2

Aria

MAGIA.

Esa era la palabra que a Aria le venía a la mente. Una palabra antigua, de la época en que las ilusiones aún sorprendían a las personas. Antes de que los Reinos convirtieran la magia en algo común.

Se acercó más, atraída por los tonos dorados y ambarinos de la llama. Por sus cambios constantes de forma. Nunca había olido nada tan intenso como ese humo. Sentía que la piel de los brazos se le tensaba. Después vio que las hojas ardientes se retorcían, se ennegrecían y se esfumaban.

Aquello estaba mal.

Aria alzó la vista. Soren se había quedado petrificado en el sitio, y mantenía los ojos muy abiertos. Parecía embrujado, lo mismo que Cachemira y los dos hermanos. Como si estuvieran viendo el fuego sin verlo.

—Ya basta —dijo—. Tendríamos que apagarlo… o ir a buscar agua, o algo. —Nadie se movió—. Soren, está empezando a propagarse.

—Alimentémoslo más.

—¿Más? Los árboles están hechos de madera. ¡Se propagará a los árboles!

Eco y Ruina salieron corriendo antes de que ella terminara de hablar.

Cachemira la agarró de la manga y la apartó de la hoguera.

—Aria, déjalo ya, o volverá a hacerte daño.

—Si no hacemos algo, arderá todo esto.

Miró hacia atrás. Soren seguía demasiado cerca del fuego. Las llamas ya eran casi tan altas como él. Y habían empezado a emitir ruidos, chasquidos y crujidos que destacaban sobre un rugido constante.

—¡Recoged palos! —gritó Soren a los hermanos—. ¡Con palos se hará más alto!

Aria no sabía qué hacer. Cada vez que pensaba en impedirles continuar, el dolor del hombro regresaba, recordándole lo que podría volver a sucederle. Eco y Ruina volvieron con las manos llenas de ramas. Las arrojaron al fuego, y unas chispas se elevaron hasta los árboles. Una bocanada de calor le golpeó las mejillas.

—Vamos a tener que salir corriendo, Cachemira —susurró—. Preparadas, listas… ¡ya!

Por tercera vez esa noche, Aria cogió a Cachemira de la mano. No podía permitir que se rezagara. Con piernas temblorosas, se movía entre los árboles esforzándose por avanzar en línea recta. No sabía cuándo habían empezado a seguirlas los chicos, pero oía a Soren tras ella.

—¡Encontradlas! —gritaba—. ¡Dispersaos!

Entonces Aria oyó un alarido que la llevó a detenerse en seco. Soren estaba aullando como un lobo. Cachemira se cubrió la boca con la mano, ahogando un sollozo. Ruina y Eco se sumaron al grito, y el bosque se llenó de chillidos lúgubres y desbocados. ¿Qué les estaba ocurriendo? Aria empezó a correr de nuevo, tirando tan fuerte de Cachemira que la hizo tropezar.

—¡Vamos, Cachemira! ¡Ya estamos cerca! —No podían estar lejos de la puerta que conducía a la cúpula de cultivo. Cuando llegaran a ella, pulsaría la alarma de emergencia. Y se ocultarían hasta que llegaran los Guardianes.

Las luces del techo volvieron a parpadear, se apagaron y ya no volvieron a encenderse. La oscuridad golpeó a Aria como si fuera un cuerpo sólido. Se agarrotó al instante. Cachemira chocó contra su espalda y soltó un grito. Las dos cayeron al suelo, ciegas, brazos y piernas entrelazados. Aria se incorporó como pudo, parpadeando una y otra vez, haciendo esfuerzos por orientarse. Pero tanto con los ojos abiertos como cerrados, lo que veía era lo mismo.

Los dedos de Cachemira revoloteaban rozándole el rostro.

—Aria, ¿eres tú?

—Sí, soy yo —susurró ella—. No grites, o nos oirán.

—¡Traed fuego! —ordenó Soren a gritos—. ¡Traed alguna llama para poder ver algo!

—¿Qué nos van a hacer? —preguntó Cachemira.

—No lo sé. Pero no pienso dejar que se acerquen lo bastante para averiguarlo.

Cachemira, a su lado, se puso muy tensa.

—¿Ves eso?

Sí. Lo veía. Una antorcha avanzaba hacia ellas en la distancia. Aria reconocía el paso firme de Soren. Estaba más lejos de ellas de lo que se temía, pero se dio cuenta de que aquello no tenía la menor importancia. Cachemira y ella no podrían moverse sin gatear ni avanzar palpando justo por delante de ellos. Incluso en el caso de que conocieran el camino, avanzar uno o dos metros no les serviría de gran cosa.

Apareció una segunda llama.

Aria buscó con la mano alguna piedra, algún palo. Las hojas se desintegraban en sus manos. Amortiguó una tos contra la manga. Cada vez que respiraba, los pulmones se le cerraban más y más. Se había preocupado por Soren y por el fuego. Pero ahora se daba cuenta de que, tal vez, el mayor peligro fuera el humo.

Las antorchas oscilaban en la oscuridad, cada vez más cerca. Ojalá su madre no se hubiera ido. Ojalá ella nunca le hubiera cantado nada a Soren. Pero con desear que las cosas hubieran sido distintas no iba a cambiar nada. Tenía que poder hacer algo. Se concentró. Tal vez pudiera reiniciar su Smarteye y pedir ayuda. Pensó en la secuencia de órdenes que siempre ejecutaba. Pero incluso mentalmente tenía la sensación de ir palpando en la oscuridad. ¿Cómo se reiniciaba algo que no se había apagado nunca?

No le ayudaba precisamente a concentrarse ver que las antorchas se acercaban cada vez más, ni notar que Cachemira temblaba a su lado. Pero era la única esperanza que le quedaba. Finalmente, de las profundidades de su cerebro surgió algo: una palabra apareció en su Smartscreen, en letras azules que flotaban recortadas contra los bosques calcinados.

¿REINICIAR?

«¡Sí!», ordenó.

Aria se agarrotó al sentir clavos ardiendo que le recorrían el cráneo y la espina dorsal. Ahogó un grito de alivio cuando apareció la cuadrícula de iconos. Volvía a estar conectada, pero todo se veía raro. Todos los botones del interfaz eran genéricos, y estaban mal colocados. Y ¿qué era eso? Vio un icono de mensaje en su pantalla con la etiqueta: «Pájaro Cantor», que era el apodo con el que la llamaba su madre. ¡Lumina le había enviado un mensaje! Pero el documento estaba almacenado localmente, y no iba a serle útil. Tenía que contactar con alguien.

Aria intentó establecer conexión con Lumina directamente. Pero en la pantalla apareció «ERROR DE CONEXIÓN», seguido de un número de fallo. Lo intentó con Caleb, y con los diez amigos que le vinieron a la mente. Pero no funcionó con ninguno. No estaba conectada a los Reinos. Lo probó por última vez. Tal vez su Ojo todavía estuviera grabando.

«REVISAR», ordenó.

El rostro de Cachemira apareció en el recuadro de grabaciones situado en el ángulo superior izquierdo de la Smartscreen. Cachemira apenas resultaba visible, solo se distinguían los contornos de su rostro asustado y el brillo del fuego que se reflejaba en su Smarteye. Detrás de ella, una nube resplandeciente de humo se aproximaba.

—¡Se acercan! —susurró Cachemira desesperada, y la grabación cesó.

Aria ordenó a su Ojo que volviera a grabar. Así, pasara lo que pasara, fuera lo que fuera lo que Soren y los hermanos hicieran, ella contaría con pruebas.

Las luces volvieron a encenderse.

Entrecerrando los ojos para protegerse de ellas, Aria vio que Soren escrutaba la zona, y que Ruina y Eco iban a su lado como una jauría de lobos. Abrieron mucho los ojos al descubrirlas. Se puso en pie de un salto y tiró de Cachemira una vez más. Echó a correr, agarrando con fuerza la mano de su amiga, tropezando con raíces y apartando las ramas que se le enredaban en el pelo. Los chicos gritaban en voz muy alta, y sus gritos se clavaban en los oídos de Aria. Sus pasos retumbaban con fuerza tras ellas.

La mano de Cachemira se soltó de la suya. Aria se volvió al caer al suelo. El pelo de Cachemira quedó extendido sobre las hojas. Alargaba la mano, buscando a Aria, gritando su nombre. Soren estaba tendido casi sobre ella, y le rodeaba las piernas con los brazos.

Sin pensar, Aria pisó con fuerza la cabeza de Soren, que emitió un gruñido y se echó hacia atrás. Cachemira logró escabullirse, pero vio que Soren venía de nuevo a por ella.

—¡Suéltala! —Aria dio un paso hacia él, pero esta vez no lo pilló desprevenido. Extendió la mano y le agarró el tobillo.

—¡Corre, Cachemira! —le gritó.

Ella forcejeaba para liberarse, pero Soren no la soltaba. Él se levantó y la agarró del antebrazo. Llevaba restos de hojas y tierra en la cara y el pecho. Tras él, el humo avanzaba entre los árboles a oleadas grises, moviéndose despacio y deprisa a la vez. Aria bajó la mirada. La mano de Soren duplicaba en tamaño la suya, y era muy musculosa, como el resto de su cuerpo.

—¿No lo notas, Aria?

—¿Notar qué?

—Esto. —Y le apretó el brazo con tal fuerza que no pudo reprimir un grito—. Todo. —Soren miró a su alrededor, sin posar la vista en ningún punto.

—No, Soren, no lo hagas. Por favor.

Ruina llegó corriendo, con una antorcha en la mano, jadeando.

—¡Ayúdame, Ruina! —le gritó ella. Pero él ni siquiera la miró.

—Ve a por Cachemira —le ordenó Soren, y Ruina obedeció al momento.

—Ahora estamos solos tú y yo —le dijo, pasándole una mano por el pelo.

—No me toques. Lo estoy grabando todo. Si me haces daño, lo verá todo el mundo.

Cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, ya se había caído al suelo. El peso de él la aplastaba, y le impedía respirar. Soren bajó la vista y vio que le faltaba el aire. Y se concentró en su ojo izquierdo. Aria sabía qué era lo que estaba a punto de hacer, pero tenía los brazos inmovilizados, atrapados entre sus muslos. Cerró los ojos y gritó cuando los dedos de él se hundieron en su piel, se aferraron a los bordes de su Smarteye. La cabeza de Aria se echó primero hacia delante, y después hacia atrás con fuerza, impactando en el suelo.

Dolor. Como si le hubieran arrancado el cerebro. Sobre ella, el rostro de Soren se veía borroso. Un calor se desplazaba desde la mejilla hasta el oído. El dolor iba haciéndose menos agudo, más intermitente, y latía en ella al compás de su corazón.

—Estás loco —susurró alguien con su misma voz.

Los dedos de Soren se aferraban a su nuca.

—Esto es real. Dime que lo sientes.

Aria seguía sin poder respirar bien. Lanzadas de dolor le atravesaban los ojos. Se estaba difuminando, perdiendo potencia, lo mismo que su Smarteye. Entonces Soren alzó la vista, apartándola de ella, y dejó de apretar tan fuerte. Soltó una maldición y se alejó.

Aria consiguió ponerse de rodillas, apretando mucho los dientes para soportar el grito desgarrado que invadía sus oídos. Recortándose contra el fuego estrepitoso, vio a un desconocido que se internaba en el claro del bosque. No llevaba camisa, pero no era ni Ruina ni Eco.

Se trataba de un Salvaje auténtico.

El torso del forastero era casi tan oscuro como sus pantalones de piel, y su pelo, rubio y serpenteante como la Medusa. Llevaba los brazos cubiertos de tatuajes. Tenía los ojos reflectantes de un animal. Y no los llevaba cubiertos por ningún dispositivo.

Al acercarse más, el cuchillo largo que llevaba a un costado emitió un destello, iluminado por el fuego.