Peregrino
—TAL vez con doce sí pudiéramos, pero ¿con cincuenta? —dijo Rugido.
Perry se paseaba frente a las vitrinas de cristal de la sala, mirando de reojo la imagen del campamento de los cuervajos en la pantalla de la pared. A la luz del día, la visión resultaba mucho más clara que la última vez que la había contemplado. Había figuras cubiertas con capas negras que evolucionaban entre un racimo de tiendas de campaña plantadas sobre la llanura. Tiendas rojas: un color adecuado. De haber podido, habría disparado sus flechas a través de la pantalla en ese mismo instante.
—Ahí fuera hay más de cincuenta cuervajos, Rugido —le corrigió él. La cámara solo mostraba a unos pocos. A primera hora de la mañana, su amigo y él se habían subido a la muralla y se habían desplazado de torre en torre, usando todo el poder de sus sentidos. Habían tardado horas, pero habían detectado otros diez o doce cuervajos dispersos por todo el perímetro. Centinelas repartidos por todo el lugar, listos para dar la voz de alarma si intentaban escapar.
Rugido cruzó los brazos.
—Sesenta cuervajos, pues.
Castaño hizo girar uno de sus anillos.
—Uno de los viejos túneles mineros pinta bien, pero se tardaría semanas en excavarlo para que resultara practicable y seguro.
—Y eso nos llevaría hasta bien entrado el invierno —comentó Perry.
Para entonces, las tormentas serían constantes en el cielo. Y viajar resultaría demasiado peligroso.
—Yo no puedo esperar tanto —intervino Aria.
Hasta ese momento se había mantenido en silencio, sentada sobre las piernas, en el sofá. Qué tonto debía de haberle parecido… Salir corriendo hacia la puerta sin apenas despedirse de ella. Ella no tenía ni idea de qué había ocurrido. Perry se acarició el puente de la nariz, recordando la debilidad que su entrega a Garra le había causado. La incapacidad para escoger libremente. El hecho de poner siempre en segundo plano sus propias necesidades. No podía permitir que un hechizo así volviera a apoderarse de él. Haría lo que había prometido. La llevaría a Alegría, y después cumpliría con su deber y regresaría junto a los Mareas. Pronto, ellos dos se separarían. Hasta entonces, mantendría la distancia. E intentaría no respirar cuando ella estuviera cerca.
—Puedo prestaros a algunos de mis hombres —dijo Castaño.
Perry alzó la vista.
—No, no puedo consentir que tus hombres mueran por mí. —Ya había puesto a Castaño en una situación bastante comprometida—. No nos encontraremos con ellos cara a cara.
En la pantalla, la llanura se extendía alrededor de los cuervajos, vasta, abierta. Deseaba estar ahí. Fuera. Moviéndose libremente bajo el éter. Y entonces fue cuando se le ocurrió.
—Podríamos salir durante una tormenta.
—Peregrino —dijo Castaño—. ¿Durante una tormenta de éter?
—Los cuervajos han acampado en campo abierto. Tendrán que buscar refugio. Eso les hará bajar la guardia. Y yo sé cómo mantenerme al margen de lo peor del éter.
Rugido se apartó de la pared y sonrió de oreja a oreja.
—Podríamos librarnos de los centinelas y dirigirnos hacia el este. Los cuervajos no nos seguirán.
Aria entrecerró los ojos.
—¿Y por qué no nos seguirán si nos dirigimos hacia el este?
—Lobos —dijo Rugido.
—¿Nuestra mejor opción consiste en salir durante una tormenta de éter y dirigirnos hacia unos lobos?
Rugido volvió a sonreír.
—O eso, o sesenta cuervajos.
—Está bien —concedió ella, levantando mucho la barbilla—. Cualquier cosa antes que los cuervajos.
• • •
Aquella tarde, Perry salió al tejado a pasear un poco, acompañado de Rugido. Habían pasado la mañana planeando su ruta y haciendo el equipaje. Ahora ya no tenían otra cosa que hacer más que esperar a que se formara una tormenta. El éter se movía en franjas continuas. Ese día no habría tempestad, pero tal vez esta se desencadenara al día siguiente.
¿Cómo iba a poder esperar? Esperar implicaba detenerse. Implicaba pensar. Y él no quería pensar en lo que les ocurría a Garra y a Valle, encerrados en la ciudad de los residentes. ¿Cómo podía Garra decir que quería quedarse ahí? ¿Cómo podían haber capturado a Valle? ¿Por qué Liv seguía vagando por las tierras fronterizas, cuando sabía el coste que eso tenía para los mareas?
Rugido lo agarró con fuerza por los hombros y lo abatió. Perry cayó al suelo sin darse cuenta de lo que ocurría.
—Uno a cero —dijo Rugido.
—Cabrón traidor —replicó él, quitándoselo de encima.
El juego acababa de empezar.
Normalmente, cuando practicaban lucha era él quien ganaba, pero en esa ocasión se lo tomó con calma a causa de su mano, y de ese modo pasaron a estar más igualados.
—Garra lucha mejor que tú, Rugido —le dijo, ayudándole a levantarse tras derrotarlo. El humor de Perry había empezado a mejorar. Llevaba demasiado tiempo ocioso.
—A Liv también se le da bastante bien.
—Es que es mi hermana. —Hizo ademán de abalanzarse sobre él, pero se detuvo apenas vio que Aria salía del ascensor. No pensaba dejar que Rugido se inmiscuyera en sus pensamientos estando ella por allí. No pudo evitar fijarse en que se había puesto ropa negra ajustada, y se había peinado el pelo hacia atrás. Rugido lo miró, miró a Aria, y en su rostro se dibujó una sonrisa maliciosa.
—¿Interrumpo algo? —preguntó ella, confundida.
—No, ya habíamos terminado. —Perry recogió el arco y se alejó. Un rato antes había arrastrado un cajón de madera hasta el otro extremo del terrado para que hiciera las veces de diana. Ahora tensó el arco y apuntó, y al hacerlo sintió dolor en la mano.
—Muy oportuna, Aria —dijo Rugido, que se había situado tras él—. Fíjate en esto. Ya sabes que Perry es conocido por su pericia con el arco.
Perry disparó. La flecha se hundió en la madera con un crujido.
Su amigo silbó, expresándole su admiración.
—Impresionante, ¿verdad? Es un gran arquero.
Perry se volvió, sin saber bien si reírse o si matar a Rugido.
—¿Puedo probar yo? —preguntó Aria—. Debería aprender a defenderme, si vamos a salir ahí fuera.
—Deberías, sí —coincidió él. Por poco que aprendiera, los ayudaría a todos cuando dejaran atrás las murallas del recinto.
Perry le enseñó a sujetar el arco y a colocar los pies, y lo hizo situándose con el viento a favor, para evitar aspirar su perfume. Cuando llegó el momento de fijar la flecha y tensar la cuerda, no le bastó con explicarle qué debía hacer. Disparar era algo que requería fuerza y calma. Ritmo y práctica. A él no le resultaba más difícil que respirar, pero comprendió al momento que la única manera de enseñarle a hacerlo era guiándole los movimientos.
Armándose de valor, se colocó tras ella. Aspiró hondo, y el perfume de Aria lo atravesó por completo. Así, el nerviosismo de ella se sumó al suyo propio. Después le llegó su perfume de violeta, que hizo que su centro de interés se desplazara hacia ella, hacia su aspecto a tan escasa distancia, ahí, delante de él. Vaciló a la hora de sujetar el arco. Ella, lógicamente, había colocado su mano donde él normalmente colocaba la suya, y no quería que la cuerda, al retroceder, impactara en ella.
Rugido no estaba resultando de gran ayuda, precisamente.
—Tienes que acercarte más a ella, Peregrino —le gritó—. Y su posición no es correcta. Gírale las caderas.
—¿Así? —preguntó Aria.
—No —respondió Rugido—. Perry, colócaselas tú.
Cuando, finalmente, estuvieron bien colocados, él ya estaba sudando. El primer intento de disparo conjunto culminó con la flecha rebotando en el cemento, a escasos palmos de ellos. La segunda flecha fue a caer frente al cajón, pero la cuerda rozó el antebrazo de Aria y le dejó una marca roja. En el tercer lanzamiento, Perry ya no sabía de quién era la mano que temblaba.
Rugido se puso en pie.
—Esta no es tu arma, Mestiza —dijo, acercándose—. Fíjate en sus hombros, Aria. Mira qué alto es. —Perry se alejó un poco de ella y se enderezó, algo incómodo al ver que ella lo observaba con atención—. Un arco como ese tiene una fuerza de apertura de casi cuarenta kilos. Está pensado para pequeños gigantes como él. Y además él es vidente. Todos los mejores arqueros lo son. Esta es su arma, Aria. Le va como anillo al dedo. Está diseñada teniendo en cuenta lo que es.
—Para ti es como una segunda naturaleza, ¿verdad? —le preguntó ella.
—Una primera naturaleza, más bien. Pero tú también aprenderás. Puedo fabricarte un arco a tu medida. De tu tamaño. —Pero por el olor que le llegó supo que ella se sentía decepcionada.
Rugido desenvainó el puñal.
—Yo podría enseñarte a usar esto.
A Perry le dio un vuelco el corazón.
—Rugido.
Su amigo supo al momento lo que estaba pensando.
—Los puñales son peligrosos —le dijo a Aria—. Puedes hacer más mal que bien si no sabes usarlos. Pero yo te daré algunas pautas. He visto que eres ágil, y tienes sentido del equilibrio. Si se presenta la situación, sabrás qué hacer.
Aria le devolvió el arco a Perry.
—Está bien. Enséñame.
Perry no podía estarse quieto mientras los observaba, de modo que agarró la rama más alta de un árbol del patio y la cortó. Se sentó con la espalda apoyada en el cajón y empezó a fabricar unos cuchillos de prácticas mientras Rugido enseñaba a Aria distintas maneras de sujetar un puñal. Su amigo era un apasionado de esa clase de armas, y la bombardeaba con un exceso de información sobre las ventajas de cada agarre, pero ella lo escuchaba, absorta, asimilándolo todo. Tras una hora de conversación ininterrumpida, decidieron que la forma de empuñar que más le convenía era la que imitaba el acto de agarrar un martillo, algo que él había sabido desde el principio.
Después se ocuparon de las posiciones y de los movimientos de pies. Aria aprendía rápido y, en efecto, tenía buen equilibrio. Perry los veía cruzarse, y su mirada se desplazaba del éter a ella. Del avance de sus pies al avance de las ondulaciones del cielo.
Cuando Rugido pidió usar los cuchillos de prácticas ya empezaba a anochecer. Enseñó a Aria cuáles eran los mejores sitios en los que atacar, cuáles los mejores ángulos, qué huesos era mejor evitar. Parpadeó varias veces cuando le dijo que el corazón era tan buena diana como otra cualquiera.
Entonces ella consideró que ya estaba lista.
Perry se puso en pie cuando los dos empezaron a moverse, los cuchillos de madera en alto. No paraba de decirse a sí mismo que el contrincante era Rugido. Que él mismo había fabricado los filos muy redondeados. Pero aunque se tratara solo de ejercicios, de prácticas, el corazón le latía con fuerza.
Se tantearon un rato, y fue Aria la que se atrevió a ejecutar el primer movimiento. Rugido lo esquivó y atacó, pasándole el filo por la espalda. Aria retrocedió, dio media vuelta y, al hacerlo, el puñal se le cayó de la mano.
Perry salió disparado en dirección a Rugido. Se detuvo a unos pocos pasos de él, pero su amigo lo miró fijamente a los ojos, lleno de desconfianza.
Aria respiraba entrecortadamente, roja de ira. A Perry le temblaban los músculos, y la sorpresa y la rabia avivaban el dolor de su herida.
—Primera regla: los cuchillos cortan —informó Perry con gran frialdad en la voz—. Hay que presuponer que eso es lo que ocurrirá, y no hay que permanecer inmóvil cuando ocurra. Segunda regla: no sueltes nunca el arma.
—De acuerdo —dijo Aria, aceptando la lección y recogiendo el puñal.
—¿Te quedas con nosotros, esciro? —preguntó Rugido arqueando una ceja. Sabía que Perry se había entregado a ella.
—¿Y por qué habría de marcharse? —preguntó Aria—. Te quedas, ¿verdad, Perry?
—Sí, me quedo.
Perry atravesó el terrado y se subió a lo alto de la caja del ascensor, que era el punto más elevado de Delfos. Desde allí siguió el entrenamiento.
Aria era una alumna rápida, osada, segura con el puñal. Parecía haber estado esperando una oportunidad, un método que le permitiera sacar al exterior lo que llevaba dentro. Qué tonto había sido enseñándole a buscar bayas, cuando lo que ella necesitaba eran conocimientos para protegerse a sí misma.
La noche los obligó a dar por concluida la lección práctica. Las campanillas de los cuervajos sonaban a lo lejos. Perry echó un último vistazo al cielo, decepcionado al constatar que no se habían producido cambios. Descendió y procuró no situarse contra el viento, ni muy cerca de Aria.
Rugido se cruzó de brazos al llegar junto al ascensor.
—Buen trabajo, Mestiza. Pero no puedes irte de aquí sin pagarme.
—¿Pagarte? ¿Con qué?
—Con una canción.
Ella se echó a reír, una risa alegre, contagiosa.
—Está bien.
Rugido le quitó el puñal de madera. Aria cerró los ojos y alzó el rostro hacia el éter mientras aspiraba hondo varias veces. Y entonces les regaló su voz.
Aquella canción era más sosegada, más tranquila que la anterior. Él tampoco entendía la letra, pero le parecía que el sentimiento que transmitía era perfecto. Una canción perfecta para una noche fresca en una terraza rodeada de abetos.
Rugido no parpadeaba siquiera mientras la contemplaba. Cuando terminó, empezó a menear la cabeza.
—Aria… ha sido… no sé ni siquiera cómo… Perry, no tienes idea.
El aludido se obligó a sonreír.
—Es buena —dijo. Con todo, se preguntaba cómo le sonaría aquella voz a él, que era capaz de captar muchos tonos más.
Cuando accedieron al espacio cerrado del ascensor, los aromas de Aria inundaron su nariz, en una combinación de violetas y sudor y poder. Y al percibirlo sintió como si un chorro de fuerza surgiera en su interior. Aspiró hondo una vez más y, a pesar de tener los pies firmemente plantados en el suelo, sintió que se elevaba. No pudo evitar apoyarle una mano en la espalda. Se dijo a sí mismo que sería solo esa vez. Que después se mantendría apartado de ella.
Aria alzó la vista y lo miró, ruborizada. Algunos mechones de pelo negro se pegaban a su nuca sudorosa. Afortunadamente, Rugido los acompañaba. Nunca hasta entonces se había sentido tan tentado por ella, por la carne tensa que notaba bajo la palma de su mano.
—Hoy lo has hecho muy bien.
Ella sonrió, con fuego en los ojos.
—Ya lo sé —dijo—. Gracias.