3

Peregrino

LA residente observaba a Perry, mientras la sangre resbalaba por su pálido rostro. Avanzó unos pasos, alejándose de él, pero Perry sabía que no se mantendría en pie mucho más tiempo. No con las pupilas tan dilatadas. Un paso más y las piernas le fallaron, y cayó al suelo.

El hombre seguía de pie, detrás de aquel cuerpo inerte. Miraba a Perry con sus ojos raros, uno normal y el otro cubierto por el parche claro que llevaban los residentes. Los demás lo habían llamado Soren.

—¿Forastero? —dijo—. ¿Cómo has entrado?

Se expresaba en el mismo lenguaje que usaba Perry, pero más duro. Afilado en vez de suave. Perry aspiró hondo, despacio. A pesar del humo, el enfado del residente resultaba perceptible en el claro del bosque. Su sed de sangre transmitía un olor rojo, abrasado, que era común a hombres y a bestias.

—Has entrado cuando hemos entrado nosotros —se rio Soren—. Has entrado después de que yo desactivara el sistema.

Perry le dio una vuelta al cuchillo y lo agarró con más fuerza. ¿No veía el residente que el fuego se acercaba?

—Sal de ahí, o te quemarás, residente.

Soren se sobresaltó al oír hablar a Perry. E inmediatamente después sonrió, mostrándole unos dientes blancos como la nieve.

—Eres de verdad. No doy crédito. —Dio un paso al frente, sin temor. Como si fuera él, y no Perry, quien empuñara el chuchillo—. Si pudiera irme, Salvaje, ya lo habría hecho hace tiempo.

Perry era más alto que él, pero Soren era más corpulento. Sus huesos estaban recubiertos de músculos. Perry casi nunca veía a gente de ese tamaño. Ellos no contaban con la comida necesaria para desarrollarse tanto. No como allí.

—Te estás acercando a tu muerte, Topo.

—¿Topo? No es un término exacto, Salvaje. La mayor parte de la Cápsula queda por encima del nivel del suelo. Y, además, no morimos jóvenes. Ni nos hacemos daño. Ni siquiera podemos rompernos ningún hueso.

Soren bajó la mirada y se fijó en la chica. Volvió a concentrarse en Perry y dejó de avanzar hacia él. Ocurrió muy deprisa, y el impulso que llevaba le hizo balancearse sobre los pies. Había cambiado de opinión en relación con algo.

Soren dejó de mirarlo y se concentró en otra cosa. Perry volvió a respirar. Humo de madera. Plástico ardiendo. El fuego se estaba avivando. Aspiró otra vez, y hasta él llegó lo que ya suponía: el olor de otro residente que se acercaba a él por la espalda. Había visto a tres hombres. ¿Eran los otros dos los que se mantenían agazapados tras él, o solo uno? Volvió a inspirar, pero no logró determinarlo. El humo resultaba demasiado denso.

Soren se fijó en la mano de Perry.

—Eres bueno con el cuchillo, ¿verdad?

—Lo suficiente.

—¿Has matado a alguien alguna vez? Seguro que sí.

Estaba ganando tiempo, facilitando que quien estuviera detrás de Perry pudiera acercarse más.

—Nunca he matado a ningún topo —respondió Perry—. Todavía no.

Soren sonrió. Y entonces se echó hacia delante, y Perry supo que los demás también se le acercarían. Dio media vuelta y solo vio a un residente, más lejos de lo que esperaba, que corría con una barra metálica en la mano. Perry adelantó el cuchillo. El filo entró y se hundió en el estómago del residente.

Soren se plantó en un momento tras él. Perry se volvió, preparándose para el ataque. El golpe lo alcanzó de lado, en la mejilla. El suelo retrocedió y se onduló. Perry rodeó a Soren con los brazos cuando, borroso, se retiraba. Lo empujó, pero no logró abatirlo. El Topo estaba hecho de piedra.

Perry recibió un puñetazo en los riñones y gruñó, preparándose para el dolor. Pero no le dolió tanto como debería haberle dolido. Soren volvió a pegarle. Perry se descubrió soltando una carcajada. El residente no sabía usar su propia fuerza.

Se echó hacia atrás y le asestó el primer puñetazo, que le dio de lleno en aquel parche claro del ojo. Soren se incorporó, tenía las venas del cuello hinchadas como enredaderas. Perry no esperó más. Acumuló la fuerza de todo su cuerpo en el siguiente golpe. El hueso de la mandíbula del residente crujió al partirse. Soren cayó a plomo. Y se incorporó lentamente, como una araña moribunda.

La sangre asomaba entre los dientes, y tenía la boca muy ladeada, pero no le quitaba la vista de encima a Perry.

Perry maldijo y dio un paso atrás. No era eso lo que pretendía cuando se coló allí.

—Ya te lo había advertido, Topo.

Las luces habían vuelto a apagarse. El humo se movía entre los árboles a oleadas, iluminado por el fuego. Se acercó al otro hombre para recuperar el cuchillo. El residente empezó a gritar al ver a Perry. Le brotaba sangre de la herida. Perry no fue capaz de mirarle a los ojos cuando retiró el cuchillo.

Regresó junto a la chica. Tenía el pelo esparcido alrededor de la cabeza, oscuro y brillante como plumas de cuervo. Perry se fijó en que su dispositivo ocular reposaba sobre unas hojas, junto a su hombro. Lo empujó con un dedo. La cubierta se notaba fresca. Aterciopelada como una seta. Más densa de lo que esperaba a juzgar por su aspecto de medusa. Se lo metió en el macuto. Después cargó a la chica sobre un hombro, lo mismo que hacía con las piezas de caza grandes, y le pasó el brazo por las piernas para mantenerla bien sujeta.

Ninguno de sus sentidos le resultaban útiles en ese momento. El humo era tan denso que cubría todos los demás olores, e impedía la visión, lo que le desorientaba. Allí tampoco había pendientes, ni elevaciones del terreno con las que guiarse. Solo paredes de llamas y de humo por todas partes.

Avanzaba cuando el fuego se replegaba. Y se detenía cuando exhalaba lenguas de calor que le abrasaban las piernas y los brazos. Las lágrimas inundaban sus ojos y le impedían ver con claridad. Tropezaba, y el humo le daba miedo, y le mareaba. Finalmente encontró un canal de aire puro y corrió hacia él. La cabeza de la residente colgaba contra su espalda.

Perry alcanzó la pared de la cúpula y avanzó resiguiéndola. En algún punto tenía que existir alguna salida. Tardó más de lo que en un principio creía. Se encontró con la puerta por la que él había entrado, y accedió a una habitación de acero. Para entonces, cada vez que respiraba sentía como si unas brasas se avivaran en sus pulmones.

Dejó a la chica en el suelo y cerró la puerta. Después, durante un buen rato, se limitó a toser y a caminar hasta que el dolor que sentía tras la nariz remitió. Se frotó los ojos, y al hacerlo se manchó el antebrazo de sangre y hollín. El arco y el carcaj con las flechas seguían donde los había dejado, apoyados contra la pared. La curva que describía el arco contrastaba enormemente con las líneas perfectas de aquel espacio.

Perry se arrodilló, tambaleante, y se fijó en la residente. El ojo había dejado de sangrarle. Estaba muy bien hecha. Cejas finas, oscuras. Labios rosados. Una piel suave como la leche. Su instinto le decía que eran de edades similares, pero aquella piel lo despistaba, y no estaba tan seguro. La había observado desde un árbol, su atalaya. Con qué asombro contemplaba las hojas. Casi no le había hecho falta recurrir al olfato para saber cuál era su estado de ánimo. En su rostro se reflejaba hasta la más mínima emoción.

Perry le apartó el pelo negro del cuello y se inclinó sobre ella, aproximándose más. Con el olfato bloqueado por el humo, era la única manera. Aspiró hondo. Su carne no olía tan fuerte como la de los otros residentes, pero aun así su aroma resultaba perceptible. Sangre caliente, pero también un toque rancio, de putrefacción. Volvió a inspirar, curioso, pero la mente de la chica estaba profundamente hundida en el inconsciente, y no revelaba ningún humor.

Pensó en llevarla con él, pero sabía que los residentes morían en el exterior. Era allí, en aquella habitación, donde tendría más posibilidades de sobrevivir al fuego. Había pensado en ir a ver cómo se encontraba la otra chica. Pero ya no iba a poder ser.

Se puso en pie.

—Será mejor que vivas, topilla —dijo—. Después de todo lo que ha pasado…

Entonces salió de allí, cerró la puerta y accedió a otra cámara, muy dañada por un ataque de éter. Perry se agachó para pasar a través de aquel espacio oscuro, medio derrumbado. El paso se estrechaba cada vez más, y le obligaba a gatear sobre cemento roto y metal retorcido. Así, empujando el arco y las flechas, regresó de nuevo a su mundo.

Se puso en pie y aspiró hondo en plena noche. Agradeció el aire limpio que inundaba sus pulmones chamuscados. Unas alarmas rompieron el silencio, amortiguadas primero por los cascotes, pero atronando después a su alrededor con tal fuerza que las sentía retumbar en el pecho. Perry se colgó al hombro el macuto y el carcaj, recogió el arco y se puso en marcha, a buen paso, en la madrugada fresca.

Una hora después, cuando la fortaleza de los residentes ya no era más que un montículo en la distancia, se sentó para dar un poco de reposo a su cabeza herida. Ya había amanecido, y el día ya era caluroso en el Valle del Escudo, una extensión de tierra seca que llegaba casi hasta su morada, a dos días de camino en dirección norte. Apoyó la frente en el antebrazo.

El humo seguía aferrado a su pelo y a su piel. Lo olía cada vez que respiraba. El humo de los residentes no era como el suyo. Olía a acero triturado y a productos químicos que se calentaban más que el fuego. Le dolía la mejilla izquierda, pero eso no era nada comparado con el núcleo del dolor que sentía bajo la nariz. Los músculos de las piernas seguían dando sacudidas, corriendo aún para alejarse de alarmas.

Haberse colado en la fortaleza de los residentes ya era grave. Su hermano lo desterraría solo por eso. Pero es que además había entrado en contacto con los topos. Y había matado al menos a uno de ellos. Los Mareas no tenían problemas con los residentes, como sí les sucedía a otras tribus. Perry se preguntaba si, por su culpa, las cosas estaban a punto de cambiar.

Se acercó el macuto y rebuscó en su interior. Sus dedos rozaron algo fresco y aterciopelado. Perry soltó una maldición. Se había olvidado de dejarle el parche del ojo a la chica. Lo extrajo, lo depositó sobre la palma de la mano y lo examinó. Atrapaba la luz azul del éter como una inmensa gota de agua.

Nada más entrar en la zona boscosa, Perry había oído a los topos. Sus voces y sus risotadas resonaban desde el espacio de cultivo. Se había acercado sigilosamente y los había observado, atónito al descubrir que tanta comida se dejaba ahí para que se pudriera. Su plan era quedarse solo unos minutos, pero la chica despertó su curiosidad. Cuando Soren le arrancó el dispositivo ocular del rostro, no pudo seguir ahí plantado sin hacer nada, por más que ella fuera solo una topo.

Perry volvió a guardarse el parche en el macuto, y se le ocurrió que podría venderlo cuando los mercaderes pasaran por allí en primavera. Los objetos de los residentes alcanzaban buenos precios, y eran muchas las cosas que su gente necesitaba, por no hablar de su sobrino, Garra. Perry siguió rebuscando en el macuto, palpó la camisa, el chaleco y el pellejo con el agua, hasta que encontró lo que quería.

La piel de la manzana resplandecía más tenuemente que el dispositivo ocular. Perry la acarició con los pulgares, resiguiendo sus curvas. La había encontrado en el espacio agrícola. Era lo único que se le había ocurrido coger mientras seguía a los topos. Se acercó la manzana a la nariz y aspiró el perfume dulce. Se le hizo la boca agua.

Era un regalo absurdo. No era siquiera la razón por la que se había colado allí.

Y ni mucho menos bastaría.