24

Aria

ARIA salió al vestíbulo. Las palabras de Rosa todavía resonaban en su mente. De las paredes pintadas de un azul turquesa suave colgaban tapices de hilos gruesos en los que se representaba una antigua batalla naval. Una hornacina iluminada, en un extremo, albergaba una estatua de mármol de tamaño natural de un hombre y una mujer enzarzados bien en un fiero combate, bien en un abrazo apasionado. Costaba determinarlo. Al fondo, una escalera con barandilla de hojas doradas conducía a una planta inferior. Aria esbozó una sonrisa. En Delfos, todo procedía de un lugar y un espacio diferentes. Estar en casa de Castaño era como vivir en diez o doce Reinos a la vez.

La voz de Perry llegaba desde abajo. Por un momento cerró los ojos y escuchó su fuerte acento. Incluso para ser forastero, aquella manera de hablar tan lenta lo distinguía de los demás. Aria oyó que estaba hablando de su hogar, del Valle de los Mareas. De su preocupación por las tormentas de éter y las incursiones de las otras tribus. Siendo, como era, alguien que apenas hablaba, era un orador que cautivaba con su concisión, con su aplomo. Transcurridos unos minutos, se regañó a sí misma por escuchar una conversación ajena.

La escalera la devolvió a la sala de los sofás. Rugido estaba sentado en uno de ellos, y Perry, apoltronado en otro. Castaño, de pie detrás de Rugido, se balanceaba primero sobre un pie, después sobre otro. A Tizón no lo veía, ni le sorprendía no verlo. Cuando la descubrió allí, Perry dejó de hablar y se sentó mejor. Ella intentó no darle importancia al hecho de que no siguiera con su conversación.

Como ella, él también llevaba ropa limpia. Una camisa color arena. Pantalones de cuero más negros que marrones, y que no se veían zurcidos ni remendados. Iba con el pelo peinado hacia atrás, brillante a la luz. Tamborileaba los dedos de la mano buena contra la escayola. Y hacía todo lo posible por no mirarla directamente.

Castaño se acercó y le agarró las dos manos, en un gesto afectuoso. Aria no se atrevía a apartarlas. Iba ataviado con una chaqueta de esmoquin ridícula, de terciopelo morado, entallada y rematada con cintas de raso negro.

—Ah —dijo al fin, y al sonreír se le ensancharon las mejillas—. Las has recibido. Pues no te quedan nada mal, no. Te he mandado hacer otras, querida. Pero por el momento estas servirán. ¿Cómo estás, cielo?

—Bien. Gracias por la ropa. Y por la rosa —añadió, consciente de que era un regalo suyo, lo mismo que las prendas de vestir.

Castaño se inclinó sobre ella y le apretó las manos con suavidad.

—Un pequeño regalo para una gran belleza.

Aria, nerviosa, soltó una carcajada. En Ensoñación, ella no destacaba por su físico. Solo su voz la distinguía del resto. Que la alabaran por algo en lo que ella no tenía nada que ver le parecía raro, pero agradable.

—¿Comemos? —preguntó Castaño—. Tenemos mucho de lo que hablar, así que, mientras lo hacemos, será mejor que nos llenemos la barriga. Estoy seguro de que todos debéis tener bastante hambre.

Lo siguieron hasta un comedor lujosamente decorado, como el resto de Delfos. Las paredes estaban tapizadas con telas carmesíes y doradas, y cubiertas de retratos al óleo. La luz de las velas se reflejaba en cristalerías y objetos de plata, e inundaban la estancia de luz centelleante. Tanta opulencia la llevó a sentir una punzada de tristeza, pues le recordó al Teatro de la Ópera.

—He comerciado durante toda mi vida para conseguir estos tesoros —le explicó Castaño, a su lado—. Pero las horas de las comidas deben ser sagradas, ¿no te parece?

Rugido le retiró la silla para que se sentara, al tiempo que Perry se dirigía al extremo opuesto de la mesa rectangular. Apenas habían tomado asiento cuando llegaron unas personas y les sirvieron agua y vino. Todos iban muy bien vestidos, e impecablemente peinados. Aria empezaba a ver qué había hecho Castaño en ese recinto: ofrecía seguridad a cambio de trabajo. Pero la gente que lo servía no parecía angustiada: las personas con las que se había encontrado hasta el momento parecían saludables y conformadas. Y leales, como Rosa.

Castaño levantó su copa, extendiendo los dedos cubiertos de anillos como si fueran las plumas de un pavo real. Aria se fijó en un destello azulado: Castaño llevaba la sortija con la piedra azul que Perry había recogido aquel día. Sonrió para sus adentros: tendría que abandonar de una vez por todas sus presuposiciones sobre rosas y anillos.

—Por el regreso de unos viejos amigos, y por una amiga nueva, inesperada pero igualmente bienvenida.

Trajeron sopa, y su aroma le despertó, al fin, el apetito. Los demás empezaron a comer, pero ella dejó la cuchara en su sitio. Pasar del duro mundo exterior, de aquella carrera para salvar la vida, a ese opulento banquete, la aturdía. Debería haberse adaptado más deprisa, ya que se había pasado la vida entera escindiéndose en los Reinos. Pero a pesar de lo extraño que le resultaba todo, se dedicó a saborear el momento, a apreciar todo lo que veía ante ella.

Estaban a salvo. A resguardo. Tenían comida.

Finalmente levantó la cuchara, satisfecha al constatar su peso. Al dar el primer sorbo, los sabores estallaron en su lengua como diminutos fuegos artificiales. Hacía tanto tiempo que no tomaba nada tan sustancioso… Aquella sopa, una crema de setas, estaba deliciosa.

Miró a Perry. Estaba sentado a la cabecera de la mesa, frente a Castaño. Ella había supuesto que, en aquel escenario, se sentiría fuera de lugar. Él pertenecía a los bosques, eso lo sabía con absoluta certeza. Pero lo cierto era que se veía cómodo. Recién afeitado, los ángulos de la mandíbula parecían más afilados, y sus ojos verdes, más brillantes, atrapaban tanta luz como la lámpara de araña suspendida sobre ellos.

Perry hizo una seña a uno de los sirvientes.

—¿Dónde habéis encontrado colmenillas en esta época del año?

—Las cultivamos aquí —respondió el joven.

—Son muy buenas.

Aria volvió a concentrarse en la sopa. Él sabía que contenía colmenillas. A ella le había sabido a setas, pero él había identificado la clase exacta. El olfato y el gusto eran sentidos relacionados. Recordó que Lumina se lo había explicado en una ocasión. Aquellos habían sido los dos últimos sentidos en incorporarse a los Reinos, después de la vista, el oído y el tacto. El olor era lo más difícil de reproducir virtualmente.

Miró a Perry una vez más, y se fijó en sus labios, que se cerraban sobre la cuchara. Si su sentido del olfato estaba tan desarrollado, ¿también tendría un sentido del gusto más potente? No sabía por qué, pero al pensar en ello sintió que se sonrojaba. Dio unos sorbos de agua para ocultar la cara tras la copa.

—Castaño ha estado trabajando en tu Smarteye —comentó Perry. Había dejado de llamarlo «dispositivo», o «dispositivo ocular», y ya lo llamaba «Smarteye».

—Sí, desde que Perry me lo ha entregado. Según hemos visto hasta el momento, parece muy poco dañado. Estamos intentando conectarlo de nuevo, algo un poco complicado, porque no queremos que se active ninguna señal de localización. Pero lo conseguiremos. Pronto sabré cuánto tiempo nos llevará.

—Debería de contener dos archivos. Una grabación y un mensaje de mi madre.

—Si pueden encontrarse, los encontraremos.

Por primera vez en muchos días, Aria sentía esperanzas. La esperanza de establecer contacto con Lumina. La esperanza de que Perry encontrara a Garra. Perry la miró a los ojos, y sonrió. Sí, él sentía lo mismo.

—No sé cómo puedo agradecértelo —le dijo a Castaño.

—Me temo que no todo son buenas noticias. Restaurar la conexión será la parte fácil. Pero vincular el Ojo a los Reinos para que puedas contactar con tu madre resultará bastante más complicado. —Castaño la miró con gesto de disculpa—. Ya he intentado otras veces acceder a los protocolos de seguridad de los Reinos y nunca lo he conseguido. Claro que nunca lo había intentado con un Smarteye, ni en presencia de una residente.

Eso era, precisamente, lo que más preocupaba a Aria. Sin duda, Hess habría bloqueado su acceso a los Reinos, pero esperaba que, a través del archivo del «Pájaro Cantor» lograra establecer contacto con Lumina.

Castaño le formuló algunas preguntas sobre la Cápsula, mientras pasaban de la sopa a un buey guisado con salsa de vino. Aria le explicó que casi todo, desde la producción de alimentos hasta el reciclado del aire y el agua, se realizaba mediante procesos automatizados.

—¿Y la gente no trabaja? —preguntó Rugido.

—Solo una minoría trabaja realmente. —Aria miró a Perry, en busca de algún indicio de disgusto, pero vio que seguía concentrado en la comida. Platos como esos debían de ser toda una rareza para él, y no algo que hubiera echado de menos durante su viaje.

Les habló de la pseudoeconomía, con la que había gente que amasaba fortunas virtuales, pero en la que también existía el mercado negro y los piratas.

—Nada de ello modifica lo que ocurre en el mundo real. Exceptuando a los cónsules, todo el mundo tiene derecho a las mismas viviendas, la misma ropa y la misma dieta.

Rugido se apoyó en la mesa y le dedicó una sonrisa seductora. Un mechón de pelo negro le cayó sobre los ojos.

—Cuando dices que todo sucede en los Reinos, ¿te refieres a todo, todo?

A Aria se le escapó una risotada nerviosa.

—Sí, sobre todo a eso. En los Reinos no existe el riesgo.

Rugido sonrió más todavía.

—Así que lo piensas y ocurre. ¿Y la sensación es real?

—¿Por qué estamos hablando de esto?

—Necesito un Smarteye.

Perry puso los ojos en blanco.

—Es imposible que sea igual.

Castaño carraspeó. Se había puesto un poco colorado. Aria sabía que ella también estaba ruborizada. Ella no sabía si era igual en el mundo real y en los Reinos, pero eso no pensaba decírselo.

—¿Qué ha pasado con los cuervajos? —preguntó, impaciente por cambiar de tema. Seguro que ya se habían ido.

Los miró a todos. Nadie le respondió. Finalmente Castaño se secó la boca con una servilleta y habló.

—Por lo que sabemos, siguen congregados en la llanura. Dar muerte a un Señor de la Sangre es una grave ofensa, Aria. Se quedarán todo el tiempo que puedan.

—¿Dimos muerte a un Señor de la Sangre? —preguntó ella, sorprendida consigo misma por haber usado esa expresión.

Perry levantó la vista y la miró con sus ojos verdes.

—Es lo único que explica que sean tantos. Y le di muerte yo, Aria, no tú.

Sí, pero por culpa de lo que ella había hecho. Por haber salido de aquella maldita cueva y haber ido a buscar bayas.

—O sea, que están esperando.

Perry se apoyó en el respaldo de la silla y apretó la mandíbula.

—Sí.

—Aquí estamos a salvo, te lo aseguro —intervino Castaño—. En su punto más bajo, la muralla tiene dieciséis metros, y contamos con arqueros apostados en ella día y noche. Ellos evitarán que los cuervajos se acerquen demasiado. Además, las condiciones atmosféricas cambiarán pronto. Con el frío y las tormentas de éter, los cuervajos partirán en busca de refugio. Esperemos que ello suceda antes de que cometan alguna locura.

—¿Cuántos son? —preguntó ella.

—Casi cuarenta —respondió Perry.

—¿Cuarenta? —No daba crédito. ¿Cuarenta caníbales iban tras él? Aria llevaba días imaginando el reencuentro con su madre, en Alegría. Había supuesto que Lumina enviaría un deslizador que la recogería. Con la grabación de Soren, ella lavaría su imagen y podría empezar de nuevo en Alegría. Pero ¿y Perry? ¿Podría él abandonar el recinto de Castaño? Y si lo hacía, ¿tendría que huir siempre de los cuervajos?

Castaño meneó la cabeza, mirando el vino.

—Estos tiempos difíciles son propicios para los cuervajos.

Rugido asintió.

—Destruyeron a los Atunes Rojos hace unos meses. Son una tribu que queda al oeste. Habían vivido unos años de vacas flacas. Después llegaron las tormentas de éter, y arrasaron su recinto.

—Ahí estuvimos nosotros —comentó Perry, mirándola—. Es el lugar del tejado roto.

Aria tragó saliva, y notó que le costaba respirar. Imaginó cómo hubo de ser la fuerza de aquellas tormentas que habían destruido de aquel modo el lugar. Perry le había encontrado allí las botas y el abrigo: ella había llevado durante días las ropas de los Atunes Rojos.

—Sufrieron un golpe muy cruel —prosiguió Perry.

—Así es —corroboró Rugido—. Perdieron a la mitad de los suyos a causa de las tormentas en un solo día. Lodan, su Señor de la Sangre, hizo llegar a Valle una oferta por la que ponía lo que quedaba de su tribu a las órdenes de los Mareas. Para un Señor de la Sangre, esa es la mayor vergüenza imaginable, Aria. —Hizo una pausa, y miró fijamente a Perry—. Valle rechazó la propuesta, alegando que no podía alimentar más bocas hambrientas.

Perry pareció sorprendido.

—Valle no me dijo nada.

—Claro que no, Perry. ¿Habrías apoyado su decisión?

—No.

—Según oí —prosiguió Rugido—. Lodan fue en busca de la tribu de los Cuernos.

—¿En busca de Visón?

Rugido asintió.

—Hay un lugar del que la gente habla —le aclaró a Aria—. Un lugar libre de éter. Lo llaman el Azul Perpetuo. Hay quien dice que no es real. Que solo es un sueño de cielo despejado. Pero cíclicamente la gente vuelve a hablar de su existencia.

Rugido miró a Perry una vez más.

—Últimamente oigo más comentarios que nunca. La gente dice que Visón lo ha descubierto. Lodan estaba convencido de ello.

Perry se echó hacia delante. Parecía a punto de saltar de la silla.

—Tenemos que averiguar si es verdad.

Rugido se llevó la mano al puñal.

—Si me encuentro con Visón, no le preguntaré nada sobre el Azul Perpetuo.

—Si te encuentras con Visón, será para entregarle a mi hermana, tal como deberías haber hecho. —El tono de Perry se había vuelto más duro. Aria los miraba a los dos, alternativamente.

—¿Qué ocurrió con los Atunes Rojos? —preguntó Castaño que, sin inmutarse, seguía cortando la carne en rectángulos perfectos, como si no se percatara de la tensión creciente que se palpaba en el comedor.

Rugido dio un buen trago antes de responder.

—Los Atunes Rojos ya estaban muy debilitados cuando la enfermedad los sorprendió en campo abierto. Después llegaron los cuervajos y se llevaron consigo a los niños más fuertes. Con el resto… esto… hicieron lo que siempre hacen los cuervajos.

Aria bajó la vista. La salsa de su plato había empezado a parecerle demasiado roja.

—Horrible —concluyó Castaño, apartando el suyo—. Una pesadilla. —Le dedicó una sonrisa—. Tú pronto dejarás todo esto atrás, querida. Perry me ha comentado que tu madre es científica. ¿A qué tipo de investigación se dedica?

—A la genética. Más allá de eso, no sé gran cosa. Trabaja para el comité que supervisa todas las Cápsulas y los Reinos. La Junta de Gobierno Central. Se trata de una investigación de alto nivel. No le está permitido comentar sobre el trabajo.

Al oírse hablar en esos términos, sintió algo de vergüenza. Como si su propia madre no confiara en ella.

—Es una persona muy entregada a su trabajo. Hace unos meses se fue para trabajar en otra Cápsula —añadió, pues le parecía que debía aportar algo más.

—¿Tu madre no está en Ensoñación? —quiso saber Castaño.

—No. Tuvo que trasladarse a Alegría para participar en un estudio.

Castaño dejó la copa de vino sobre la mesa tan deprisa que parte de su contenido se derramó y manchó el mantel color crema.

—¿Qué ocurre? —preguntó Aria.

Castaño se aferró a los brazos de su butaca, y unos destellos rojos y azules parpadearon en sus anillos.

—Los comerciantes que pasaron por aquí hace una semana se hicieron eco de un rumor. Es solo un rumor, Aria. Ya has oído lo que acaba de contar Rugido sobre el Azul Perpetuo. A la gente le gusta hablar.

Todas las miradas se dirigieron a ella.

—¿Qué rumor es ese?

—Siento tener que decírtelo. Alegría fue alcanzada por una tormenta de éter. Dicen que ha sido destruida.