25

Peregrino

PERRY estaba de pie junto a la puerta de Aria, y sus pulmones, como dos fuelles, no dejaban de bombear aire. Había muchas cosas dignas de admiración en la casa de Castaño. La comida. Las camas. La comida. Pero con todas aquellas puertas y muros, le resultaba más difícil captar los humores de los demás. Recordó todas las ocasiones en que, a lo largo de la semana, había querido descansar de sus propias percepciones. Una hora seguida sin aspirar el dolor de Aria, o el de Rugido. Pero ahora estaba ahí, casi olisqueando bajo la puerta de la residente.

No le llegaba nada. Perry acercó la oreja a la madera. Lo mismo. Maldiciendo entre dientes, bajó corriendo la escalera. Entró en una habitación de la primera planta, vacía salvo por una gran pintura que parecía una mancha accidental, y por la pesada puerta de acero de un ascensor. Perry lo llamó. Caminó de un lado a otro hasta que la puerta se abrió. Dentro no había botones. La cabina metálica descendía hasta un solo lugar. Castaño lo llamaba «El Ombligo».

Tras diez segundos metido ahí dentro, empezó a sudar. Seguía descendiendo más y más, imaginando todos los pasos que había tenido que dar para escalar aquella montaña, en sentido inverso. El ascensor frenó y se detuvo, pero su estómago tardó un par de segundos en aposentarse. Recordó aquella misma sensación durante su primera visita. Difícil olvidar algo así. Finalmente la puerta se abrió.

Recibió el impacto de un olor tan húmedo y tan denso que era como respirar tierra. Estornudó varias veces, mientras avanzaba por un pasillo amplio hacia la fuente de luz que se adivinaba al fondo. Había cajas amontonadas a lo largo de las paredes. También sobre las más altas se acumulaban objetos raros. Floreros y sillas polvorientas. Un brazo de maniquí. Un biombo de papel fino con cerezos en flor pintados. Un arpa sin cuerdas. Una caja de madera llena de tiradores de puerta, bisagras y llaves.

Había explorado todos y cada uno de aquellos baúles durante su última visita. Como todo lo que había en el recinto de Castaño, todos aquellos objetos almacenados en El Ombligo le habían enseñado cómo era el mundo antes de la Unidad. Un mundo que Valle había descubierto años antes que él en las páginas de los libros.

Perry siguió avanzando hasta el final del pasadizo, y al entrar en aquella sala espaciosa saludó a Rugido y a Castaño con un movimiento de cabeza. Uno de los lados estaba ocupado por una hilera de ordenadores. La mayoría de ellos eran muy antiguos, pero Castaño disponía de algunos equipos de los residentes, tan modernos como el Smarteye de Aria. También había una pantalla gigante, lo mismo que en el salón comunitario de la primera planta. La imagen que aparecía en ella era la de la llanura que habían atravesado antes de iniciar el ascenso final hasta el recinto amurallado de Castaño. Los colores eran raros y la imagen se veía borrosa, pero reconoció las figuras que se movían alrededor de unas tiendas de campaña.

—Me he hecho instalar una microcámara —dijo Castaño desde su escritorio de madera. Controlaba las imágenes de la pantalla desde un panel de control plano. El Smarteye de Aria estaba en su escritorio, sobre una plancha negra, gruesa, que parecía una losa de granito.

—Con el éter no va a durar mucho, pero entretanto nos ayudará a ver qué están haciendo.

—Se instalan para quedarse, eso es lo que están haciendo —dijo Rugido. Estaba sentado en una butaca solitaria, con los pies apoyados sobre una mesa pequeña—. Desde mi último recuento, se han sumado otros diez, diría yo. Perry, al fin has conseguido que te siga una tribu entera.

—Gracias Rugido, pero no era esto lo que quería —replicó él, suspirando. ¿Se largarían alguna vez los cuervajos? ¿Cómo iba a hacer él para salir de allí?

Castaño pareció adivinarle los pensamientos.

—Perry, existen antiguos túneles que se adentran en la montaña. La mayoría de ellos son intransitables, pero tal vez encontremos alguno que se haya mantenido en pie. Mañana haré que los exploren.

Perry sabía que Castaño se lo decía para tranquilizarlo, pero lo único que consiguió fue que se sintiera peor por todos los problemas que le estaba causando. ¿Túneles? No soportaba siquiera la idea de tener que usarlos para escapar. Estar en esa habitación le provocaba sudores. Pero, a menos que los cuervajos se cansaran y se fueran, no se le ocurría ningún otro medio para salir de Delfos.

—¿Alguna novedad sobre el Smarteye?

Castaño movió los dedos sobre el panel de control. La imagen de la pantalla cambió y dio paso a una serie de números.

—Según mis cálculos, podría haberlo desencriptado, y tenerlo operativo, en dieciocho horas, doce minutos y veintinueve segundos.

Perry asintió. Así pues, dispondrían de él al atardecer del día siguiente.

—Perry, incluso si consigo conectarlo, creo que los dos deberíais estar preparados para cualquier desenlace. Los Reinos están aún mejor protegidos que sus Cápsulas. Las paredes y los escudos de energía no son nada comparados con ellos. Es posible que no pueda hacer gran cosa para que establezcas contacto con Garra. O para que Aria se comunique con su madre.

—Tenemos que intentarlo.

—Lo haremos. Intentaremos todo lo que esté en nuestra mano.

Perry señaló a Rugido con la barbilla.

—Te necesito.

Rugido le siguió sin preguntarle nada. Una vez en el ascensor, le explicó qué quería de él.

—Creía que ya habías ido a hablar con ella.

Perry fijó la vista en las puertas metálicas.

—No he ido… bueno, sí, pero no la he visto.

Rugido se echó a reír.

—¿Y quieres que vaya yo?

—Sí, tú, Rugido. —¿Hacía falta que le explicara que Aria se sentía más cómoda cuando hablaba con él?

Rugido se apoyó en la pared del ascensor y cruzó los brazos.

—¿Te acuerdas de aquella vez que yo intentaba hablar con Liv y me caí del tejado?

En aquel pequeño cubículo de acero, Perry no pudo evitar percibir el cambio en el humor de su amigo: olía a anhelo. Él siempre confió en que Rugido y Liv superarían su enamoramiento, pero siempre se habían sentido atrapados el uno en el otro.

—Yo estaba hablando con ella a través de un agujero de la madera, ¿te acuerdas, Perry? Ella estaba arriba, en el altillo, y acababa de llover. Perdí el equilibrio y resbalé.

—Te recuerdo escapando de mi padre con los pantalones bajados hasta los tobillos.

—Tienes razón. Cuando bajaba, se engancharon en una teja y se me rompieron. Creo que no había visto a Liv reírse tanto en toda su vida. Estuve a punto de detenerme para verla así. Me encantaba oírla. La risa de Liv era el mejor sonido del mundo. —La sonrisa de Rugido se esfumó transcurrido un instante—. Tu padre era muy rápido.

—Era más fuerte que rápido.

Rugido no dijo nada. Sabía en qué condiciones se había criado su amigo.

—¿Todo esto me lo cuentas por algo? —le preguntó Perry, que salió del ascensor apenas llegó a la planta—. ¿Vienes?

—Cáete tú de tu propio tejado, Perry —respondió él mientras las puertas volvían a cerrarse.

El ascensor descendió de nuevo hasta El Ombligo, llevándose consigo las carcajadas de su amigo.

• • •

Aria estaba sentada al borde de la cama cuando Perry entró en el dormitorio. Tenía los brazos cruzados sobre el regazo. Solo estaba iluminada la lámpara de la mesilla de noche. La pantalla proyectaba un triángulo perfecto de luz, que bañaba sus brazos cruzados. El aire conservaba el perfume de la chica. Violetas tempranas de primavera. La primera floración. Podría haberse perdido en ese olor, de no haber sido por lo lúgubre de su humor.

Perry cerró la puerta tras él. Ese cuarto era más pequeño que el suyo, que compartía con Rugido. No vio más asiento que la cama. No era que le apeteciera sentarse, pero tampoco quería quedarse de pie junto a la puerta.

Ella miró en su dirección, con los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Te envía Castaño otra vez?

—¿Castaño? No, no me envía él. —No debería de haber venido. ¿Por qué había cerrado la puerta, como si pretendiera quedarse? Si se iba ahora, resultaría raro.

Aria se secó las lágrimas.

—Aquella noche en Ensoñación, yo estaba en Ag 6 intentando averiguar si mi madre estaba bien. El contacto con Alegría se había interrumpido, y yo estaba muy preocupada. Cuando vi su mensaje, pensé que estaba bien.

Perry miró fijamente el espacio libre que quedaba a su lado. A cuatro pasos. Cuatro pasos que parecían kilómetros. Los dio como si estuviera a punto de lanzarse por un precipicio. Al tomar asiento, la cama se movió. ¿Qué diablos le pasaba?

Carraspeó.

—Solo son rumores, Aria. Los audiles se dedican a propagar cosas.

—Podría ser cierto.

—Pero también podría ser falso. Tal vez solo haya quedado destruida una parte. Como la cúpula, aquella noche. Se derrumbó por el punto por el que yo entré.

Ella se volvió hacia la pintura de la pared, ensimismada en sus pensamientos.

—Tienes razón. Las Cápsulas se construyen de manera que puedan separarse en piezas. Se trata de un método pensado para limitar los daños.

Se pasó el pelo por detrás de la oreja.

—Necesito saberlo. Mi sentimiento no me dice que se haya… ido. Pero ¿y si se ha ido? ¿Y si resulta que, en este mismo momento, yo debería estar llorando su muerte? ¿Y si resulta que estoy aquí llorando cuando no haría falta? Me da mucho miedo equivocarme. Y no soporto no poder hacer nada. —Él se echó hacia delante y se agarró el borde de la escayola—. Eso es lo que tú también debes de haber sentido por Garra, ¿verdad?

Perry asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo—. Exactamente.

Llevaba tiempo evitando el temor de pensar que, tal vez, estuviera haciéndolo todo en vano. Que Garra pudiera estar muerto. No se permitía siquiera imaginarlo. ¿Y si Garra había perdido la vida por su culpa? ¿Dónde estaba su sobrino? Perry sabía que ella lo entendía. Aquella residente sabía qué era la tortura de querer a alguien que se había perdido. Que se había ido, tal vez para siempre.

Perry carraspeó de nuevo, y se pasó la mano por la cara.

—Castaño dice que mañana ya tendrá los archivos y la conexión operativa.

—Mañana —repitió ella.

La palabra reverberó en el silencio de la habitación. Perry aspiró hondo, armándose de valor para decir lo que llevaba días queriendo decirle. Todo podía cambiar cuando repararan el Smarteye. Tal vez esa fuera la última oportunidad que tuviera para sincerarse con ella.

—Aria… todo el mundo se siente deprimido y triste alguna vez. Lo que nos hace diferentes es nuestra manera de actuar. Y estos últimos días tú has seguido adelante a pesar de esos pies. A pesar de no conocer el camino… A pesar de mí.

—No sé si lo que dices es un cumplido o una disculpa.

Él la miró a los ojos.

—Las dos cosas. Podría haber sido más amable contigo.

—Podrías, al menos, haber hablado un poco más.

Él sonrió.

—Eso ya no lo sé.

Ella se echó a reír, pero sus ojos regresaron de inmediato a la seriedad.

—Yo también podría haber sido más amable contigo.

Se echó hacia atrás, y se apoyó en el cabecero de la cama. El pelo negro le caía sobre los hombros, enmarcando su barbilla menuda. Sus labios rosados esbozaron una sonrisa tímida.

—Te perdono con dos condiciones.

Él se recostó sobre su brazo bueno y la miró de reojo. A aquel cuerpo le sentaba bien la ropa ceñida, no los pantalones de camuflaje. Se sintió culpable por mirarla, pero no podía evitarlo.

—¿Qué condiciones?

—La primera, que me digas cuál es tu estado de ánimo en este momento.

Perry disimuló la exclamación de sorpresa bajo un repentino ataque de tos.

—¿Mi estado de ánimo? —Aquello no era buena idea. Buscó un modo amable de negarse—. Podría intentarlo —respondió, transcurrido un momento, y entonces se pasó la mano por el pelo, asombrado ante lo que acababa de aceptar.

—Está bien, veamos… —Empezó a jugar con el borde de la escayola—. Tal como yo los percibo, los olores son más que olores. A veces tienen peso y temperatura. Y color. No creo que sea así para los demás. La herencia de mi línea paterna es fuerte. Se trata, tal vez, de la saga de esciros más poderosa. —Se detuvo, porque no quería sonar fanfarrón. Se dio cuenta de que tenía los muslos doblados, agarrotados—. De modo que mi estado de ánimo en este momento es bastante frío. Y pesa. La tristeza es así. Oscura y densa, como la piedra. Como el olor que desprende una roca húmeda.

La miró. No le pareció que estuviera a punto de echarse a reír, por lo que siguió hablando.

—Habría más. Casi siempre, muchas veces… hay pocos olores en un humor. Los humores nerviosos emiten olores agudos, como los de las hojas de laurel. Algo así, brillante, punzante. Los humores nerviosos resultan difíciles de ignorar. O sea que seguramente habría algo de eso también.

—¿Por qué estás nervioso?

Perry sonrió, sin apartar la vista de la escayola.

—Tu pregunta me pone nervioso. —Se obligó a mirarla. Pero mirarla no le sirvió para tranquilizarse, de modo que fijó la mirada en la lámpara—. No puedo seguir, Aria.

—Ahora ya sabes lo que se siente. Lo expuesta que me siento a tu lado.

Perry sonrió.

—Buen truco. ¿Ahora quieres saber por qué estoy nervioso? Te queda una segunda condición.

—No es una condición. Es más una petición.

Perry sintió todo el cuerpo en tensión, a la espera de lo que ella estaba a punto de decir. Aria se cubrió con las mantas y se arropó con ellas.

—¿Por qué no te quedas aquí? Creo que dormiría mejor si te quedaras conmigo esta noche. Así podremos echarlos de menos juntos.

El primer impulso de Perry fue decirle que sí. Estaba guapa allí, apoyada en el cabecero de la cama. Su piel parecía más suave, más lisa que las sábanas que la cubrían. Pero Perry dudaba.

Dormir con otra persona era lo más peligroso que podía hacer un esciro. Los humores se mezclaban en la armonía del sueño. Se entrelazaban y formaban sus propios vínculos. De ese modo los esciros se entregaban. Eso era lo que le había ocurrido con Garra.

No sabía por qué se le ocurría eso ahora. No debía preocuparse. Los esciros apenas se entregaban a nadie más allá de su sentido dominante. Y ella era una residente: el ser más alejado de un esciro. Además, ya llevaba una semana durmiendo a dos palmos de ella. ¿Qué diferencia había en pasar otra noche más?

Perry se fijó en la alfombra, y miró a Aria.

—Me estiraré aquí mismo.