28

Peregrino

LOS cuervajos entonaban sus cánticos cuando Perry salió al terrado. Se sujetó a la barandilla con la mano sana y miró más allá del bosque de abetos, escuchando el tañido distante de sus campanillas. Sentía un impulso tan poderoso de salir corriendo que le dolían las piernas. Escapar. Incluso en ese instante, sin nada más que el cielo sobre su cabeza, se sentía atrapado.

No podía ser cierto. Se había culpado a sí mismo por el secuestro de Garra. Él se había llevado el Smarteye, y los residentes habían ido tras él. Pero ahora se preguntaba si era posible que los residentes se hubieran llevado al niño para experimentar con él. ¿Estaría sufriendo a manos de la madre de Aria? ¿De una mujer que robaba niños inocentes? No soportaba la idea de que alguien pudiera hacer daño a su sobrino.

Sacó una flecha del carcaj y la disparó contra los cuervajos, sin importarle que estuvieran demasiado lejos. Que ni siquiera pudiera verlos. Maldiciendo, disparó una flecha tras otra, dejando que volaran más allá de la muralla, más allá de las copas de los árboles. Después apoyó la espalda en la puerta del ascensor, acariciándose la mano inflamada, y se dejó caer hasta el suelo.

Pasó toda la noche contemplando el éter, pensando en Garra y en Tizón, en Rugido y en Liv. En que todo tenía que ver con búsquedas y pérdidas. En que nada estaba saliendo como debía. Al alba, cuando la claridad empezaba a fundirse con el éter, ya solo pensaba en el rostro de Aria, y en su mundo, que había dado un vuelco de la noche a la mañana. La había destrozado descubrir que era como él. Él lo había percibido en su olor. Su estado de ánimo lo había agredido, fuego y hielo que ascendían por sus fosas nasales y se le clavaban directamente en las entrañas.

No debía de haber dormido más de una hora cuando Rugido subió al terrado. Se sentó en la barandilla, con el equilibrio de un gato, sin temer en ningún momento la altura de la posible caída. Cruzó los brazos y lo miró con frialdad.

—Ella no sabía en qué trabajaba su madre, Perry. Tú mismo la viste. Estaba tan asombrada como tú.

Perry se incorporó y se frotó los ojos cansados. Sentía los músculos agarrotados, entumecidos por haber dormido sobre el cemento.

—¿Qué quieres, Rugido? —le preguntó.

—Te traigo un mensaje. Aria dice que bajes, si quieres ver a Garra.

• • •

Aria y Castaño estaban en el salón cuando entraron Rugido y él.

Al verlo, ella se puso en pie. Unas sombras moradas oscurecían el contorno de sus ojos. Perry no pudo evitar aspirar hondo, para captar los humores que dominaban el aire. Lo encontró. Era el dolor que ella sentía. Un sentimiento profundo, descarnado. La ira y la vergüenza de ser forastera. De ser Salvaje, como él.

—Ahora ya funciona —dijo, sujetando el Smarteye—. Yo lo he intentado, pero no puedo acceder a los Reinos. Mi firma no ha funcionado. Me han bloqueado el acceso.

A Perry le flaquearon las fuerzas. Ahí terminaba todo. Había perdido la última oportunidad de encontrar a Garra. Confundido, se volvió hacia Rugido y descubrió que reprimía una sonrisa.

—Yo no puedo —insistió Aria—. Pero tal vez tú sí, Perry.

—¿Yo?

—Sí. Solo han restringido mi acceso. El Ojo funciona bien. Yo no puedo entrar, pero tal vez tú sí puedas.

Castaño asintió.

—El dispositivo lee la firma de dos maneras. A través del ADN y mediante el reconocimiento del patrón cerebral. La firma de Aria ha sido denegada de plano. Pero contigo puedo intentar crear alguna interferencia, cierto ruido de fondo que altere el proceso de autenticación. Esta noche hemos realizado algunas pruebas. Creo que podríamos disponer de algo de tiempo hasta que te identifiquen como usuario no autorizado. Podría funcionar.

Aquellas palabras carecían de sentido para él. Solo entendió las últimas: «Podría funcionar».

—El archivo de mi madre incluía los códigos de seguridad de su investigación —le explicó Aria—. Si Garra está ahí, tal vez podamos encontrarlo.

Perry tragó saliva.

—¿Yo puedo encontrar a Garra?

—Podemos intentarlo.

—¿Cuándo?

Castaño arqueó las cejas.

—Ahora.

Perry se dirigió al ascensor con piernas temblorosas, pero Castaño levantó la mano para pedirle que se detuviera.

—Espera, Perry. Es mejor que lo hagamos aquí.

Perry se detuvo al momento. Había olvidado lo que había hecho en El Ombligo. Avergonzado, se obligó a sí mismo a no bajar la mirada.

—Yo no sé reparar lo que rompí. Pero buscaré la manera de pagártelo.

Castaño permaneció un largo momento en silencio, y entonces levantó la cabeza.

—No hace falta, Peregrino. Creo que algún día me alegraré de que me debas un favor.

Perry asintió, aceptando el acuerdo, y se acercó a una de las vitrinas de la pared del fondo, donde fingió contemplar el cuadro de un barco solitario varado en una playa gris, mientras intentaba armarse de valor. Últimamente había hecho varias promesas. «Encontraré a Garra». «Conseguiré que Aria vuelva a su casa». Pero ¿qué había conseguido, salvo llevar a una tribu de caníbales hasta la puerta de Castaño, y después romper un aparato muy caro? ¿Cómo podía su anfritrión confiar en él?

A su espalda, Aria y Castaño hablaban de los problemas que entrañaba intentar que hiciera algo que ni siquiera sabía si comprendía del todo. Perry había empezado a sudar, y el sudor descendía por su espalda, y le empapaba las costillas.

—¿Estás bien, Perry? —le preguntó Rugido.

—Me duele la mano —respondió él, levantando el brazo. Y no era del todo mentira. Todos lo miraron, y después se fijaron en la escayola sucia, como si hasta ese momento se hubieran olvidado de su existencia. Perry no podía recriminárselo. Si no le doliera tanto, probablemente se le habría olvidado a sí mismo.

Unos minutos después llegó Rosa, se llevó a Aria aparte y le habló en voz muy baja. A continuación le entregó una caja metálica, y se marchó.

Aria se sentó junto a Perry en uno de los sofás. Él la observó mientras ella cortaba la escayola de la mano izquierda con dedos algo temblorosos. Aspiró hondo para captar su estado de ánimo. Estaba tan asustada como él en relación con lo que encontrarían en los Reinos. Sabía que Rugido tenía razón. Hasta ese día, ella desconocía a qué se dedicaba su madre. Ignoraba incluso la verdad sobre sí misma.

Perry recordó lo que le había dicho en su dormitorio.

«Así podremos echarlos de menos juntos».

Y tenía razón. Con ella al lado, le había resultado más fácil. Perry apoyó su mano derecha sobre la suya.

—¿Estás bien? —le susurró. No era eso lo que quería saber. No podía estarlo. Lo que quería saber era si aquello de estar juntos seguía siendo importante para ella. Porque aunque se sentía confuso y enfadado, para él sí seguía siéndolo.

Ella alzó la vista y asintió, y él supo que para ella también lo era. Ocurriera lo que ocurriese, lo afrontarían juntos.

Ahora su mano volvía a parecerse más a una mano. La hinchazón había desaparecido. Las ampollas no sobresalían tanto. Las partes que se veían arrugadas y oscuras eran las que más le preocupaban, pero podía mover los dedos, y eso era lo fundamental. Estornudó al aspirar el olor cáustico del gel que Aria le extendió sobre la piel quemada, y empezó a sudar todavía más al sentir la mezcla de frío y calor que se clavaba en sus nudillos. Le resultaba raro, y no precisamente agradable, estar sentado y no parar de sudar.

Castaño se acercó a ellos cuando Aria empezaba a vendarle la mano con una gasa fina. Hizo ademán de colocarle el Smarteye, pero se detuvo y se lo pasó a Aria.

—Tal vez sea mejor que lo hagas tú.

Primero Rosa. Ahora Castaño. Perry no podía negar que lo suyo era del dominio público. Aria era la vía más directa para llegar hasta él. Se preguntó qué habría hecho para llevar hasta todos un mensaje tan inequívoco. Se preguntó cómo era posible que después de toda una vida oliendo los sentimientos de los demás, se le diera tan mal disimular los suyos.

Aria sujetó el dispositivo.

—Primero nos ocuparemos de la parte biotecnológica y colocaremos el aparato. Notarás una presión, como si te succionara la piel. Pero después se afloja, y la membrana interna cede. A partir de ese momento ya puedes parpadear.

Perry asintió, tenso.

—De acuerdo. Presión. No puede ser tan malo.

¿O sí?

Contuvo la respiración mientras Aria le colocaba el parche traslúcido sobre el ojo izquierdo, y enterró los dedos en el brazo del sofá, haciendo esfuerzos por no parpadear.

—Puedes cerrar los ojos. Tal vez te ayude —dijo Aria. Él obedeció, y vio un brillo de estrellas que le indicaba que estaba a punto de desmayarse.

—Peregrino. —Aria posó la mano en su antebrazo—. Tranquilo, no pasa nada.

Él se concentró en aquella caricia fría. Imaginó sus dedos delicados, pálidos. Al sentir la presión, aspiró hondo con la boca entreabierta. Aquella fuerza le recordó al remolino de un río, que al principio parecía soportable, pero cuya fuerza crecía y crecía hasta arrastrarte. Ya en el límite del dolor, el dispositivo cedió, y él quedó jadeando ligeramente.

Perry abrió los ojos, y parpadeó varias veces. Al principio sintió algo que se parecía a andar con un solo zapato. A un lado, sensación y movimiento. Al otro, una intensa protección. A través del dispositivo ocular veía con claridad, pero se percataba de la diferencia. Los colores eran demasiado brillantes. La profundidad de las cosas parecía abolida. Meneó la cabeza a un lado y a otro y apretó los dientes para adaptarse al peso añadido de su rostro.

—¿Y ahora qué?

—Un momento, un momento. —Castaño manipulaba el panel de control mientras Rugido lo miraba desde atrás.

—Primero nos desplazaremos hasta un Reino boscoso —le informó Aria—. Allí no habrá nadie más, y dispondrás de unos segundos para adaptarte. No puedes ir por ahí llamando la atención una vez lleguemos a los Reinos de investigación de la Junta del Gobierno Central, y deberemos movernos con rapidez. Mientras tú te acostumbras a escindirte, Castaño comprobará si la conexión con Alegría se ha restablecido. Él se encargará de toda la navegación. Todo lo que tú veas, a nosotros nos aparecerá en la pantalla.

Se le ocurrieron diez preguntas en un momento. Pero se olvidó de todas cuando Aria sonrió y le dijo:

—Te ves guapo.

—¿Qué?

En un momento como ese, no concebía esa clase de comentarios.

—¿Listo, Peregrino?

—Sí —respondió, a pesar de que todo en su cuerpo le gritaba que no.

Un pinchazo recorrió su médula y alcanzó el cráneo, culminando con un estallido en lo más hondo de sus fosas nasales. A su derecha vio la habitación en que se encontraba. Aria lo miraba preocupada. Rugido, detrás de ella, se apoyaba en el sofá.

—Tranquilo, Peregrino —decía Castaño una y otra vez.

A su izquierda apareció un bosque de pinos. El olor de los árboles penetró en sus fosas nasales. Las imágenes, borrosas, parpadeaban ante sus ojos. Miraba a uno y otro lado, pero nada permanecía en su sitio. La sensación de mareo lo invadía por momentos, inequívoca.

Aria le apretó la mano.

—Tranquilo, Perry.

—¿Qué está pasando? ¿Qué estoy haciendo mal?

—Nada. Tú intenta relajarte.

Las imágenes se agitaban ante él. Árboles. La mano de Aria que se agarraba a la suya. Ramas de abeto meciéndose. Rugido saltando sobre el sofá para situarse frente a él. Nada se estaba quieto. Todo se movía.

—¡Quitadme esto! ¡Quitádmelo!

Tiró del Smarteye, pero olvidó hacerlo con la mano sana, y no consiguió arrancárselo. El dolor ascendió por los dedos quemados, un dolor mucho menos intenso, con todo, que el que sintió en el interior del cráneo. La boca se le llenó de saliva tibia. Se puso de pie y corrió hacia el baño. O eso creyó que hacía, porque, simultáneamente, también empezó a esquivar árboles, y no con mucho éxito, por cierto. Se dio contra algo duro, y la cabeza se le hundió en los hombros con un golpe seco. Rugido lo agarró cuando caía de espaldas. Juntos llegaron al baño. Su amigo lo sostenía derecho, porque Perry ya no confiaba en su propio equilibrio.

Sentía frío bajo las manos. Porcelana. Ya no había árboles.

—Ya lo tengo.

Ahora estaba solo en el cuarto de baño, y allí permaneció un buen rato.

Cuando se le pasó, se quitó la camisa y se la enrolló a la cabeza. Pesaba mucho, empapada en sudor. Todavía sentía mareo y náuseas, como si acabara de realizar la peor travesía en barco de su vida. ¿Cuánto tiempo había durado en los Reinos? ¿Tres segundos? ¿Cuatro? ¿Cómo iba a encontrar a Garra?

Aria estaba sentada a su lado. Pero él no hallaba el valor para salir de su escondite. Frente a él apareció un vaso de agua.

—Yo sentí lo mismo la primera vez que entré en tu mundo.

—Gracias —dijo, y se la bebió de un trago.

—¿Estás bien?

No lo estaba. Perry le cogió la mano, acercó la cara a su palma y apoyó en ella la mejilla. Aspiró su perfume de violeta, y de él extrajo algo de fuerza. Sintió que sus músculos se relajaban. Aria le acariciaba la mandíbula con el dedo pulgar, y el roce de la piel con la barba creaba un sonido áspero. Había algo peligroso en aquella situación. En el poder que su aroma ejercía sobre él. Pero no podía cuestionárselo en ese momento. Era lo que necesitaba.

—¿Qué te han parecido los Reinos? —le preguntó Rugido.

Perry se asomó por debajo de la camisa. Su amigo estaba de pie, junto a la puerta del baño. Y también vio a Castaño, algo más atrás, en el pasillo.

—No me han gustado mucho. ¿Lo intento otra vez? —dijo, aunque en realidad dudaba que fuera capaz de soportarlo.

Cuando regresó al salón, la luz era más tenue. Alguien había traído un ventilador. Todos aquellos esfuerzos lo avergonzaron, aunque descubrió que, en efecto, contribuían a calmarlo. Perry intentó explicar lo que sentía.

—Tienes que tratar de olvidar esto de aquí —le aconsejó Aria—. Olvidar este espacio físico. Concentrarte en el Smarteye. Entonces te sentirás bien.

Perry asintió, como si aquello tuviera sentido. Aria y Castaño seguían dándole instrucciones. «Relájate». «Intenta esto». «O esto otro».

Entonces Rugido le dijo:

—Perry, actúa como si siguieras con la mirada la trayectoria de una flecha.

Eso sí se veía capaz de hacerlo. Disparar una flecha no tenía nada que ver con su posición, con su arco, con sus brazos. Durante una década entera no había pensado en ninguna de aquellas cosas. Solo pensaba en el blanco al que iba dirigida.

Volvieron a presentarle el bosque. Las imágenes luchaban por captar su atención, como antes, pero ahora Perry imaginó que apuntaba a un pedazo de leña arrugado que pasaba junto a él. Entonces los bosques quedaron inmóviles a su alrededor, creando una quietud repentina y extraña. De algún modo los demás debieron de darse cuenta, porque Castaño susurró: «Sí».

Cuanto más se concentraba en los bosques, más los sentía fijos en su sitio. El cuerpo de Perry se refrescó bajo la suave brisa, que no procedía del ventilador; era una brisa que transportaba un aroma a pino. A pino piñonero, aunque todo lo que veía a su alrededor eran abetos. Y el olor era intenso. Allí olía a savia fresca, no solo a rama mecida por la brisa. El aire no estaba impregnado de rastros de olores animales ni humanos, y ni siquiera del grupo de setas que observaba a los pies de un tronco.

—Es igual pero distinto, ¿verdad?

Se volvió, buscando a Aria en el bosque.

—Te oigo como si estuvieras dentro de mi cabeza.

—Estoy a tu lado, aquí fuera. Intenta caminar, Perry. Tómate unos segundos más.

Descubrió que, para hacerlo, le bastaba con pensarlo. No era como estar en su propia piel. Seguía sintiéndose algo mareado e inseguro, pero se movía, un paso tras otro. Se encontraba en el bosque. Debería haberse sentido como en casa, pero su cuerpo se aferraba a la sensación que no lo había abandonado desde que había llegado al recinto de Castaño. La misma sensación que lo llevaba a subir al terrado en cuanto tenía ocasión.

Entonces recordó algo, y se arrodilló al momento. Con la mano buena apartó las agujas de pinaza y recogió un puñado de tierra. Era oscura, suelta, limpia. No se parecía en nada a aquella mezcla de polvo y grava que solía encontrarse en los bosques de abetos. Perry agitó la mano y dejó que la tierra se filtrara entre sus dedos, hasta que en sus palmas solo quedaron unas piedrecillas.

—¿Lo ves? —le dijo Aria en voz baja.

Y sí, lo veía.

—Nuestras piedras son mejores.