Peregrino
PERRY y Aria franquearon juntos la verja. Recogieron las cosas que habían dejado junto a las rocas y echaron a correr. El éter lanzaba sus gritos, soltaba embudos que hacían temblar la tierra que pisaban. El humo enturbiaba el aire fresco a medida que los bosques ardían.
Avanzaban deprisa, movidos por la urgencia de alejarse de Delfos. En cuestión de horas dejaron atrás lo peor de la tormenta, y pasaron el resto de la noche viajando en silencio. Descendían las laderas de los montes cogidos de la mano. Se pasaban el agua cada vez que uno de los dos bebía, y de vez en cuando se acariciaban. Ella lo cogía de la mano durante unos pasos. Él le apoyaba la suya en la cadera un instante. Era su manera de decirse «Estoy aquí», «todavía estamos juntos».
Hacia el amanecer, Perry no pudo seguir ignorando los olores que los acechaban. La sangre y la ceniza se incrustaban en sus ropas, en su piel. El humo de la tormenta de éter menguaba. Ya no podía confiar en que seguiría enmascarando sus perfumes, en que mantendría alejados a los lobos. Se detuvieron al llegar a un río que descendía en cascada, entre grandes rocas grises, y allí se lavaron rápidamente, tiritando al sentir el agua helada. Después reemprendieron la marcha. Perry esperaba que bastara con aquello.
Horas después, Aria se agarró de su brazo.
—Oigo ladridos, Perry. Debemos refugiarnos en algún lugar seguro.
La tarde era fría, y al hablar soltó vaho por la boca.
Perry aguzó el oído. Hasta él solo llegaba la calma después de la tormenta, pero el olor de los animales sí lo percibía con fuerza, y le indicaba que la jauría no podía encontrarse lejos. Buscaba con la mirada un árbol de envergadura en el que encontrar refugio, pero solo encontraba abetos de ramas altas y finas. Aceleró el paso, maldiciéndose a sí mismo por no haber cogido más flechas cuando habían regresado al recinto de Castaño a llevar a Tizón y a Rugido. Ahora solo le quedaba el puñal. Un puñal que no duraría mucho entre tantos lobos.
Aria miró hacia atrás y abrió mucho los ojos.
—¡Perry, están ahí detrás!
Momentos después oyó a los lobos, dos aullidos agudos que le parecieron demasiado cerca. Desesperado, corrió hasta el árbol más cercano, una elección poco acertada, pues las ramas eran demasiado bajas y quebradizas. Entonces vio un sendero creado por el paso de animales, un camino de tierra que ascendía hasta otro árbol. Y se fijó en una cabaña de madera instalada entre las ramas de un pino enorme. Aria y él corrieron hacia allí, mientras los gruñidos se hacían más audibles. Había marcas de garras en la base del tronco. Una escalera de cuerda colgaba de una gruesa rama.
Perry levantó a Aria hasta la escalera.
—¡Ya vienen! —gritó—. ¡Perry, sube!
Pero no podía. Todavía no. No creía que aquellas cuerdas resecas aguantaran el peso de los dos. Desenvainó el puñal y se volvió.
—¡Sube tú! ¡Yo lo haré luego!
Ante él aparecieron siete lobos. Animales inmensos de ojos azules, brillantes, y de pelo plateado. Su olor llegaba hasta Perry como una oleada roja de sed de sangre. Levantaron los hocicos, olisqueando, lo mismo que él, y echaron hacia atrás las orejas y enseñaron los dientes, al tiempo que erizaban el pelo de la grupa.
Aria llegó a lo alto y lo avisó. Perry dio otra media vuelta y de un salto se aferró al peldaño más alto que alcanzó. Levantó las piernas y blandió el puñal, mientras los lobos intentaban morderlo. Pateó a uno de ellos en una oreja, y oyó que gemía y se echaba hacia atrás, lo que le dio tiempo de apoyar los pies en un peldaño e impulsarse hacia arriba. En cuestión de segundos llegó a lo alto.
Aria lo sujetó para que no perdiera el equilibrio. Avanzaron con cuidado por la rama ancha hasta la cabaña. Dos de sus lados estaban construidos sólidamente, con tablones yuxtapuestos. En los otros dos había espacios entre los listones, lo que daba a la construcción un aspecto de jaula.
Aria fue la primera en entrar. A él no le cabían los hombros, y tuvo que partir un tablón de una patada. La madera crujió, y una vez dentro descubrió que no podía ponerse totalmente de pie, pero las maderas que formaban el suelo se veían resistentes. Los dos permanecieron unos instantes mirándose, jadeando, mientras los lobos aullaban debajo y rascaban el tronco con las garras. Entonces él apartó unas hojas secas con los pies y dejó el macuto en el suelo. La última claridad del día se filtraba, grisácea, entre los troncos, como una luz que se moviera a través del agua.
—Aquí arriba estaremos a salvo —dijo.
Aria miró hacia fuera, y sintió los hombros tensos, agarrotados. Aquellos rugidos rabiosos no cesaban.
—¿Cuánto tiempo se quedarán ahí abajo?
Perry no creyó que sirviera de nada mentirle. Los lobos esperarían, igual que habían esperado los cuervajos.
—El tiempo que haga falta.
Perry se pasó una mano por el pelo, sopesando sus opciones. Podía fabricar flechas nuevas, pero tardaría un buen rato, y además había arrojado el arco al suelo cuando estaba abajo. Por el momento no se le ocurría nada. Se arrodilló y sacó la manta del macuto. Habían tenido que correr mucho para ponerse a salvo, y todavía no sentían frío. Pero no tardarían en sentirlo.
Permanecieron juntos, sentados, mientras la noche caía sobre la cabaña. La oscuridad amplificaba los gruñidos que provenían de abajo. Perry sacó el agua, pero Aria no quiso beber. Se cubría los oídos y cerraba los ojos con fuerza. Su humor exudaba ansiedad, y él sabía —sentía— que aquellos sonidos le causaban dolor físico. Pero no sabía cómo ayudarla.
Transcurrió una hora. Aria no se había movido. Perry creía que estaba a punto de volverse loco cuando los ladridos cesaron inesperadamente. Se incorporó.
Aria se destapó los oídos, y a sus ojos, fugazmente, asomó una esperanza.
—Todavía siguen aquí —susurró.
Él se apoyó contra los tablones, disfrutando del silencio. Un aullido. Un escalofrío recorrió su espalda. Cada vez más agarrotado, escuchaba aquel lamento que no se parecía a nada que hubiera oído en su vida. Igual que le sucedía cuando se entregaba, aquel sonido le provocaba el sentimiento más profundo, más intenso, y se le formaba un nudo en la garganta. Fueron sumándose otros lobos, creando un sonido que le ponía los pelos de punta.
Al cabo de unos minutos, aquellos aullidos también cesaron. Perry albergó esperanzas, pero los ladridos y los arañazos de las garras regresaron. Notó que los tablones se movían bajo su peso cuando Aria se levantó y se acercó al borde. La manta que llevaba sobre los hombros se le cayó. Perry la observaba mirando hacia abajo, a los lobos. Y entonces ella se rodeó la boca con las manos y cerró los ojos.
Él creyó que se trataba de otro lobo que aullaba. Ni siquiera al verla podía creer que un sonido como ese hubiera salido de su garganta. Los ladridos, abajo, cesaron al momento. Cuando terminó, lo buscó con la mirada, apenas un instante. Y entonces entonó un lamento más triste, más intenso, con voz más poderosa, más que la de los lobos que acechaban abajo.
Cuando terminó, el silencio se apoderó de todo. El corazón de Perry latía con fuerza.
Oyó un quejido leve, una especie de estornudo. Y entonces, al cabo de un momento, el sonido de pisadas que indicaba que los lobos se retiraban hacia la noche.
• • •
Ahora que los animales se habían ido, volvieron a sentarse y compartieron el agua. El temor de Perry se iba disipando, y dejaba al descubierto un profundo cansancio. No podía dejar de mirar a Aria. No podía dejar de asombrarse.
—¿Qué les has dicho? —le preguntó al fin.
—No tengo ni idea. Lo único que he hecho ha sido imitar sus aullidos.
Perry dio un trago al agua.
—Es un don que tienes.
—¿Un don? —Ella pareció perderse en sus pensamientos durante unos momentos—. Hasta ahora no lo había pensado así. Pero tal vez lo sea. —Sonrió—. Somos parecidos, Perry. Mi tipo de voz se conoce como voz de «soprano halcón».
Él sonrió.
—Pájaros de una pluma.
Ya más tranquilos, comieron un poco de queso y unos frutos secos que se habían llevado del recinto de Castaño. Después se cubrieron con las mantas y se tendieron sobre el suelo de tablones. Oían el rumor del viento al pasar entre las ramas de aquel árbol.
—¿Tienes alguna chica en tu tribu? —le preguntó Aria.
Perry la miró, y sintió que se le aceleraba el pulso. Era la última pregunta que le apetecía responder.
—A nadie importante —dijo, cauto. Aquello sonaba horrible, pero era la verdad.
—¿Y por qué no es importante?
—Tú ya sabes qué voy a responderte, ¿verdad?
—Rosa me lo contó. Pero quiero oírlo de tu boca.
—Mi sentido es el menos frecuente. El más poderoso. Para nosotros es más importante mantener nuestro linaje puro, más aún que para los demás Marcados. —Se frotó los ojos fatigados y suspiró—. Si los sentidos se cruzan, se desencadena una maldición. Y llega la desgracia.
—¿Una maldición? Eso suena muy arcaico. Como a algo sacado de la Edad Media.
—Pues no lo es —replicó él, intentando disimular el enfado.
Ella permaneció un instante pensativa, y echó hacia atrás la cabeza.
—¿Y entonces tú qué? Tú tienes dos sentidos. ¿Tu madre era esciro?
—No, Aria. No quiero hablar de ello.
—De hecho, yo tampoco quiero.
Permanecieron en silencio. Perry deseaba acercarse a ella. Quería sentirse como en el día anterior, cogerla de la mano. Pero su estado de ánimo se había vuelto distante, frío como la noche.
Finalmente, Aria habló.
—Perry, ¿qué olores percibiría yo ahora si fuera una esciro?
Perry cerró los ojos. Describiendo sus diferencias no lograría acercarse más a ella. Pero tampoco lo conseguiría si se negaba a responder. Aspiró hondo y le transmitió lo que su nariz captaba.
—Hay rastros de los lobos. Los aromas del árbol traen un tono invernal.
—¿Los árboles huelen a invierno?
—Sí. Ellos saben antes que nadie qué tiempo hará.
Ya empezaba a lamentar contarle aquellas cosas. Aria se mordió el labio inferior.
—¿Y qué más? —preguntó Aria, pero él notaba en su olor que le dolía que él supiera tantas cosas que ella no sabía.
—Hay resina y polvo en los clavos de hierro. Huelo los restos de un incendio, que probablemente ardió hace meses, pero la ceniza es distinta a la de ayer, la de Tizón. Esta es seca y su sabor recuerda a la sal fina.
—¿Y la de ayer? —preguntó ella en voz baja—. ¿A qué olía la ceniza de ayer?
Perry la miró.
—A azul. A vacío. —Ella asintió, como si comprendiera, aunque no podía—. Aria, esto no es buena idea.
—Por favor, Perry. Quiero saber cómo son las cosas para ti.
Él carraspeó al notar que se le agarrotaba la garganta.
—Esta cabaña pertenecía a una familia. Huelo restos de un hombre y una mujer. Un mancebo…
—¿Qué es un mancebo?
—Un niño que está a punto de convertirse en hombre. Como Tizón. Tienen un olor que no puede olvidarse, no sé si me entiendes.
Ella sonrió.
—¿Y ese sería tu olor?
Él se llevó la mano al corazón, fingiendo ofensa.
—Eso me ha dolido. —Esbozó una sonrisa—. Sí, sin duda. Para otro esciro, mis apetitos deben apestar.
Ella se echó a reír y ladeó la cabeza. El pelo negro se derramó sobre un hombro. Y, al momento, el frío de la noche se desvaneció.
—¿Y si yo fuera esciro sabría todo eso? —preguntó.
—Eso y más. —Perry suspiró, soltando el aire despacio—. Tendrías una idea bastante clara de lo que deseo en este momento.
—¿Y qué sería eso?
—Tenerte más cerca.
—¿Cuánto más cerca?
Él levantó un pico de su manta.
Aria lo sorprendió rodeándolo con los brazos y estrechándolo en ellos. Perry bajó la mirada para ver sus cabellos negros, la cara hundida en el pecho. En lo más profundo de su ser sintió que un peso frío se levantaba. No era en abrazos en lo que él estaba pensando, pero tal vez fuera mejor así. No sabía por qué le sorprendía que ella supiera mejor que él mismo lo que le convenía.
Transcurrido un momento, se retiró. Tenía lágrimas en los ojos. Estaba muy cerca, y su olor pasaba a través de él y lo llenaba. Descubrió que a sus ojos también asomaba el llanto.
—Sé que tú y yo solo tenemos este tiempo. Sé que terminará.
Entonces la besó, separando aquellos labios suaves con los suyos. Su sabor era perfecto, a lluvia nueva. El beso se hizo más profundo, recorrió su cuerpo con las manos, la atrajo hacia sí. Pero entonces ella se retiró y sonrió. Sin decir nada, le besó la nariz, la comisura de los labios, y después un hoyuelo en la mejilla. Cuando le levantó la camisa, creyó que el corazón iba a dejar de latirle. Él la ayudó y se la quitó por encima de la cabeza. Los ojos de Aria recorrieron aquel pecho, y sus dedos resiguieron las marcas. Él no lograba respirar más despacio.
—Perry. Quiero verte la espalda.
Otra sorpresa, pero asintió y se dio media vuelta. Echó la cabeza hacia delante y aprovechó el momento para intentar calmarse un poco. Aria dibujó con un dedo el perfil de sus alas sobre su piel, y él dio un respingo y soltó un gemido. Se maldijo a sí mismo: ni queriendo habría podido sonar más salvaje.
—Lo siento —susurró ella.
Él carraspeó.
—Nos las ponen cuando cumplimos los quince años. A todos los Marcados. Una banda es para el sentido, y la otra para el nombre.
—Es magnífico. Como tú —dijo ella.
Las palabras de Aria fueron decisivas. Se volvió por sorpresa, la agarró y la tumbó sobre los tablones, razonando lo justo para suavizar la caída antes de llegar al suelo.
Aria soltó una risotada de sorpresa.
—¿No te ha gustado eso?
—Sí. Demasiado. —Mediante unos pocos movimientos rápidos, consiguió colocar una manta debajo de ellos, y otra encima, cubriéndolos. Y entonces ella fue suya. La besó y se perdió en la seda de su piel, y en su perfume de violetas.
—Perry… si nosotros… no podría quedar…?
—No —dijo él—. Tu olor sería distinto.
—¿Ah sí? ¿Cómo?
Preguntas. Claro. Conociéndola… Incluso en ese momento no podía dejar de preguntar.
—Más dulce —dijo.
Ella lo atrajo más hacia sí, y le rodeó el cuello con los brazos.
—Aria, si no estás segura no tenemos por qué hacerlo —susurró él.
—Confío en ti, y estoy segura —dijo ella, y él supo que decía la verdad.
La besó despacio. Todo lo hacía despacio, para adaptarse a su humor, y la miraba a los ojos. Cuando se unieron, aspiró el olor de su valentía, de su certeza. Perry se lo apropió, respiró su respiración, sintiendo lo que ella sentía. Nunca hasta entonces había sentido que estuviera haciendo algo tan bien hecho.