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Peregrino

—ESTO será un aburrimiento sin vosotros —dijo Castaño. Tras él, las pantallas de la sala no emitían nada. Su cámara, finalmente, se había estropeado.

Aria lo cogió de la mano.

—No sabes la envidia que me das. Un día aburrido suena maravilloso.

Ya estaban listos. Perry había comprobado varias veces que no se olvidaban nada. Le había entregado a Aria el puñal de Garra. A partir de esa noche, los de madera no le servirían de nada. Y había repasado el plan con Gage y con Mark, dos de los hombres de Castaño. Este había insistido en que los acompañaran. Gage y Mark llevarían a Aria de regreso a Delfos si, a su llegada a Alegría, descubrían que lo que se decía de la Cápsula era cierto.

Castaño abrazó a Aria. Por contraste, su pelo se veía casi blanco.

—Ya sabes que siempre serás bienvenida en esta casa. Pase lo que pase, encuentres lo que encuentres, aquí tendrás un sitio.

Perry se volvió hacia la pintura del barco sobre la playa gris, con el fondo del mar, una franja azul que se extendía hasta el horizonte. Al mirarlo, casi le parecía que podía oler su tierra. ¿Y si Aria se veía obligada a regresar hasta allí? El recinto de Castaño estaba a apenas unas semana de la tierra de los Mareas. ¿Cambiaría eso las cosas? Perry meneó la cabeza, contradiciéndose a sí mismo. No, no las cambiaría. Los Mareas jamás aceptarían a una residente una vez supieran lo ocurrido con Valle, Garra y Clara. Ya no lo habrían hecho de entrada. Y él no cometería el mismo error que, antes que él, habían cometido su padre y su hermano. De mezclar sangres nunca nacía nada bueno. Él lo sabía mejor que nadie.

Rugido dio un paso al frente.

—Como Señor de la Sangre, podrías alcanzar un nuevo acuerdo con Sable. Podrías recuperar a Liv.

Perry lo miró fijamente. En parte porque aquella propuesta salía de la nada. Y en parte porque se dio cuenta de que, en efecto, en su calidad de Señor de la Sangre podía hacerlo. Se trataba de algo que formaba parte de sus deberes. Con todo, que pudiera hacerlo no significaba que fuera a hacerlo. No se trataba de una decisión fácil.

—No me pidas eso ahora.

—Sí, te lo pido ahora. —Señaló a Aria con un movimiento de cabeza—. Creía que verías las cosas de otro modo.

Perry la miró. Seguía conversando con Castaño. No podía dejar de pensar en cómo se había sentido cuando se besaron.

—No es lo mismo, Rugido.

—¿Ah, no?

Perry se cargó el macuto al hombro. Cogió el arco y las flechas.

—Vámonos.

Deseaba que la tierra empezara a temblar pronto bajo sus pies. Que la noche penetrara en sus fosas nasales. Con un arma en la mano, siempre sabía lo que debía hacer.

Salieron por una puerta pequeña de la muralla que daba al norte. Perry lo olisqueaba todo, para que la tierra y el viento le contaran lo que iban encontrando. Sintió el cosquilleo del éter en la nariz. Alzó la vista y constató que el cielo estaba lleno de espirales.

Se internó discretamente en el bosque, librándose al fin de la sensación de estar atado. Se dividieron en dos grupos para reducir los sonidos de sus movimientos. Él ascendía por la ladera de la colina en compañía de Aria, avanzando con gran cautela, escrutando las copas de los árboles. Estaba convencido de que los centinelas de los cuervajos eran Marcados, probablemente audiles. Dormirían en las ramas, que eran los lugares más seguros de noche.

Perry se volvió para mirar por encima de su hombro. Aria llevaba el pelo echado hacia atrás y metido dentro de un gorro negro. También se había manchado la cara con carbón, como había hecho el. Tenía los ojos muy abiertos, en estado de alerta. Llevaba su propio macuto. Un cuchillo. Ropa de su talla. Al verla, le sorprendió constatar lo mucho que había cambiado. Se preguntó cómo iba a resultar lo que estaban a punto de vivir. Tal vez su presencia le impidiera concentrarse. Ella estaba asustada. De ello no tenía duda. Pero la situación era distinta a la que habían experimentado mientras se dirigían hacia el recinto de Castaño. Ahora ella controlaba sus nervios y los ponía a trabajar. Cada vez que Perry respiraba, llegaba hasta él la fuerza de aquel control.

Las murallas de Delfos quedaban atrás a medida que se adentraban en la montaña. A juzgar por el aspecto del éter, y por el cosquilleo de su nariz, todavía disponían de tiempo. Tal vez faltaba una hora para que los embudos tocaran tierra.

Notó la mano de Aria en la espalda, y se detuvo al instante. Vio que le señalaba un árbol situado a unos cuarenta pasos de donde se encontraban. Unas hojas verdes, recién esparcidas, tapizaban el suelo. Al alzar la vista, descubrió a una figura acurrucada en el ángulo de una rama. El hombre sostenía un cuerno de marfil. Era el encargado de dar aviso. Perry miró más arriba y descubrió a otro hombre. Eran dos, y estaban ahí apostados para dar la voz de alarma.

No entendía cómo no los había visto. Y, peor aún, que Aria los hubiera detectado antes que él. Aquellos hombres hablaban en voz baja, y a Perry le llegaban solo sus débiles sonidos. Aria y él se miraron y entonces, en silencio, se incorporó un poco y colocó una flecha en el arco. Sabía que no fallaría con el primero de los hombres. El desafío de Perry era matar sin hacer ruido. Si lograba evitar que, al perder la vida, se cayera del árbol, mejor que mejor.

Apuntó y aspiró hondo. No estaba lejos. No tenía por qué resultar difícil. Pero un solo grito del hombre, o una llamada con su cuerno, y todos los cuervajos vendrían a por ellos.

Un lobo aulló a lo lejos, y Perry aprovechó el momento. Tensó los dos dedos con los que sostenía la cuerda y soltó la flecha, que impactó en el cuello del hombre y lo dejó clavado al tronco. El centinela soltó el cuerno, pero este no cayó al suelo, porque lo llevaba sujeto a una cuerda, y quedó colgando justo por debajo de la rama, como un pálido gajo de luna creciente meciéndose en la oscuridad.

Perry colocó otra flecha en el arco, pero el segundo hombre, que sin duda era un audil, porque había oído el ruido, llamó desesperadamente a su amigo. Al no obtener respuesta, bajó del árbol más veloz que una ardilla. Perry soltó la flecha. Oyó un crujido: la punta se había clavado en madera. El audil se desplazó hasta el otro lado del grueso tronco, impidiendo que Perry pudiera disparar con seguridad. Al verlo, soltó el arco, desenvainó el puñal, y empezó a correr.

El audil lo vio y se metió detrás de unos matorrales espesos. Era flaco, de un tamaño más parecido al de Aria que al de Perry, y rápido en sus movimientos por el denso sotobosque. Perry no redujo su impulso. Se coló entre las ramas a toda velocidad, y oía como se partían y se rompían a su alrededor. El hombre descendía por la ladera, huyendo despavorido, pero Perry sabía que ya era suyo. Dio un salto y venció por los aires la distancia que lo separaba de él, abatiéndolo por la espalda.

Perry se incorporó al instante, y con un movimiento semicircular de la mano le rebanó el pescuezo. El cuerpo inquieto que forcejeaba bajo el peso de su cuerpo quedó inerte, y hasta su nariz llegó el olor denso de la sangre caliente. Perry secó el filo en la camisa de aquel Guardián, y se puso en pie con la respiración entrecortada. Matar a un hombre debería ser más difícil que matar a un ciervo. Pero no lo era. Observó el puñal que reposaba en su mano temblorosa. La diferencia estaba en lo que venía después.

Una punzada penetrante invadió sus fosas nasales, y le obligó a mirar al cielo. El éter había empezado a adoptar la forma de un inmenso remolino. La tormenta estallaría pronto, y lo haría con violencia.

Volvió a envainar el puñal, y al oír el grito ahogado los músculos de todo su cuerpo se agarrotaron.

Aria.