Aria
EN la pantalla de la pared Aria veía a través de los ojos de Perry, que, inmóvil, se frotaba las palmas de las manos para limpiarse la tierra, como si fuera real. Como si se las hubiera manchado.
Aria miró a Castaño. Él negó con la cabeza, señal con la que le indicaba que no había logrado establecer contacto con Alegría. Hoy no encontraría a Lumina. Ya estaba preparada para algo así. Ahuyentó la decepción. Debían encontrar a Garra.
—Vamos a llevarte a los Reinos de Investigación, Perry. Pasar de un Reino a otro es un poco raro… Intenta tranquilizarte.
En letras rojas, sobre un icono, apareció el título SLD 16, suspendido frente a los bosques. Ella y Castaño habían pasado la noche revisando los archivos de su madre, organizándolo todo. Era consciente de que Perry no sabía leer, por lo que Castaño manipulaba su localización a través del panel de control. Perry volvió la cabeza y, con su movimiento, desplazó el icono.
—Ahí vamos, Peregrino —anunció Castaño.
Perry, a su lado, soltó una maldición al tiempo que la imagen de la pantalla se reorganizaba hasta convertirse en una oficina ordenada. Una butaca roja, pequeña, bien proporcionada, de almohadones rojos, destacaba ante el escritorio. Un frondoso helecho reposaba sobre la mesa auxiliar. A un lado de la oficina, una puerta de cristal daba a un patio rodeado de setos, con una fuente en su centro. Al otro lado, simétricamente distribuidas, se sucedían cuatro puertas: Laboratorio, Conferencias, Investigación, Sujetos.
Aria sintió que la cabeza le daba vueltas. Era la primera vez que veía el lugar de trabajo de su madre. Su mirada se desplazó hasta la silla vacía del escritorio. ¿Cuántas horas habría pasado allí Lumina?
—Perry, abre la cuarta puerta —le pidió—. La de la derecha. Es la que corresponde a los «sujetos».
Él obedeció y, al franquearla, se encontró al final de un pasillo largo en el que, a ambos lados, se alineaban más puertas. Corrió hasta la más cercana.
—«Ámbar». —Aria leyó el nombre en la pequeña pantalla. Perry se trasladó hasta la siguiente—. «Aspa».
Corrió hasta la contigua.
—«Clara».
Perry no se movió. Seguía frente a la puerta en cuya etiqueta se leía «Clara». Aria no entendía qué ocurría. Ella veía a través de sus ojos. En los Reinos, no podía verle el rostro. El Perry que tenía al lado parecía tranquilo, pero ella sabía que no lo estaba.
—¿Qué ocurre?
Rugido masculló una palabrota.
—Es una de los nuestros. Una niña que desapareció de los Mareas el año pasado.
Castaño miró a Aria con impaciencia.
—Tiene que seguir buscando. Tenemos poco tiempo.
Al fin Perry volvió a ponerse en marcha. Dejó atrás las puertas marcadas con los nombres de «Jaspe» y «Lluvia». Hasta que llegó al de «Garra». Sin pensarlo, abrió la puerta y entró apresuradamente en una habitación de paredes cubiertas con dibujos en los que aparecían halcones volando, cielos azules, tormentosos, y barcos de pesca en el mar. Dos butacas cómodas, mullidas, se hallaban en su centro. Estaban vacías.
—¿Dónde está? —preguntó Perry, desesperado—. Aria, ¿en qué me he equivocado?
—No estoy segura.
Ella había supuesto que, al abrir la puerta, convocaría al niño hasta ese Reino, pero en realidad no lo sabía. Todo aquello era nuevo para ella.
Pero estaba en lo cierto. Garra se escindió en ese preciso instante, y apareció en una de las sillas. Abrió los ojos y salió disparado en dirección contraria a Perry, alejándose de él.
—¿Quién eres? —le preguntó. Se expresaba con gran autoridad para tratarse de alguien tan joven. Era una voz llena de fuego y de osadía. Se trataba un muchacho esbelto, de ojos verdes, un verde más profundo aún que el de Perry, y un pelo castaño oscuro, ondulado también como el de su tío. Llamaba la atención.
—Garra, soy yo.
El niño lo miró con desconfianza.
—¿Y cómo lo sé?
—Garra… Aria, ¿por qué no me conoce?
Ella intentaba dar con alguna respuesta válida. Aquello eran los Reinos. Allí uno no podía fiarse de nada. Resultaba demasiado fácil convertirse en otra cosa. En otra persona. Garra parecía haberlo aprendido ya.
—Dile algo —le dijo, pero ya era demasiado tarde.
Perry parecía haber enloquecido, y maldecía. Se volvió hacia la puerta.
—¿Cómo hago para sacarlo de aquí?
—No puedes. Solo estás con él en los Reinos. Él está en otro sitio. Pregúntale dónde está. Pregúntale todo lo que quieras saber. Y date prisa, Perry.
Él se apoyó en una rodilla, y se miró fijamente la mano herida.
—Debería reconocerme —dijo, entre dientes.
Garra se acercó más, precavido.
—¿Qué te ha pasado en la mano?
Perry movió los dedos hinchados.
—Podríamos decir que fue un malentendido.
—Pues tiene mala pinta. ¿Ganaste tú?
—Si fueras el verdadero Garra, no me preguntarías eso.
Aria sabía que Perry había sonreído a su sobrino. Podía imaginar su sonrisa traviesa, mezcla de timidez y fiereza. La expresión del niño indicaba reconocimiento, pero seguía sin moverse.
—Garra, pareces tú, pero no percibo tu humor.
—Aquí no hay humores —dijo, convencido—. Los olores se suprimen.
—Llegan difuminados, pero intensos… Pito, soy yo.
La sospecha abandonó el rostro del muchacho, que se arrojó en brazos de su tío.
Aria veía la mano de Perry en la pantalla, acariciando la nuca del pequeño.
—Estaba tan preocupado por ti, Garra. —A su lado, en el sofá, Perry se revolvió y enterró la cabeza entre las manos. Empezaba a acostumbrarse a estar en dos lugares a la vez. Aria le apoyó una mano en el hombro.
Garra forcejeó para liberarse de su abrazo.
—Y yo quería que vinieras.
—He venido en cuanto he podido.
—Ya lo sé.
Esbozó una sonrisa mellada, le agarró un mechón de pelo y empezó a acariciárselo entre sus dedos finos, menudos. Aria no había visto nada tan tierno en toda su vida.
Perry lo cogió por los hombros.
—¿Dónde estás?
—En la Cápsula de los residentes.
—¿En cuál, Garra?
—Ensoñación. Así la llaman los niños.
Perry le dio unas palmaditas en los brazos, le pellizcó la barbilla, le acarició la nuca.
—¿No te están haciendo… —No le salía la voz—. ¿No te hacen daño?
—¿Hacerme daño? Pero si me dan fruta tres veces al día. Aquí puedo correr. Deprisa. Puedo incluso volar, tío Perry. Aquí no hacemos otra cosa que pasearnos por los Reinos. También los tienen de caza, aunque la mayoría de ellos son demasiado fáciles. Solo hay que…
—Garra, pienso sacarte de aquí. Encontraré la manera.
—Yo no quiero irme.
Bajo la mano, Aria sintió que el hombro de Perry se agarrotaba.
—Este no es tu sitio —le dijo.
—Pero aquí me siento bien. El médico dice que necesito la medicina todos los días. Cuando la tomo, me lloran los ojos, pero ya no me duelen ni las piernas.
Aria intercambió miradas de preocupación con Rugido y Castaño.
—¿Quieres quedarte aquí? —insistió Perry.
—Sí, ahora que te he encontrado aquí, sí.
—Yo todavía estoy fuera. Estoy aquí solo por esta vez.
—Ah… —Garra puso cara de decepción—. Es bueno para la tribu, supongo.
—Ya no estoy con los Mareas.
Garra frunció el ceño.
—¿Y quién es el Señor de la Sangre?
—Tu padre, Garra.
—No, mi padre no. Él está aquí conmigo.
Perry, en el sofá, junto a Aria, se estremeció. Rugido ahogó un silbido.
—¿Valle está aquí? —preguntó Perry—. ¿Lo capturaron?
—¿No lo sabías? Intentaba venir a rescatarme cuando lo capturaron. Lo he visto un par de veces. Hemos ido juntos de caza. Y Clara también está aquí.
—¿Han capturado a tu padre? —volvió a preguntar Perry.
Castaño se incorporó bruscamente.
—¡Lo han encontrado! Tenemos que desconectarnos.
Perry abrazó con fuerza a Garra.
—Te quiero, Garra. Te quiero.
El dibujo de un halcón que volaba recortándose contra un cielo de éter parpadeó y se apagó.
La pantalla se oscureció.
Nadie se movió durante un rato. Después el sofá se sacudió, y Perry se echó hacia atrás, maldiciendo.
—¡Quitadme esto!
—Tienes que hacerlo tú, Perry. Y debes estar quieto…
Pero él ya se alejaba, y atravesó la sala en unas pocas zancadas. Se detuvo frente a la pantalla y se arrodilló. Aria actuó sin pensar. Se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Perry se abrazó a ella y enterró la cabeza en su cuello, al tiempo que ahogaba una especie de sollozo. Sentía su cuerpo agarrotado y dolorido, y sus lágrimas eran como plumas sobre su piel.