Aria
ARIA se agazapó al ver que aparecía un tercer hombre, a apenas veinte pasos de donde se encontraba. Sujetó con fuerza el puñal de Garra, preparándose para el combate, pero al momento constató que no se dirigía hacia ella, sino hacia el árbol del que colgaba el muerto. El temor se apoderó de ella. Lo que buscaba era el cuerno. Si alertaba al resto de hombres, no moriría solo ella, sino también los hombres de Castaño. Rugido. Y Perry.
Esperó a que llegara junto al tronco del árbol para abalanzarse sobre él. Aria no sentía el movimiento de sus piernas. Sabía que había escogido el momento adecuado. El cuervajo estaba trepando, tenía las manos ocupadas, y se encontraba de espaldas a ella. Y ella, tal como le había enseñado Rugido, usó la velocidad y el factor sorpresa en su propio beneficio.
Debería haber sido perfecto. Pero, a escasos pasos de su diana se dio cuenta de que los únicos blancos letales que conocía se encontraban en la parte frontal del cuerpo. Se planteó adelantarse y clavarle el puñal en la yugular, pero el hombre estaba demasiado alto.
Ya no podía volver atrás. El cuervajo la había oído y empezaba a volver la cabeza. Durante un segundo que se hizo eterno, sus ojos se encontraron. La voz de Rugido atronó en su mente. «Ataca tú primero, y rápido». Pero ¿dónde? ¿En la pierna? ¿En la espalda? ¿Dónde?
El hombre se bajó del árbol, y cayó hacia ella. Aria intentó levantar el puñal. Quería hacerlo, pero cuando quiso darse cuenta, él ya se había abalanzado sobre ella.
Aria cayó boca arriba, y le pareció que le faltaba el aire. Dejó escapar un grito ahogado. El caníbal se había tendido sobre su cuerpo. Entonces se estremeció y quedó inerte.
Lo había matado.
Oleadas de pánico recorrieron todo su ser al sentir los cabellos del aquel hombre sobre sus ojos, su peso oprimiéndola. Intentó en tres ocasiones llenar de aire los pulmones. Cuando, finalmente, lo logró, no tuvo más remedio que impregnarse de su olor corporal, un hedor insufrible que le dio náuseas y le revolvió el estómago.
Un rostro apareció sobre ella. Una niña. Tenía los ojos muy abiertos, pero era bonita. Se subió al árbol, se pasó por el cuello el cordel del cuerno, bajó al suelo de un salto y salió corriendo.
Aria retiró el hombro con todas sus fuerzas, y logró liberar el brazo. Con otro empujón apartó al hombre. Tenía que alejarse de él como fuera. No podía hacer nada más que llenar de oxígeno sus pulmones hambrientos.
Llegó alguien, un hombre de mayor tamaño. De pronto estaba ahí, acuclillado a su lado. Aria palpó el suelo, en busca del puñal, y volvió a oír las palabras de Rugido en su mente: «No sueltes nunca el puñal».
—Tranquila, Aria. Soy yo.
Perry. Recordó que él también llevaba un gorro que ocultaba su pelo largo, de reflejos dorados.
—¿Estás herida? ¿Dónde?
Recorrió su vientre con las manos.
—No soy yo —dijo—. No es mía.
Perry la estrechó en sus brazos. Maldiciendo en voz baja, diciéndole que creía que había vuelto a ocurrir. Ella no entendía a qué se refería. Pero quería quedarse allí, pegada a él. Acababa de matar a un hombre. Estaba manchada de su sangre, y no podía dejar de temblar. Pero se apartó.
—Perry —dijo—. Tenemos que encontrar a Rugido.
Todavía no se habían puesto en pie cuando el tañido del cuerno rasgó el silencio.
• • •
Corrieron juntos a través del bosque umbrío, empuñando los puñales, hasta que se tropezaron con un cuerpo boca abajo, una pierna doblada en una posición forzada. A Aria le flaquearon las piernas. Conocía bien las proporciones de Rugido, porque se había pasado los últimos días observándolo, estudiándolo bien para calcular sus ataques.
—No es él —dijo Perry—. Es Gage.
Rugido los llamó en voz muy baja desde más lejos.
—Perry, aquí.
Lo encontraron sentado, con la espalda apoyada en un árbol, una pierna estirada y un brazo apoyado en la otra rodilla. Aria se acuclilló junto a él.
—Eran cinco. A Mark se lo han cargado de entrada. Gage y yo hemos matado a cuatro. Él se ha ido a perseguir al que ha conseguido huir.
—Gage está muerto —dijo Perry.
Bajo la pierna de Rugido brillaba un charco de sangre. Aria se fijó en que tenía un desgarro en los pantalones, a la altura del muslo. La piel estaba abierta, y el músculo también. La sangre brotaba sin detenerse en la herida, teñida del azul del éter que iluminaba el cielo.
—La pierna, Rugido.
Presionó con las dos manos para detener la hemorragia.
Rugido se retorció de dolor. Perry arrancó una tira de cuero del macuto y lo ató por encima de la herida. Sus manos se movían velozmente.
—Yo te llevaré.
—No, Peregrino —se negó Rugido—. Los cuervajos se acercan.
Aria también los oía. Sonaban las campanillas. Los caníbales avanzaban en su persecución, sin que la tormenta impidiera su avance.
—Primero te llevaremos junto a Castaño —sentenció Perry.
—Están demasiado cerca. No llegaremos a tiempo.
Un escalofrío recorrió la nuca de Aria. Miró a través de los árboles, imaginando a sesenta caníbales avanzando hacia ellos cubiertos con capas negras.
Perry soltó una maldición. Le entregó a Aria el macuto, el arco y las flechas.
—No vayas más de tres pasos por detrás de mí.
Levantó a Rugido, pasándole un brazo por encima del hombro, como había hecho con Tizón. Y echaron a correr. Perry cargaba a medias con su amigo, y las campanillas resonaban en sus oídos. Ella descendía por la ladera a trompicones. Aquel sonido la iba a enloquecer.
Perry escrutaba los árboles con ojos brillantes, muy abiertos.
—¡Aria! —gritó, volviéndose hacia un grupo de rocas. Dejó a Rugido en el suelo y recogió el arco y las flechas que ella le sostenía.
Aria se agazapó tras las grandes piedras, sin aliento. Junto a Rugido. Perry, en pie, del otro lado, lanzaba una lluvia de flechas, una tras otra, sin detenerse en ningún momento. La noche traía gritos de advertencia. Los cuervajos lanzaban sus últimas palabras al cielo. Sin embargo, las campanillas estaban cada vez más cerca.
Aria no lograba apartar los ojos de Perry. Lo había visto en esa situación otras veces. Casi sereno mientras lidiaba con la muerte. En aquellas ocasiones le había resultado un desconocido. Pero era Perry. ¿Cómo podía soportar hacer algo así? Por otra parte, ¿qué alternativa le quedaba?
Al fin, Perry soltó el arco, que cayó sobre la pinaza emitiendo un ruido sordo.
—Ya estoy —susurró—. Me he quedado sin flechas.