Aria
ARIA escrutaba los bosques con ojos fatigados, en busca de máscaras de cuervo y capas negras. Avanzaban demasiado despacio, y debían detenerse demasiado a menudo para que Rugido recuperara el aliento. Cuando descansaban, no le pasaba por alto el gesto de alivio en el rostro lívido de Perry. No sabía cómo pero, a pesar del estado de sus pies, ella se había convertido en la más rápida de todos.
Se fijó una vez más en la mano vendada de Perry. La gasa blanca, resplandeciente a la luz menguante del anochecer, estaba manchada de sangre. Ella no había visto nunca una herida como aquella, y no imaginaba siquiera el dolor que debía de estar sintiendo. No daba crédito a lo que había ocurrido.
¿Quién era Tizón? ¿Cómo podía un ser humano acumular esa clase de poder? Aria sabía de la existencia de animales que recurrían a la bioelectricidad. Las rayas, y las anguilas. ¿Pero un niño? Parecía algo sacado de un Reino. Sin embargo, ¿acaso no había aprendido durante esos días que existían esciros, audiles y videntes? ¿No podría ser ese poder de Tizón, sencillamente, una mutación más? La capacidad de canalizar el éter parecía un salto genético inmenso. Pero era posible.
Fue sumiéndose en el ritmo de sus propios pasos, pues debía levantar y posar los pies con gran cuidado. Pero entonces Rugido se detuvo de pronto y dejó a Tizón en el suelo sin demasiada delicadeza.
—Ya no puedo seguir llevándolo.
Ya había anochecido, pero la luna, llena, brillaba en el cielo. El éter se había debilitado, difuminándose hasta convertirse en un fino manto de luz pálida. Habían llegado a una extensa llanura. La montaña se alzaba más adelante, tapizada de bosques.
Tizón yacía hecho un ovillo, con los ojos cerrados. Había dejado de temblar. Perry se tambaleaba a su lado.
—Ya casi estamos —dijo, señalando la ladera con un movimiento de cabeza—. Es ahí mismo.
Rugido negó con la cabeza.
—Mis piernas.
Perry asintió.
—Ya lo llevo yo.
Al momento, Tizón entreabrió los ojos y observó a Perry.
—No —balbució en un susurro apenas audible. Después se dio la vuelta, y les dio la espalda.
Perry lo contempló durante un momento. Después le agarró la muñeca, y tiró de él hasta pasarle el brazo por detrás del hombro. Con la mano vendada lo cogió por la cintura y lo levantó. Empezaron a caminar juntos. Perry se echaba hacia delante para igualar su altura a la del muchacho.
Tizón alzó la vista al pasar junto a Aria, los ojos negros más brillantes aún, cubiertos de lágrimas. Ella supo que eran lágrimas de vergüenza: él mismo había abrasado la mano que ahora lo sostenía en pie.
Aria se volvió.
—¿Qué es eso? —Algo nuevo se oía en la noche. Un murmullo lejano.
—Campanillas —respondió Rugido, mirando fijamente los bosques.
Ella recordó entonces las palabras de Harris.
—Para ahuyentar los malos espíritus —dijo.
—Para volverme loco a mí. —Rugido sacó algo del macuto que llevaba: un gorro negro con largas orejeras, que se puso al momento—. Me desorientan.
Perry se volvió también. Levantó un poco la cabeza, escrutando el horizonte al tiempo que olisqueaba, componiendo un gesto natural, salvaje. Ese era él. El esciro. El vidente. Miró a Rugido a los ojos y, en silencio, se transmitieron un mensaje.
—Tenemos que empezar a correr —anunció Rugido.
El terror se apoderó de ella. Miró a Tizón, sostenido apenas por Perry.
—¿Y cómo vas a correr llevándolo a él?
Pero Perry ya se había puesto en marcha, sin darle tiempo a terminar la pregunta. Aria se metió la mano en el bolsillo y sacó las piedras que se había guardado. Las tiró al suelo.
Llevaban pocos minutos corriendo, pero ya se le agarrotaban los músculos. Y sentía náuseas. No entendía cómo era posible, pues llevaba un día entero sin comer. Pero seguía corriendo. Sus botas parecían atraer todas las piedrecitas del camino. Cada paso era un puñal que se clavaba en las plantas de sus pies. Los árboles se recortaban en lo alto, convertidos en sombras que acechaban colina arriba. Aquellos árboles los ocultarían. Ella corría y corría, pero parecían estar siempre a la misma distancia.
—Ellos también avanzan —dijo Perry tras recorrer otro trecho. ¿Una hora? ¿Un minuto? Todo rastro de color había abandonado su rostro. Su palidez era tal que se apreciaba incluso a oscuras.
Aria no se dio cuenta de cuándo llegaba el alba, gris, neblinosa. Ni de cuándo alcanzaban la pendiente en la que se iniciaba el bosque. De pronto, se encontraba bajo los pinos, como si, una vez más, se hubiera escindido y se encontrara en un Reino.
—¡Muévete, Tizón, corre! —le ordenó Perry.
Pero el niño arrastraba apenas los pies. Casi no podía soportar el peso de su propio cuerpo.
Aria se mordió el labio inferior y, desesperada, recorría el bosque con la mirada, en busca de cuervajos. Las campanillas sonaban con fuerza, desorientándola, tal como había anticipado Rugido.
—Déjame que lo lleve yo, Perry.
Él aminoró el paso. Tenía el pelo húmedo, oscurecido por el sudor. La camisa, empapada, se le pegaba al torso. Asintió, y permitió que fuera ella la que llevara a Tizón. Al tocar al niño, constató que estaba helado. Tenía los ojos en blanco. Rugido apareció al otro lado. Juntos se pusieron en marcha, llevando entre los dos a Tizón por la pendiente, que se volvía cada vez más empinada. Las campanillas sonaban cada vez con más fuerza.
Rugido se detuvo.
—Sigue subiendo. ¿Puedes tú sola?
—Sí. —Se dio la vuelta y le dio un vuelco el corazón.
—¿Dónde está Perry?
—Frenando el avance de los cuervajos.
¿Se había ido? ¿Había retrocedido?
Rugido desenvainó el puñal.
—Tú sigue andando. Llega al recinto de Castaño. Pide ayuda.
Inició el descenso de la pendiente, y sus ropas negras se fundieron con las sombras. Aria pasó la mano por las costillas huesudas de Tizón y lo sujetó con fuerza. Presa del terror, no lograba apartar de su mente la idea… ¿Y si no volvía a verlos nunca? ¿Y si esa era la última vez que veía a Perry? No, no permitiría que eso ocurriera.
—Ayúdame, Tizón.
—No puedo. —Las palabras llegaron a ella más tenues que un susurro.
Y entonces se encontró con un muro de piedra. Se trataba de algo totalmente inesperado, que se alzaba entre el bosque de hoja perenne. Se elevaba hacia el cielo, y la superaba varias veces en altura. Aria, tambaleándose, tratando de sujetar a Tizón, pasó la palma de la mano por la superficie. Empezó a reseguir el muro, tan cerca de él que el hombro rozaba sus piedras, hasta que llegó a una pesada puerta de madera. A su lado, encajada en el mortero, vio una pantalla. Ahogó un grito. No esperaba encontrarse con un dispositivo de su mundo en el territorio exterior.
Rozó con un dedo la pantalla polvorienta.
—¡Necesito ayuda! ¡Necesito a Castaño! —gritó, entre sollozos entrecortados. Alzó la vista y se fijó en una torre que se alzaba ante ella.
—¡Ayuda!
Alguien la observaba desde allí: una figura oscura recortada contra el cielo matutino, resplandeciente. Oyó gritos en la lejanía. Instantes después, la pantalla se encendió. En ella apareció un hombre de rostro redondo, piel blanca, ojos azules. Se notaba que se había peinado a conciencia el pelo rubio.
Al verla, esbozó una sonrisa incrédula.
—¿Una residente?
La puerta se abrió con un estruendo que le retumbó en las rodillas.
• • •
Aria accedió, tambaleante, a un espacioso patio tapizado de hierba. El esfuerzo de cargar con Tizón le destrozaba los hombros. Unos caminos empedrados unían cabañas de piedra con huertos. A lo lejos, pero en el interior del muro, vio establos con cabras y ovejas. El humo se elevaba hacia el cielo desde varias chimeneas. Algunas personas la miraban, con más curiosidad que sorpresa. El lugar recordaba a la torre de un Reino Medieval, aunque, en realidad, aquella estructura enorme se parecía más a una caja gris que a un castillo.
Por los muros trepaba la hiedra, que con todo no suavizaba la estructura de cemento. Solo había una entrada, formada por unas pesadas puertas de acero que se abrieron sin esfuerzo apenas reparó en ellas. Apareció entonces el hombre de cara redonda que la había mirado desde la pantalla. Era bajo y corpulento, pero se acercó hasta ella con notable agilidad. Siguiéndolo de cerca lo acompañaba un joven. Cuando llevaba un tiempo allí plantada, oyó que las puertas, a su espalda, empezaban a cerrarse.
—¡No! —exclamó—. ¡Vienen dos más! Peregrino y Rugido. Me han pedido que viniera a buscar a Castaño.
—Castaño soy yo. —Volvió los ojos azules hacia la puerta—. ¿Perry está ahí fuera?
Para entonces se oían gritos anunciando la presencia de los cuervajos. Dio unas instrucciones rápidas al joven lánguido que seguía a su lado, para que ordenara a unos que ocuparan sus puestos en la muralla, y a otros que se dirigieran colina abajo en busca de Perry y Rugido.
Aparecieron entonces dos hombres que recogieron a Tizón, liberándola a ella de la carga. Al hacerlo, la cabeza del niño se echó hacia atrás, inerte.
—Que lo lleven al médico —les pidió Castaño. Cuando volvió a mirarla, su expresión se había suavizado. Entrelazó las manos, se las llevó a la barbilla y sonrió.
—Bendito día el de hoy. Mira qué tenemos aquí.
La agarró por la cintura, galante, y la condujo al interior de aquella estructura rectangular. Aria no opuso resistencia. Apenas se tenía en pie. Se acurrucó a su lado, mullido, blando. Un perfume inundó sus fosas nasales: sándalo. Cítricos. Olía a limpio. Desde la última vez que había estado en los Reinos no había vuelto a oler ningún perfume.
Explicó resumidamente lo ocurrido con los cuervajos mientras él la llevaba dentro. Pasaron por una cámara estanca que permanecía abierta, pues ya no servía para lo que había sido diseñada. A través de un espacioso vestíbulo de cemento, llegaron a una gran estancia.
—He enviado a mis mejores hombres para que los ayuden. Nosotros podemos esperarlos aquí —dijo Castaño.
Solo entonces se dio cuenta Aria de que su interlocutor iba vestido con ropas victorianas. Una chaqueta de frac negro sobre un chaleco azul. Llevaba, incluso, un pañuelo de seda a modo de corbata, y polainas.
¿Dónde estaba? ¿A qué sitio había ido a parar? Se volvió, observando el lugar para hacerse una idea. Pantallas de pared tridimensionales, como las que usaba la gente antes de la Unidad, ocupaban dos lados de aquella habitación. En ellas se mostraban imágenes de bosques, verdes y frondosos. De unos altavoces ocultos brotaban cantos de pájaro. Las otras paredes estaban forradas de telas ricamente estampadas. Además, a cada pocos pasos había vitrinas de cristal que albergaban colecciones de objetos raros. Un tocado indio; un suéter deportivo rojo, pasado de moda, con el número 45 a la espalda; una revista en papel en cuya portada aparecía un dinosaurio enmarcado en una franja amarilla. Todo estaba iluminado por focos, como en los museos antiguos, por lo que los ojos de Aria pasaban de un estallido de color a otro.
En el centro de la sala, dispuestos alrededor de una mesa de centro profusamente decorada, de patas curvas, se distribuían varios sofás de aspecto cómodo. El cerebro de Aria emitía destellos de reconocimiento: en un Reino Barroco había visto una mesa como aquella: un mueble estilo Luis XIV. Volvió a fijarse en Castaño. ¿Qué clase de forastero era?
—Esta es mi casa. Yo la llamo Delfos. Perry y Rugido la llaman «La Caja» —añadió, esbozando una sonrisa fugaz, cariñosa—. Son tantas las cosas que quiero saber, pero tendré que esperar, claro. Siéntate, por favor. Pareces muy cansada, y me temo que por más que te quedes ahí de pie, ellos no van a llegar antes.
Aria se acercó a un sofá, consciente de pronto de cuál era su estado. Venía muy sucia, y el hogar de Castaño se veía rico, inmaculado. Con todo, la necesidad de tenderse era más fuerte que ella. Primero se sentó, y no pudo evitar un suspiro de alivio. Los almohadones cedían bajo su peso, adaptándose a su espalda, a sus piernas. Pasó una mano por la tela color chocolate. Increíble: un sofá de seda. Allí, en el exterior.
Castaño se sentó frente a ella, y apoyó en el regazo las manos rechonchas. Parecía un Generación 4, pero en sus ojos perduraba una curiosidad infantil.
—Perry está herido —dijo Aria—. Tiene una quemadura en la mano.
Entonces Castaño dio algunas órdenes más. Ella no se había dado cuenta siquiera de que había otras personas en la sala hasta que todas ellas se apresuraron a salir para cumplirlas.
—Aquí dispongo de una instalación médica. Nos ocuparemos de él tan pronto como llegue. Pizarra se encargará de todo.
Aria dedujo que «Pizarra» era el nombre del joven alto que acababa de ver fuera.
—Gracias —dijo. A pesar de sus esfuerzos, se le cerraban los ojos—. No me he dado cuenta. No lo habría dejado marchar. Pero se ha ido sin que yo lo supiera.
Hablaba sin darse cuenta de lo que hacía.
—Querida… —dijo Castaño, observándola con gesto de preocupación—. Necesitas descansar. ¿Qué te parece si te informo apenas lleguen?
Ella negó con la cabeza, ahuyentando las señales inequívocas de extenuación.
—No pienso ir a ninguna parte hasta que estén aquí.
Entrelazó los dedos, apoyó las manos en el regazo y, al hacerlo, reconoció ese gesto: era de su madre.
Perry aparecería en cualquier momento.
En cualquier momento.