Peregrino
CONTAR con la compañía de Rugido lo cambió todo. Habían emprendido la marcha por la mañana, y aunque Perry no había captado rastros de los cuervajos, sabía que el peligro no había pasado. Le preocupaba que todavía no los hubieran abordado, pero con la ayuda de Rugido tardarían menos en llegar hasta el recinto de Castaño. Y si su olfato, impregnado del olor de los abetos, no alcanzaba a percibir alguna señal, esta llegaría a oídos de su amigo.
Aria no le había dirigido la palabra desde que le había contado lo de sus sentidos. Llevaba toda la mañana rezagada, caminando junto a Rugido. Perry intentaba oír lo que decían, e incluso llegó a desear haber sido audil. Eso había sido al principio. Cuando oyó que se reía por algo que Rugido le decía, llegó a la conclusión de que ya había tenido bastante, y se alejó para no oírlos. En el transcurso de unas pocas horas, su amigo había hablado con ella más que él en varios días.
Tizón se mantenía a una distancia prudencial, pero Perry sabía que los seguía. El muchacho estaba tan débil que arrastraba los pies al andar, y hacía mucho ruido. No hacía falta ser audil para oírlo pisar la pinaza seca, tras ellos. Aquella noche, algo en su olor había despertado el olfato de Perry. Le escocía, como cuando se agitaba el éter. Pero Perry había alzado la vista al cielo y no había visto remolinos en él. Solo las franjas deshilachadas que los seguían, acompañándolos. Tal vez la Luster le hubiera adormecido los sentidos, o tal vez fuera el olor de los abetos.
A pesar de ello, había captado sin problemas cuál era el humor del niño. Era posible que la actitud desafiante del muchacho pusiera a la defensiva a Aria o a Rugido, pero él sabía la verdad: lo envolvía un velo gélido de temor. Su amigo suponía que tenía trece años, pero él estaba convencido de que era, al menos, un año menor. ¿Por qué estaba solo? Fuera cual fuese el motivo, Perry sabía que no podía tratarse de nada bueno.
Hacia mediodía dio con el rastro de un jabalí. El olor del animal era tan intenso que logró despertar su olfato entumecido. Se dirigió colina abajo, e informó a Rugido del mejor recorrido para conducir al animal hasta donde él esperaría.
Llevaban toda la vida cazando de ese modo. Rugido no tenía problemas para oír las instrucciones de Perry desde donde se encontraba, pero a este le resultaba mucho más complicado comunicarse con él. Los audiles tenían un don natural para reproducir sonidos, de modo que, con los años, habían ido adaptando llamadas de aves, convirtiéndolas en un lenguaje privado que solo ellos entendían.
Perry oyó que Rugido silbaba, alertándolo. «Prepárate. Ya viene».
La primera flecha se hundió en el cuello del animal, y la segunda, una vez abatido, se le clavó en el corazón. Al arrodillarse para recuperarlas, le sorprendió constatar que ese era el uso más puro de sus dones. Se dio cuenta de que había echado de menos la energía que le proporcionaba hacer algo simple, y hacerlo bien. Pero su satisfacción no duró mucho. Apenas vio a Rugido subir corriendo, supo que algo iba mal.
Normalmente, tras una captura, su amigo no dejaba de fanfarronear, y siempre se atribuía todo el mérito. Ahora, en cambio, miró el jabalí y cerró los ojos. Volvía la cabeza con movimientos rápidos, bruscos. Perry supo qué sucedía antes de que Rugido abriera la boca.
—Los cuervajos, Perry. Son un montón.
—¿A qué distancia?
—No lo sé con seguridad. A siete millas, aproximadamente, en línea recta.
—Podría ser más por tierra. Y casi todo es terreno montañoso.
Rugido asintió.
—En el mejor de los casos, contamos con una ventaja de media jornada.
• • •
Perry cortó el jabalí a tiras y las asó sobre un fuego. El éter se había agitado y fluía en riadas embravecidas. Volvía a sentir aquel pinchazo en la base de la nariz. Una tormenta en ese momento complicaría las cosas. Comió en compañía de Aria y de Rugido. Ninguno de los tres se molestaba apenas en masticar la carne. Debían llenarse de energía para ser más rápidos que los cuervajos. Aún faltaban dos días para alcanzar el recinto de Castaño, y ahora sabía que no podrían descansar hasta que llegaran.
Antes de ponerse de nuevo en marcha, avivó el fuego, arrojando varios troncos húmedos. El humo ayudaría a enmascarar sus olores durante un tiempo. Después ensartó en una rama un pedazo de carne que había reservado, y pidió a Aria y a Rugido que emprendieran la marcha, que él ya los atraparía.
Encontró a Tizón acurrucado junto a las raíces de un árbol. Una luz moteada iluminaba porciones de su rostro sucio. El muchacho dormía profundamente. En aquella postura parecía más pequeño, más frágil sin aquel rictus burlón. Perry se llevó la mano a la nariz, porque el escozor se agudizaba en su presencia.
—Tizón.
Él despertó al momento, parpadeando, frotándose los ojos. Cuando al fin vio a Perry, el pánico se apoderó de él.
—Déjame en paz, esciro.
—Tranquilo —dijo Perry—. No pasa nada. —Le mostró la carne ensartada. Tizón la miró, y tragó saliva. Como no alargaba la mano para cogerla, Perry apoyó la rama en el suelo. Retrocedió unos pasos—. Es tuyo.
Tizón lo agarró y hundió los dientes en la carne, arrancándola con furia. Perry se estremeció al ver la desesperación dibujada en el rostro del pequeño. Aquello no se parecía en nada a la comida apresurada que acababa de compartir con Aria y Rugido. Aquello era hambre verdadera. Descarnada, como lo era toda lucha por la vida. Le vino a la mente la imagen de Tizón engullendo el mendrugo de pan, la noche anterior. Y supo que había intentado disimular la gravedad de su estado.
Debía contarle lo que quería contarle, y después irse de allí. No quería que el niño se encontrara metido en el conflicto que él mantenía con los cuervajos.
Miró hacia el este, en dirección al recinto de Castaño. Rugido y Aria no se adelantarían demasiado. Todavía disponía de un momento. Perry se quitó el arco del hombro y se sentó. Tizón lo miró con sus ojos negros, asustados, sin dejar de devorar la carne. Perry extrajo unas flechas del carcaj. Mientras esperaba, comprobaba el estado de las plumas. Había llegado a preguntarse por qué Rugido había ayudado a Tizón, pero ahora, al verlo en ese estado, lo comprendía bien. ¿Acabarían así los Mareas, si no recibían el segundo envío de alimento de Visón?
—¿Por qué está contigo esa chica?
Perry alzó la vista, sorprendido. Tizón seguía masticando, pero en la rama ya no quedaba nada. Ni un solo resto de carne. Tenía el ceño fruncido, el gesto burlón, desafiante.
Perry se encogió de hombro y se permitió esbozar una sonrisa traviesa.
—¿No te parece evidente? —El muchacho abrió mucho los ojos—. Es broma, Tizón. No tiene nada que ver con eso. Nos ayudamos mutuamente con un problema que nos afecta a los dos.
Tizón se pasó una manga sucia por la cara.
—Pero es guapa.
Perry sonrió.
—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.
—Claro, claro. —El niño también sonrió, como si acabaran de ponerse de acuerdo en algo importante. Se retiró el pelo de la cara, pero un mechón volvió a cubrirle los ojos. Lo llevaba muy enredado. De hecho, Perry se dio cuenta de que no se diferenciaba mucho del suyo.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Tizón.
Perry aspiró hondo, y soltó el aire muy despacio. No disponía del tiempo ni de la energía para contar la historia una vez más. Pero sí podía saltarse las otras partes y llegar a la que le interesaba en ese momento. Se echó hacia delante, y apoyó los brazos en los codos.
—¿Has oído hablar de los cuervajos?
—¿Los devoradores de carne humana? Sí, he oído hablar de ellos.
—Hace un par de noches, me vi metido en una pelea con ellos. Había dejado sola a Aria para ir a cazar. Cuando regresé, descubrí que la habían encontrado. Eran tres. La tenían acorralada. —Perry acarició la punta de la flecha con la mano. Presionó el dedo contra la punta afilada. Tampoco le resultaba fácil explicar aquella historia. Pero se dio cuenta de que la expresión del niño había cambiado. Ya no había ni rastro de su máscara de burla. Ahora era solo un muchacho atraído por una historia emocionante. De modo que Perry prosiguió.
—Estaban sedientos de sangre. Casi me llegaba el sabor del apetito que sentían por ella. Tal vez porque es residente… distinta… no lo sé. Pero no pensaban irse con las manos vacías, eso seguro. Abatí a dos con mis flechas. Y al tercero con el puñal.
Tizón se pasó la lengua por los labios. Sus ojos negros parecían hipnotizados.
—¿Y ahora vienen a por ti? Pero si tú solo estabas ayudándola.
—No es así como lo verán los cuervajos.
—Tenías que matarlos. La gente nunca entiende eso.
Perry no salía de su asombro. Había algo en su manera de decir lo que había dicho que… Como si él también hubiera pasado por algo parecido.
—Tizón… ¿y tú? ¿Tú lo entiendes?
La mirada del niño se llenó de cautela.
—¿De verdad sabes cuándo estoy mintiendo?
Perry alzó los hombros. El corazón le latía con fuerza.
—Sí.
—Entonces mi respuesta es «tal vez».
Perry no daba crédito. ¿Ese niño, ese muchacho desvalido, había matado a alguien?
—¿Qué te ha ocurrido? ¿Dónde están tus padres?
La boca del pequeño dibujó una sonrisa amarga, y su humor se volvió frío de pronto.
—Murieron durante una tormenta de éter. Hace unos dos años. En un momento ya no estaban. Fue triste.
A Perry no le hizo falta recurrir a sus sentidos para saber que estaba mintiendo.
—¿Y a ti te obligaron a vivir en las tierras fronterizas?
Los Señores de la Sangre enviaban al exilio a los asesinos y a los ladrones.
Tizón se echó a reír, con unas carcajadas que parecían pertenecer a alguien mucho mayor.
—A mí me gusta vivir en el exterior. —Su sonrisa se disipó—. Esta es mi casa.
Perry meneó la cabeza. Volvió a guardar las flechas, recogió el arco y se puso en pie. No tenía tiempo para aquellas tonterías.
—No puedes continuar siguiéndonos, Tizón. No eres lo bastante fuerte, y es demasiado peligroso. Aléjate ahora que todavía estás a tiempo.
—Tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer.
—¿Tienes idea de lo que los cuervajos hacen con los niños?
—No me importa.
—Pues debería importarte. Dirígete hacia el sur. Hay un asentamiento a dos días de aquí. Y si quieres dormir, súbete a un árbol.
—Los cuervajos no me dan miedo, esciro. No pueden hacerme daño. A mí nadie puede hacerme daño.
Perry estuvo a punto de echarse a reír. Aquello era imposible. Pero el humor de Tizón era frío, agudo, transparente. Perry volvió a aspirar, esperando a que su mentira lo enturbiara.
Pero no se enturbió.
• • •
Mientras daba alcance a Aria y a Rugido, la mente le funcionaba a toda velocidad. Con todo, se mantuvo rezagado, porque necesitaba algo de espacio para estar solo y pensar en lo que había dicho Tizón. «No pueden hacerme daño. A mí nadie puede hacerme daño». Había pronunciado aquellas palabras con absoluta certeza. Pero ¿cómo podía aquel niño creer algo así?
Perry se preguntaba si se habría equivocado al captar el humor del niño. Tal vez el intenso perfume de los abetos, o el curioso olor a éter que desprendía Tizón, afectaran su sentido del olfato. También podía ser que el muchacho sufriera algún tipo de trastorno mental. ¿Habría llegado a convencerse a sí mismo de que era intocable para poder sobrevivir solo? Pasaban las horas de la tarde, silenciosas y veloces, y Perry seguía esforzándose por comprender.
Al anochecer llegaron al límite de un denso bosque de abetos y se encontraron ante una planicie desolada. Hacia el norte, una cordillera de la que sobresalían varios picos enmarcaba el horizonte. Rugido se apartó de Aria y se retrasó un poco, para percibir mejor qué distancia los separaba realmente de los cuervajos.
Perry le dio alcance. Contó veinte pasos antes de hablar.
—¿Quieres descansar? —No sabía cómo debía encontrarse. A él le dolían los pies, y eso que no los tenía ni cortados ni llagados.
Ella lo miró con aquellos ojos grises.
—¿Por qué te molestas siquiera en preguntármelo?
Él se detuvo.
—Aria, mis sentidos no funcionan así. Yo no sé si tú…
—Creía que no podíamos hablar en voz alta en esta zona —soltó ella sin dejar de andar.
Perry frunció el ceño y dejó que se alejara. ¿Qué había ocurrido para que ahora fuera él quien quisiera hablar y ella, en cambio, no dijera nada?
Rugido regresó poco después.
—No traigo buenas noticias. Los cuervajos se han organizado en pequeños grupos. Y nos están rodeando. Además, estamos perdiendo la ventaja.
Perry se cambió de lado el arco y las flechas, y miró fijamente a su mejor amigo.
—Tú no tienes por qué hacer nada de todo esto. Aria y yo debemos llegar hasta el recinto de Castaño, pero tú no.
—Sí, claro, claro. Pues nada, yo ya me voy, si te parece.
Perry no esperaba otra cosa. Él tampoco habría dejado solo a su amigo en un momento difícil. Pero lo de Tizón era otro asunto.
—¿El niño ya se ha ido?
—Todavía te sigue los pasos —respondió Rugido—. Ya te he dicho que es un incordio. Y tu pequeña charla con él no ayudó, precisamente. Ahora ya no creo que se vaya nunca.
—¿Nos oíste?
—Lo oí todo.
Perry meneó la cabeza. Había pasado por alto la potencia del oído de su amigo.
—¿Nunca te cansas de espiar a los demás?
—Nunca.
—¿Y qué crees tú que ha hecho?
—No me importa lo que haya hecho, y a ti tampoco debería importarte. Vamos. Volvamos con Aria. Va por ahí.
—Ya sé por dónde se ha ido.
Rugido le dio una palmada fuerte en el hombro.
—Solo quería asegurarme de que te habías fijado.
• • •
Avanzada ya la noche, cuando la distancia recorrida se confundía en una neblina de imprecisión, los pensamientos de Perry empezaron a adquirir la viveza de los sueños. Se imaginaba a Tizón en la playa, obligado por unos residentes a entrar en un deslizador. Después veía a Garra rodeado de hombres con gorras negras y máscaras de cuervo. Al alba, los cuervajos ya estrechaban el cerco sobre ellos, como si fueran una red, y Perry había decidido que haría todo lo que hiciera falta. No pensaba cargar sobre su conciencia con la vida de Tizón.
—Vuelvo enseguida —dijo.
Dejó que Aria y Rugido siguieran avanzando, y él regresó sobre sus pasos, colina abajo. Tizón estaba escondido, pero Perry sabía que no andaba demasiado lejos. Dejó que el escozor de la nariz lo condujera hasta él.
Cuando lo encontró, se mantuvo agazapado un momento para observarlo a través de los árboles. Cuando nadie lo observaba, su aspecto era de desvalimiento y tristeza. Y dolía más verlo así que cuando esbozaba aquella sonrisita desdeñosa.
—Esta es tu última oportunidad de irte donde quieras —dijo Perry.
Tizón dio un respingo y se volvió, maldiciendo.
—No deberías espiarme, esciro.
—Te he dicho que ha llegado la hora de que te largues.
El terreno que se extendía ante ellos era una amplia llanura. Tizón no contaría con la protección del bosque para escapar solo. Si no se iba en ese mismo momento, quedaría atrapado con ellos.
—Este no es tu territorio —replicó él, extendiendo sus brazos huesudos—. Yo no te debo obediencia.
—Lárgate de aquí, Tizón.
—Ya te lo he dicho antes. Yo voy donde quiero.
Perry cogió el arco, encajó una flecha y apuntó a la garganta de Tizón. No sabía bien qué debía hacer, pero sí que no estaba dispuesto a permitir que aquel muchacho esquelético muriera por su culpa.
—Vete antes de que sea demasiado tarde.
—¡No! —exclamó el niño—. ¡Me necesitas!
—¡Lárgate ahora mismo! —insistió Perry, tensando del todo el arco.
Tizón emitió un gruñido grave. Perry aspiró hondo al constatar que el escozor de la nariz se volvía más intenso y se convertía en pinchazo doloroso.
Los ojos del muchacho se iluminaron y adquirieron una tonalidad azulada. Por un instante, a Perry le pareció que se trataba del éter que se reflejaba en sus pupilas, pero su brillo era cada vez más intenso. Unas líneas azules ascendían desde el cuello deshilachado de su ropa, y se le enroscaban al cuello. Serpenteaban por su mandíbula prominente, por su rostro. Perry no daba crédito a lo que veía. Las venas de Tizón se encendían, como atravesadas de éter.
Sentía pinchazos de dolor en los brazos y la cara.
—¡Deja de hacer lo que estás haciendo!
Rugido, empuñando su puñal, y Aria, llegaron corriendo. Al ver a Tizón se quedaron helados. A Perry el corazón le latía con mucha fuerza. El niño los miraba con aquellos ojos resplandecientes, con aquella mirada perdida y hueca.
A Perry empezaron a rechinarle los dientes, y notaba que se le agarrotaban los músculos.
—¡Tizón, para!
El muchacho levantó las palmas de las manos hacia el cielo, y al hacerlo vieron que en ellas se bifurcaban rayos de éter. La carga del aire aumentó al instante, y otra oleada de dolor recorrió la piel de Perry.
¿Qué era ese niño?
El calor aumentaba en la mano que tenía extendida, con la que agarraba el arco. La punta de la flecha, de acero, a menos de un palmo, adquirió un tono anaranjado. Perry actuó movido por un acto reflejo. Adaptó la posición de la cuerda y disparó.
Una explosión de luz cegó a Perry y le impidió ver en qué había impactado la flecha. No sintió que caía de bruces sobre la tierra, ni que se acurrucaba. Perdió la noción del tiempo. Solo sabía que había ocurrido algo espantoso. El olor de su propia carne chamuscada lo devolvió a un mundo en el que el dolor lo era todo. Unos horribles alaridos animales inundaban sus oídos. Eran suyos.
—Alejaos —gritó Tizón. Con los ojos entrecerrados, Perry vio a Rugido y a Aria en lo alto de la colina, inmóviles, estupefactos. Tenía la nariz impregnada de aquellos olores: pelo incendiado, lana quemada, piel abrasada.
Tizón se arrodilló a su lado.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó—. ¿Qué me has obligado a hacerte? —El azul de los ojos de Tizón perdía brillo. Sus venas volvían a ocultarse bajo la piel.
Perry no sabía qué responder. No sabía si había perdido una mano. No se atrevía a mirársela.
Tizón tiritaba. Todo su cuerpo se sacudía con violencia.
—¿Qué es lo que he hecho? Tú has disparado… ibas a clavarme la flecha.
Perry consiguió menear la cabeza para negarlo.
—No, solo quería que te fueras.
Tizón parecía abatido. Se puso en pie, tambaleante.
—Yo no tengo ningún sitio adonde ir —dijo con la voz entrecortada. De pronto se agachó, doblándose en dos como si acabaran de propinarle un puñetazo en el estómago, y se internó en el bosque a trompicones.
Tan pronto como se hubo ido, Rugido y Aria se acercaron corriendo. Él le miró la mano y palideció.
Perry lo miró a los ojos.
—Ayúdale. Consigue que regrese.
—¿Ayudarle? Lo que voy a hacer es cortarle el pescuezo.
—¡Tú consigue que regrese, Rugido!
Cuando su amigo se fue. Perry se dio la vuelta y, boca arriba, miró a través de las copas de los árboles. El éter giraba en el cielo. Cerró los ojos, concentrándose en respirar.
—Perry, ¿me dejas mirar? —Aria se arrodilló a su lado—. Déjame ver —insistió en voz baja, alargando la mano para coger la suya.
Él se sentó, y al hacerlo no pudo reprimir un grito de dolor. Entonces se miró la mano izquierda por primera vez. Se le había hinchado hasta alcanzar el doble de su tamaño normal. La piel de los nudillos parecía carne carbonizada. El reverso de la mano estaba lleno de ampollas rojas, que llegaban hasta la muñeca. Sintió náuseas. Empezó a ver estrellas ante sus ojos. Tragó saliva. No sabía si estaba a punto de vomitar o de desmayarse. O de las dos cosas a la vez.
—Baja la cabeza y respira. Vuelvo enseguida.
Cuando regresó, Aria le alargó la botella de Luster. Perry bebió hasta terminarse todo lo que quedaba. Dejó caer la botella a un lado. Aria le había cogido la mano, se la había colocado en el regazo y le había levantado la manga. En la otra mano sostenía una venda. Perry recordó que ese había sido su cinturón hasta hacía poco. Vertió un poco de agua sobre ella.
—Debería vendártela, Perry. Para que no se infecte.
Un sudor frío le recorría la espalda. La miró apenas un segundo, porque no quería que ella viera que estaba asustado. Entonces asintió y echó la cabeza hacia delante una vez más.
Ella apenas le rozó los nudillos, pero él se estremeció y agitó los hombros. Las manos de Aria quedaron inmóviles.
—Sigue —le dijo. Mejor que actuara rápido, porque si no lo hacía tal vez cambiara de opinión y le pidiera que le cortara el brazo. Quizá le hubiera dolido menos. Con la cabeza gacha, veía las lágrimas de dolor caer sobre sus pantalones de cuero. Habría querido pedirle que le cantara algo. Recordaba su voz, aquella voz que lo transportaba. Pero no era capaz de articular palabras. Sin embargo, en ese momento notó que la Luster empezaba a surtir efecto, adormeciéndolo, librándolo de parte del dolor. Perry se secó las lágrimas de los ojos con la otra mano y se incorporó, tambaleante.
Aria ató un extremo de la venda a la muñeca y le envolvió la mano con ella, pasándola por entre los dedos. Parecía calmada. Centrada. Perry la observaba, hundido cada vez más en el sopor en que lo sumía la Luster.
Ahora sí, lo estaba tocando. No sabía si ella era consciente de lo que hacía.
—¿Habías visto alguna vez a alguien como él? —le preguntó.
Tizón. Un niño con éter en la sangre.
—No, jamás había visto algo así —susurró.
Perry no sabía cómo era posible, pero no podía negar lo que acababa de ver con sus propios ojos. Las pruebas de lo ocurrido se movían aún, dolorosamente, en ondas que recorrían todo su cuerpo. ¿Acaso él mismo no se había sentido conectado al cielo muchas veces, cuando alzaba la vista y lo veía? ¿Como si no se tratara solo de una fuerza lejana? ¿Como si su propia fuerza menguara y creciera con el éter? Debería haber confiado en sus sentidos. Tizón despertaba en su olfato la misma sensación de escozor. Y sabía que el chico ocultaba algo.
—Yo intentaba ayudar… Cuanto más intento adelantarme, más rezagado quedo.
Aquellas palabras salieron solas de su boca, torpes, pero ciertas.
Aria apartó la vista de la mano que vendaba.
—¿Qué has dicho?
Él movió la cabeza a izquierda y derecha, aturdido. Finalmente la vio y se concentró en ella.
—Nada, nada. Tonterías.
Rugido regresó con Tizón, al que llevaba cargado a los hombros, como si de una pieza de caza se tratara: los brazos a un lado, las piernas al otro.
—¿Está muerto? —Perry lo preguntó atropelladamente, sin pausa entre las dos palabras.
—Desgraciadamente, no —respondió Rugido sin aliento.
Tizón se acurrucó apenas sintió que lo depositaban en el suelo. Temblaba más que antes. Enterró la cara en la tierra. Perry se fijó en que le faltaba pelo en partes de la cabeza. Eso era nuevo, antes no lo había observado. Sus ropas estaban ennegrecidas, y parecían a punto de desintegrarse.
—Tenemos que dejarlo aquí, Perry. Está demasiado débil.
—No podemos.
—Míralo, Peregrino. La cabeza apenas se le aguanta derecha.
—Los cuervajos pasarán por aquí. —Perry apretó mucho los dientes, y volvió a ver estrellas ante sus ojos—. «No hables tanto —se dijo—. No te muevas tanto. Tú solo respira».
Aria cubrió a Tizón con una manta. Se inclinó sobre él.
—¿Es por el éter?
Perry miró hacia el cielo. El éter había adquirido un aspecto suave, tenue. Había regresado a los remolinos ligeros de las horas previas. Hasta ese momento el dolor había sido tan intenso que le había impedido fijarse. También notaba que el escozor en la nariz había disminuido considerablemente, que apenas lo sentía. Sí, Tizón debía estar conectado a las mareas del éter.
—Marchaos —farfulló Tizón.
—Hazle caso, Perry. El camino hasta llegar al recinto de Castaño es duro, y tenemos a veinte cuervajos siguiéndonos los talones. ¿De verdad vas a poner en peligro nuestras vidas por este demonio?
A Perry no le quedaban fuerzas para discutir. Se puso en pie, haciendo esfuerzos por disimular su debilidad.
—Yo lo llevaré.
—¿Tú? —Rugido meneó la cabeza y soltó una carcajada—. Este no es Garra, Perry.
Perry habría querido responderle con un puñetazo. Intentó acercarse a su amigo, pero no conseguía caminar derecho. Aria se acercó a él corriendo, pero él, finalmente, logró mantener el equilibrio. Durante un instante, la miró a los ojos. Y vio en ellos su preocupación. Aria volvió hacia Rugido.
—Tiene razón, Rugido. No podemos dejarlo así. Y discutiendo lo único que conseguimos es perder más tiempo.
Rugido miró a su amigo.
—No me creo que esté haciendo esto.
Se acercó al niño y volvió a cargárselo sobre los hombros, maldiciendo en todo momento, mientras lo hacía y emprendía la marcha, montaña arriba.
Ahora avanzaban todos juntos. Aria iba a la derecha de Perry; las ampollas y los cortes de los pies estaban ocultos bajo las botas. Rugido iba a su izquierda, casi sin resuello, pues realizaba el ascenso con treinta kilos más a sus espaldas. Perry mantenía el brazo muy pegado al pecho, pero el dolor no remitía, y sentía los latidos de su corazón en la mano cada vez que daba un paso. Estaba sediento. En una hora se bebió un pellejo de agua entero, pero no sintió el menor alivio.
Cuando el efecto de la Luster remitió, las oleadas de dolor regresaron con energías renovadas, amenazando con tumbarlo. Con todo, también se daba cuenta de algo más: el aroma de los abetos, que hasta entonces había emborronado su olfato, se había retirado, y ahora los olores llegaban de nuevo a él con claridad, aislados, intensos. Su nariz, finalmente, se había adaptado.
El hedor fétido de los cuervajos llegaba hasta él, transportado por el viento. Llegó a contar más de dos docenas de olores individuales. Los humores de Aria y de Rugido los percibía más cerca, más potentes.
De ellos solo le llegaba el miedo.