Aria
CASTAÑO disponía de un marcador con una cuenta atrás que informaba del tiempo que faltaba para poder conectar el Smarteye con ciertas garantías de seguridad. Por la mañana se lo mostró a Aria, a la que había llevado hasta El Ombligo.
Siete horas, cuarenta y tres minutos, doce segundos.
Se trataba de un cálculo aproximado, pero Aria empezaba a conocer a Castaño y suponía que debía de ser bastante exacto. Aquella sala era austera y fría, comparada con el resto de Delfos. Una serie de ordenadores. Un escritorio y un sofá. El lugar desprendía un aire de recinto sagrado. Daba la sensación de que Castaño era el único que descendía hasta ahí. Se fijó en un jarrón con rosas apoyado en una mesa auxiliar.
—Como vi que el otro te gustaba… —dijo Castaño, sonriente, y sin añadir nada más volvió a concentrarse en el Smarteye que reposaba en su escritorio.
Aria no conseguía apartar la vista de los números de la pantalla. ¿Seguiría estando en el Smarteye la grabación que había realizado en Ag 6? ¿Y el archivo de «Pájaro Cantor»? ¿Sería capaz de encontrar a Lumina y a Garra? Solo había transcurrido una hora cuando Castaño la invitó a dar un paseo fuera. Ella aceptó sin pensarlo. Todavía sentía los pies doloridos, pero se habría vuelto loca si hubiera tenido que quedarse allí abajo ella sola. Nunca había sentido que el tiempo transcurriera tan despacio.
Mientras recorrían los salones y pasillos de Delfos, ella buscaba a Perry con la mirada. Había permanecido despierta, escuchando el ritmo de su respiración durante la noche. Pero cuando, ya de mañana, había despertado, él no estaba.
Apenas se asomó al patio, en compañía de Castaño, Aria se percató de los cambios. Había muy pocas personas caminando por él, y el silencio contrastaba con el bullicio que había encontrado el día anterior, al entrar corriendo con Tizón.
—¿Dónde está la gente?
Alzó la vista al cielo. Lo había visto en condiciones mucho peores. En ese momento, lo surcaban apenas unas líneas tenues, como venas.
Castaño cambió el gesto. Entrelazó un brazo con el suyo y, juntos, siguieron avanzando por el camino empedrado.
—Esta mañana, algunas de las flechas de los cuervajos han superado la muralla. Nada grave, disparos al azar ejecutados de noche. Pensados sobre todo para amedrentar. La verdad es que, en ese sentido, han tenido éxito. Yo esperaba que la gente ya se hubiera tranquilizado, pero parece que…
Castaño se detuvo, mirando a su alrededor. Rosa y Pizarra venían corriendo hacia ellos. La trenza oscura de la mujer oscilaba rítmicamente tras ella. Empezó a hablar antes de llegar a su lado.
—El niño. Tizón. No está.
—Ha escapado por la puerta del este —añadió Pizarra atropelladamente. Parecía furioso consigo mismo—. Cuando lo han divisado desde la torre de vigía, ya estaba fuera.
Aria notó que el brazo de Castaño se tensaba en torno al suyo.
—En las actuales circunstancias, esto resulta intolerable. No puede suceder. ¿Quién estaba en el puesto?
Y se alejó entre maldiciones, acompañado de Pizarra.
Aria no podía creerlo. Después de todo lo que había hecho, después de cargarlo a hombros, ¿Tizón se había fugado?
—¿Perry lo sabe? —le preguntó a Rosa.
—No, no lo creo. —La mujer apretó los labios y entrecerró los ojos, molesta—. Prueba primero en el tejado. Normalmente anda por ahí.
—Gracias —dijo Aria, y salió corriendo hacia Delfos.
Rosa, burlona, le gritó:
—¡Parece que ya estás mejor de los pies!
• • •
Aria subió en ascensor hasta la última planta y salió al terrado, una vasta extensión de cemento protegida solo por una barandilla de madera que rodeaba todo el perímetro. Perry estaba sentado y apoyado en ella, observando el éter, con el brazo herido sostenido sobre una rodilla. Al verla le sonrió y se acercó a ella.
Cuando estuvo a su lado, su sonrisa se esfumó.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tizón se ha ido. Se ha escapado. Lo siento, Perry.
Él torció el gesto, pero al momento apartó la mirada y se encogió de hombros.
—No importa. Ni siquiera lo conocía. —Permaneció en silencio unos instantes—. ¿Estás segura de que se ha ido? ¿Lo han buscado?
—Sí. Los Guardianes lo han visto salir.
Se acercaron al borde del terrado. Perry apoyó los brazos en la barandilla, ausente, con la vista fija en los árboles. Desde allí, Aria contemplaba la amplia curvatura de la muralla, que circundaba Delfos. Unos veinte metros más abajo, los establos y los huertos creaban dibujos geométricos en el patio. Ella acababa de venir de ahí.
—¿Quién te ha dicho que estaba aquí? —preguntó Perry. La decepción se había esfumado de su rostro.
—Rosa. —Aria sonrió—. Y me ha contado muchas otras cosas.
Él torció el gesto.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te ha dicho? No, mejor no me lo cuentes. No quiero saberlo.
—No, seguro que no quieres.
—Eso es cruel. Ahora que estoy deprimido, te aprovechas de mí.
Ella se echó a reír y volvió a quedar en silencio. El silencio, entre ellos, no le resultaba incómodo. Le gustaba.
—Aria —dijo Perry transcurrido un rato—. Quiero esperar contigo a que el Smarteye esté arreglado, pero no puedo quedarme en El Ombligo. No resisto mucho tiempo ahí metido. Me altero un poquitín cuando llevo un rato bajo tierra.
—¿Te alteras «un poquitín»?
Siendo, como era, una criatura letal, a veces usaba expresiones que a ella le sonaban de lo más infantiles.
—Sí, me pongo nervioso. No puedo estarme quieto.
Ella sonrió.
—¿Puedo esperar contigo aquí arriba?
—Sí —respondió él, sonriendo de oreja a oreja—. Esperaba que lo dijeras.
Metió las piernas por debajo de la barandilla, y las dejó colgando por el borde. Aria, a su lado, cruzó las suyas.
—Este es mi lugar favorito en Delfos. Es el mejor punto para leer el viento.
Ella cerró los ojos y sintió el roce de la brisa, intentando captar lo que quería decir. El aire fresco olía a humo y a pino. Sintió un estremecimiento en la piel de los brazos.
—¿Cómo tienes los pies? —quiso saber él.
—Todavía algo inflamados, pero están mucho mejor —respondió ella, conmovida ante aquella sencilla muestra de interés. Perry no preguntaba por preguntar: siempre se interesaba por las personas.
—Garra es afortunado por tener un tío como tú —dijo.
Él negó con la cabeza.
—No. Fue culpa mía que se lo llevaran. Ahora intento solucionarlo. No tengo más alternativa.
—¿Por qué?
—Estamos entregados el uno al otro. Existe un vínculo entre nosotros, a través de nuestros humores. Yo siento lo que él siente. No solo lo huelo. Y a él le pasa lo mismo.
Aria no imaginaba qué significaba estar unido a alguien de ese modo. Le vino a la mente lo que tanto Rugido como Rosa le habían contado sobre los esciros: que solo se relacionaban con personas como ellos.
Perry se echó hacia delante, y cruzó los brazos sobre la barandilla.
—Ahora que estoy lejos de él siento que se ha ido una parte de mí.
—Lo encontraremos, Perry.
Él apoyó la barbilla en la baranda.
—Gracias —dijo él, con la vista clavada en el patio.
Aria se fijó entonces en su brazo. Se había doblado las mangas de la camisa por encima de los codos, para que no le molestara la escayola. Una vena gruesa recorría el bíceps musculoso. Una de sus marcas era una banda de cortes inclinados. La otra estaba hecha de líneas onduladas. Sintió el impulso de tocarlas. Alzó la vista hasta encontrarse con su perfil, resiguió con ella la nariz hasta el puente, y halló la cicatriz que nacía en la comisura de sus labios. Tal vez no era solo el brazo lo que deseaba acariciar.
Perry volvió la cabeza repentinamente, y ella se dio cuenta de que lo sabía todo. Se sonrojó al momento. Y él olió también su vergüenza.
Aria deslizó las piernas bajo la barandilla, como él, y fingió interesarse en lo que sucedía abajo. El patio mostraba más señales de vida. La gente se movía de un lado a otro. Un hombre cortaba leña con precisión a golpes de hacha. Un perro ladraba a una joven que sostenía algo muy levantado, fuera de su alcance. Pero, por más que intentaba concentrarse en lo que veía, sentía que la atención de Perry seguía clavada en ella.
—¿Qué vas a hacer cuando encuentres a Garra? —le preguntó, cambiando de táctica.
—Lo llevaré a casa, y después formaré mi propia tribu.
—¿Cómo?
—Es cuestión de ir ganándose hombres. Has de encontrar a uno dispuesto a seguirte, o debes conseguir obligarlo a que lo haga. Después a otro, y así sucesivamente. Hasta que dispones de un grupo lo bastante numeroso como para reclamar una porción de tierra. Luchando por ella, si es preciso.
—¿Y cómo se los obliga?
—En un desafío. El ganador puede salvar la vida del perdedor, reclamando a cambio su lealtad, o… lo que ya imaginas.
—Entiendo —dijo Aria. Lealtades. Aliados. Juramentos pronunciados para evitar la muerte. Aquellos eran conceptos comunes en su vida.
—Tal vez me dirija al norte —prosiguió él—. Para ver si encuentro a mi hermana y consigo llevarla con los Cuernos. Quizá logre deshacer el agravio antes de que sea demasiado tarde. Y también quiero ver si descubro algo sobre el Azul Perpetuo.
Aria se preguntaba qué sucedería entonces entre él y Rugido. A ella no le parecía justo separar a dos personas que se querían.
—¿Y tú? —le preguntó él—. Cuando encuentres a tu madre, ¿regresarás a esos lugares virtuales? ¿Los Reinos?
Le gustó su manera de pronunciar «Reinos». Despacio, con sonoridad. Y le gustó todavía más que dijera «cuando encuentres a tu madre». Como si fuera algo que iba a suceder. Que era inevitable.
—Creo que volveré a dedicarme a cantar. Siempre era algo que hacía porque mi madre me lo pedía. En realidad, yo no quería cantar. Pero ahora siento el impulso de hacerlo. Las canciones son historias. —Sonrió—. Quizás ahora ya tengo mis propias historias que contar.
—Yo he estado pensando en eso.
—¿Has estado pensando en mi voz?
—Sí. —Se encogió de hombros, en un gesto mezcla de timidez y despreocupación—. Desde la primera noche.
Aria no pudo evitar sonreír, llena de orgullo, algo pomposamente.
—Aquella canción era de Tosca. Una antigua ópera italiana. —Aquel fragmento era para un tenor, para un hombre. Cuando Aria la cantó ese día, subió el tono para llegar a las notas, pero aun así la melodía transmitía tristeza—. Trata de un hombre, un artista, sentenciado a morir, y canta sobre la mujer que ama. Cree que no volverá a verla nunca. Es el aria favorita de mi madre. —Volvió a sonreír—. Además de mí.
Perry levantó las piernas y cambió de posición, apoyando la espalda en la barandilla. Una sonrisa expectante se dibujó en su rostro.
Aria soltó una carcajada.
—¿Lo dices en serio? ¿Aquí?
—En serio.
—De acuerdo… Tengo que ponerme de pie. Es mejor si lo hago.
—Pues hazlo.
Perry se levantó con ella y se apoyó contra la barandilla. Su sonrisa la perturbaba, y Aria decidió alzar la vista y contemplar el éter durante unos segundos, aspirando el aire fresco, mientras una sensación de inminencia se apoderaba de ella. Había echado de menos lo que estaba a punto de hacer.
La letra de la canción surgió de su interior, de lo más hondo de su corazón. Palabras llenas de dramatismo y entrega absoluta que hasta entonces siempre la habían sonrojado porque… ¿quién se abandonaba a una emoción tan descarnada en la vida real?
Pero ahora ella misma se sentía así.
Dejó que las palabras abandonaran el terrado y llegaran más allá de los árboles. Se perdió en el aria, y permitió que la música la transportara. Pero, a pesar de ello, fue consciente de que el hombre que cortaba la leña dejaba de hacerlo, y de que el perro ya no ladraba. Incluso los árboles se callaron para oírla cantar. Cuando terminó, tenía lágrimas en los ojos. Ojalá su madre hubiera podido oírla. Nunca la había interpretado tan bien.
Perry cerró los suyos cuando ella dejó de cantar.
—Tienes la voz tan dulce como tu perfume —susurró con voz grave—. Dulce como las violetas.
Ella creyó que iba a dejar de latirle el corazón. ¿Perry creía que olía a violetas?
—Perry… ¿te gustaría saber qué significa la letra?
Él abrió los ojos al momento.
—Sí.
Ella tardó un poco en traducirla mentalmente, y algo más en armarse de valor para pronunciarla en voz alta.
—«Y brillaban las estrellas. Y la tierra desprendía su fragancia. La puerta del huerto chirriaba, y una huella desfloró la arena. Ella entró, fragante como una flor, y cayó en mis brazos. ¡Oh, dulces besos! ¡Lánguidas caricias! Mientras yo, tembloroso, las bellas formas iba desvelando. Se ha desvanecido para siempre mi sueño de amor. El tiempo se ha esfumado, y muero, desesperado, yo que nunca he amado tanto la vida».
Entonces se acercaron el uno al otro, como si una fuerza los llevara a cogerse de las manos. Aria miró sus dedos entrelazados, deleitándose en la sensación de su tacto. En el calor de su piel áspera, callosa. Lo suave y lo duro juntos. Se empapó del terror y la belleza de su mundo. De todos los momentos que había vivido aquellos últimos días. Y todo ello la llenaba, como el primer aliento que había aspirado en la vida. Nunca había amado tanto la vida.