23

Aria

—¿ARIA?

Aria hacía esfuerzos por abandonar el sueño más profundo que jamás se había apoderado de ella. Parpadeó hasta que dejó de verlo todo borroso.

Perry estaba sentado al borde de la cama.

—Estoy aquí. Castaño… me ha pedido que te lo dijera.

Ella ya sabía que había llegado sano y salvo. Estaba con Castaño cuando Pizarra había llegado con la noticia. Pero al verlo volvió a sentir un gran alivio.

—Has tardado mucho. Creía que los cuervajos te habían pillado.

A Perry, aquel comentario le pareció divertido, y un brillo asomó a sus ojos.

—Por eso dormías tan bien.

Ella sonrió. Cuando Pizarra la había llevado hasta su dormitorio, ella pensó que se lavaría las manos y se echaría un rato, pero que esperaría a que le trataran la mano a Perry. Pero al ver la cama, toda esperanza de permanecer despierta se desvaneció.

—¿Estás bien? —le preguntó. Tenía barro pegado a la cara. Los labios resecos, cuarteados. Pero, más allá de eso, no veía ninguna herida—. ¿Qué tal la mano?

Él levantó el brazo. Llevaba una escayola blanca del codo hasta los dedos.

—Es suave por dentro, y fresca. También me han dado un medicamento para el dolor. —Sonrió—. Funciona mejor que la Luster.

—¿Y Tizón?

Perry bajó la mirada y su sonrisa se desvaneció.

—Está en el pabellón médico.

—¿Creen que podrán ayudarle?

—No lo sé. Yo no les he contado nada sobre él, y Tizón no deja que nadie se le acerque. Iré a verle más tarde. —Suspiró y, fatigado, se frotó los ojos—. No podía dejarlo ahí fuera.

—Ya lo sé —dijo Aria. Ella tampoco habría podido. Pero tampoco podía negar el peligro que entrañaba llevar a Tizón a un lugar con más gente. Era un niño, sí, pero había visto con sus propios ojos lo que había hecho con la mano de Perry.

Él ladeó la cabeza.

—Le he entregado el Smarteye a Castaño. Está trabajando para repararlo. Cuando tenga noticias nos informará.

—Lo hemos conseguido, aliado —dijo Aria.

—Sí.

Perry sonrió con aquella sonrisa de león que ella solo había visto unas pocas veces. Dulce y seductora, con un punto de timidez. Mostraba toda una parte de él que Aria no conocía. Apartó la mirada, sintiendo que se le aceleraba el pulso. Entonces se fijó en que estaban en la misma cama. Solos.

Él se puso tenso al momento, como si también se hubiera percatado de lo mismo. Y miró en dirección a la puerta. Ella no quería que se fuera. Al fin le estaba hablando sin aquel poso de enfado. Sin la ayuda de la Luster, ni de la charla fácil de Rugido.

Aria le dijo lo primero que le vino a la mente.

—¿Dónde está Rugido?

Perry abrió un poco los ojos.

—Abajo. Puedo ir a buscarlo, si quieres…

—No, solo quería saber si había llegado sano y salvo.

Era demasiado tarde. Él ya se había acercado hasta la puerta.

—No tiene ni un rasguño. —Vaciló un momento—. Voy a ver dónde me meto para echarme a dormir un rato —dijo, y se fue.

Durante unos momentos, ella permaneció contemplando el espacio que había ocupado hasta hacía unos instantes. ¿Por qué había vacilado? ¿Qué había querido decirle?

Volvió a meterse entre las mantas. Todavía llevaba puestas aquellas ropas sucias, pero notaba la presión de las vendas en los pies. Recordaba vagamente haber respondido a las preguntas de Pizarra sobre su cojera.

Una lámpara encendida en un rincón iluminaba tenuemente las paredes color crema. Estaba en una habitación, entre cuatro sólidas paredes. ¡Qué tranquilidad! Desde allí no oía el rumor del viento, ni las campanillas de los cuervajos, ni el sonido de sus propios pasos al correr. Alzó la vista y vio un techo inmóvil. Absolutamente inmóvil. No se había sentido tan a salvo desde la última vez que había estado con Lumina.

La cama era muy baja y moderna, pero estaba cubierta de una pesada y lujosa colcha de damasco. De una de las paredes colgaba un Matisse, el sencillo boceto de un árbol que, con todo, transmitía gran expresividad. Entrecerró los ojos. ¿Sería un Matisse auténtico? En el suelo, una alfombra oriental esparcía sus colores otoñales. ¿Cómo habría logrado reunir Castaño todas aquellas cosas?

Volvió a sentir que llegaba el sueño, que tiraba de ella con fuerza. Antes de sumirse en él, deseó soñar con su madre una vez más. Pero que esta vez no fuera una pesadilla. Esta vez le cantaría a su madre su aria favorita. Y entonces Lumina se levantaría de su butaca, subiría al escenario y la abrazaría con fuerza.

Y volverían a estar juntas.

• • •

Cuando volvió a despertar, se quitó las vendas de los pies y se dirigió a un cuarto de baño anexo, donde pasó una hora entera duchándose. Casi se echa a llorar al sentir el agua caliente deslizándose sobre sus músculos cansados. Tenía los pies destrozados. Magullados. Llenos de ampollas. Despellejados. Se los lavó bien y se los envolvió con unas toallas.

Le sorprendió encontrar la cama hecha cuando regresó al dormitorio. Sobre el edredón encontró un montoncito de ropas bien dobladas, además de unas zapatillas muy suaves, de seda. Todo ello coronado por una rosa roja. Aria la sostuvo con delicadeza y aspiró su fragancia. Maravillosa. No tan intensa como la de las rosas de los Reinos. Pero en los Reinos las rosas no conseguían que el corazón le latiera con más fuerza. ¿Habría recordado Perry que un día ella le había preguntado a qué olían las rosas? ¿Era esa su respuesta?

La ropa era toda de color blanco, de un blanco que no había vuelto a ver desde que había salido de Ensoñación, y de una talla mucho más adaptada a ella que los pantalones de camuflaje que había llevado aquellos últimos días. Se la puso, y al momento se dio cuenta del cambio que habían experimentado sus piernas y sus pantorrillas: a pesar de comer tan poco, se veía más fuerte.

Oyó que llamaban a la puerta.

—Adelante —dijo.

La abrió una joven, vestida con una bata blanca de médico. Se trataba de una mujer muy llamativa, de piel oscura, largas piernas, pómulos prominentes y ojos almendrados. Desde su frente se descolgaba una trenza que terminaba en un cordón que, cuando se arrodilló junto a la cama, quedó oscilando. Dejó en el suelo una caja de acero y levantó los sólidos cierres.

—Me llamo Rosa —dijo—. Y soy una de las doctoras. Estoy aquí para echar otro vistazo a tus pies.

«Otro» vistazo. Rosa ya se los había curado mientras ella dormía. Aria se sentó en la cama mientras la doctora le quitaba las toallas. El instrumental médico se veía moderno, parecido al disponible en la Cápsula.

—Nosotros proporcionamos servicios médicos —dijo Rosa, siguiendo el curso de su mirada—. Se trata de una de las fuentes de financiación de Delfos ideada por Castaño. La gente viaja durante semanas para recibir atención aquí. Sí, ya se ven mucho mejor. La piel empieza a cicatrizar correctamente… Esto te escocerá un momento.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Aria.

—Es muchas cosas. Antes de la Unidad era una mina, y después fue un refugio nuclear. Ahora es uno de los pocos lugares en los que se vive a salvo. —Rosa alzó la mirada—. Por lo general evitamos meternos en problemas con el exterior.

Aria no se atrevió a decir nada al respecto. Ellos se habían presentado allí heridos, con unos caníbales siguiéndoles los talones. Rosa tenía razón. No podía decirse que hubieran hecho una entrada triunfal en el recinto.

Observó a la doctora, que le aplicaba un gel en las plantas de los pies. De inmediato sintió en ellos una sensación de frescor, seguida de un alivio del dolor que la mortificaba desde hacía una semana. Rosa le acercó a la muñeca un aparato que parecía servir para medir las constantes vitales. Esperó a que emitiera un pitido y leyó la información en la pantalla que tenía incorporada.

—¿Cuánto tiempo llevas en el exterior?

—Ocho… no, diez días —rectificó, añadiendo los dos que había pasado inconsciente, con fiebre.

Rosa arqueó las cejas, sorprendida.

—Estás deshidratada y desnutrida. Es la primera vez que trato a una residente, pero por lo que veo diría que, más allá de eso, tu salud es buena.

Aria se encogió de hombros.

—No me parece que me esté…

«Muriendo».

No pudo terminar la frase. Nadie estaba más sorprendido que ella misma sobre su salud. Se acordó del principio de su odisea, cuando ella apoyó la cabeza en el macuto de Perry.

Estaba exhausta, y le dolían todos los huesos. Todavía sentía algo parecido, notaba que los músculos y los pies debían curarse, pero ahora su sensación era que se curarían. Había dejado de sentir calambres y dolores de cabeza. Ya no se notaba enferma.

¿Cuánto tiempo más resistiría su salud? ¿Cuánto tardarían en reparar el Smarteye? ¿Cuándo podría contactar con Lumina?

Rosa devolvió el lector a la caja.

—¿Has tratado a Peregrino? —preguntó Aria—. El chico con el que he llegado hasta aquí.

No le costaba imaginar las llagas sobre los nudillos.

—Sí. Tú vas a curarte antes que él. —Apoyó la mano en la tapa abierta de su maletín, dispuesta a cerrarlo—. No es la primera vez que viene.

Aria sabía que la doctora la estaba sondeando.

—¿Ah, no?

—Estuvo aquí hace un año. Nos hicimos bastante amigos —remarcó Rosa, para que no quedara la menor duda—. Al menos eso fue lo que me pareció a mí. Los esciros son así. Saben exactamente qué decir, y cómo lo que dicen afecta a los demás. Te dan lo que quieres, pero no se entregan. —Se levantó la manga y le mostró una porción de piel sin marcas en torno al bíceps—. No, a menos que seas uno de ellos.

—Qué… abierta por tu parte —dijo Aria, riéndose, nerviosa.

No pudo evitar imaginarse a Perry con ella. Guapísima. Varios años mayor que ella y que Perry. Sintió que empezaba a sonrojarse, pero no pudo evitar formular la siguiente pregunta.

—¿Todavía le quieres?

Rosa se echó a reír.

—Creo que será mejor que no responda a eso. Ahora estoy casada, y soy madre.

Aria se fijó en el vientre plano de la doctora. ¿Siempre era tan sincera?

—No sé por qué me lo has contado.

—Castaño me ha pedido que te ayude, y eso es lo que estoy haciendo. Yo ya sabía dónde me metía. Sabía que jamás funcionaría. Creo que tú también deberías saberlo.

—Gracias por la advertencia, pero yo me iré pronto. Además, Perry y yo solo somos amigos. E incluso eso es cuestionable.

—Pues él me ha pedido que te atendiera a ti antes que a él, aunque ha cambiado de opinión cuando le he dicho que estabas dormida. Me ha contado que llevas una semana caminando con esos cortes en los pies, y que no te has quejado ni una vez. A mí me parece que no hay nada que cuestionar.

Rosa cerró el maletín, que emitió un chasquido sordo, sin poder disimular un atisbo de sonrisa.

—Camina con cuidado, Aria. E intenta poner los pies en alto.