuerdos.

—Primero me vino la visión. Tendría unos cuatro años. Durante un tiempo nadie supo que era distinto… ni siquiera yo. La mayoría de videntes ven mejor con luz, pero yo creía que todo el mundo veía igual que yo. Cuando se supo que yo era Vidente Nocturno nadie pareció demasiado impresionado. O al menos no me lo demostraban. Tenía ocho años cuando empecé a oler humores. Ocho años recién cumplidos. De eso sí me acuerdo.

—¿Por qué? —preguntó Aria. Pero por la manera en que lo dijo, se daba cuenta de que había algo que no estaba segura de querer saber.

—Oler los humores de la gente lo cambió todo… Me di cuenta de que, muchas veces, la gente decía una cosa y pensaba otra. Que muchas veces deseaba lo que no podía obtener. Empecé a ver los motivos de todo… No podía evitar saber las cosas que la gente ocultaba.

A Aria se le aceleró el pulso. Le cogió la mano que se había quemado. Había dejado de usar el vendaje la noche en que salieron del recinto de Castaño. En el reverso, había zonas en que la piel era demasiado áspera, y otras en que se notaba muy suave. Se la acercó a la cara y la besó. Nunca habría imaginado siquiera que una cicatriz pudiera ser algo digno de ser besado, pero a ella le encantaban todas sus cicatrices. Las había ido encontrando, y las había besado todas, y le había pedido que le contara la historia de cada una de ellas.

—¿Qué fue lo que descubriste? —le preguntó.

—Que mi padre bebía para poder soportar estar a mi lado. Descubrí que se sentía aún mejor cuando sus puños se tropezaban con mi cuerpo. Durante un rato. No mucho.

Con los ojos llenos de lágrimas, Aria lo abrazó con fuerza y lo notó muy agarrotado. Ella ya había captado algo de eso. De algún modo, ya lo sabía.

—Perry, ¿qué podías haber hecho tú para merecer eso?

—Mi… Nunca he hablado de esto.

Perry ahogó un sollozo, y a ella se le hizo un nudo en la garganta.

—A mí puedes contármelo.

—Lo sé… Lo intento… Mi madre murió al darme a luz. Murió por mi culpa.

Ella se echó hacia atrás para verle la cara. Él cerró los ojos.

—No fue culpa tuya. No puedes culparte por eso. Perry… ¿te culpas a ti mismo?

—Él sí me culpaba. ¿Por qué no iba a culparme yo?

Recordó lo que le había dicho sobre matar a una mujer. Ahora se daba cuenta de que se estaba refiriendo a su madre.

—¡Eras un recién nacido! Fue un accidente. Algo horrible que sucedió. Está muy mal que tu padre te hiciera sentir así.

—Él sentía lo que sentía. Los humores no se pueden disimular.

—¡Estaba equivocado! ¿Tu hermano y tu hermana también te culpaban?

—Liv no me echó nunca la culpa. Y Valle nunca actuó como si lo hiciera, aunque no puedo estar seguro. No puedo oler sus humores, lo mismo que no puedo oler los míos. Pero tal vez lo hiciera. Yo soy el único que ha heredado su sentido. Mi padre lo dejó todo por estar con ella. Creó una tribu. Tuvo a Valle y a Liv. Y después llegué yo y le robé lo que más amaba. La gente decía que había sido la maldición por mezclar las sangres. Decían que finalmente había tenido que pagar el precio.

—Tú no le robaste nada. Es algo que sucedió, eso es todo.

—No, eso no es todo. A mi hermano le ocurrió lo mismo. Mila también era vidente y… también está muerta. Garra está enfermo… —Aspiró hondo y suspiró, tembloroso—. No sé lo que digo. No debería estar hablando de esto contigo. Últimamente hablo demasiado. Tal vez ya no sé cómo se para.

—No tienes por qué parar.

—Ya sabes qué pienso de las palabras.

—Las palabras son la mejor manera que tengo para conocerte.

Él le acarició el rostro y le pasó los dedos por el pelo.

—¿La mejor manera?

Le rozó varias veces la barbilla con el pulgar, en un gesto que la distraía. Sabía muy bien qué era lo que quería. Tal vez todo lo que él había hecho en la vida había sido huir hacia delante. Intentar salvar a toda la gente que podía. Intentar compensar por algo que nunca había hecho.

—Perry —dijo Aria, cubriéndole la mano con la suya—. Peregrino, tú eres una persona buena. Has arriesgado tu vida por Garra y por Tizón. Por mí. En mi caso lo hiciste cuando ni siquiera te caía bien. Te preocupas por tu tribu. Te duele saber que Rugido y tu hermana se encuentran en la situación en la que se encuentran. Sé que te duele mucho. Lo veía en tu cara cuando Rugido hablaba de Liv. —Le temblaba la voz. Tragó saliva para deshacer el nudo que sentía en la garganta—. Eres bueno, Peregrino.

Él negó con la cabeza.

—Tú ya me has visto.

—Exacto. Y por eso sé que tu corazón es bondadoso. —Le apoyó la mano en el pecho y sintió toda la vida que palpitaba en su interior. Con tanta fuerza que era como si tuviera la oreja pegada a su torso.

Él dejó de acariciarla con el pulgar. La mano ascendió hasta la nuca. La atrajo hacia sí hasta que sus frentes se tocaron.

—Me han gustado esas palabras —dijo.

En sus ojos brillantes Aria vio lágrimas de gratitud y confianza. También vio la sombra de lo que ninguno de los dos se atrevía a decirse, pues solo les quedaban unos pocos días más juntos. Pero ahora, esa noche, las palabras sobraban.