19

Aria

DECIDIERON turnarse para dormir allí mismo, junto al arroyo. Se suponía que ella iba a dormir primero, pero cuando se recostó, no lograba mantener los ojos cerrados. Los sueños le parecían unas cosas muy inquietantes, y no estaba preparada para tener otro en ese momento. Así, se sentó, temblando a pesar del abrigo grueso y de la manta azul con la que se había envuelto. El éter se desplazaba en capas finas que avanzaban lentas como nubes. Había ráfagas de viento que se colaban entre las ramas de los abetos, que se balanceaban a su alrededor. Ahí fuera, en el exterior, existían personas que vivían en árboles, y caníbales que vestían como cuervos.

Y hacía apenas un día las había visto a las dos.

—¿Cuánto falta para llegar al recinto de Castaño? —preguntó.

—Unos tres días, más o menos —respondió Peregrino. Sostenía en la mano el pequeño puñal decorado con plumas talladas en la empuñadura, y le daba vueltas una y otra vez, mecánicamente.

¿Peregrino o Perry? No sabía cómo debía llamarlo. Perry le fabricaba zapatos con cubiertas de libros y le enseñaba a encontrar bayas. Peregrino tenía tatuajes y unos ojos verdes centelleantes. Hacía girar el cuchillo sin temor a cortarse, y clavaba flechas en los cuellos de la gente. Lo había visto decapitar a un hombre. Pero, por otra parte, ese hombre era un caníbal que quería comérsela. Aria suspiró, y una nube de vaho ascendió por el aire. Ya no sabía qué pensar.

—¿Llegaremos a tiempo? —quiso saber.

Él apretó mucho lo labios, como si llevara tiempo esperando aquella pregunta.

—Los cuervajos no están cerca, hasta donde yo sé.

Aquella no era la respuesta exacta que ella esperaba, pero le alegró conocerla, de todos modos.

—¿Y quién es… Castaño?

—Un amigo. Un comerciante. Un gobernante. Un poco de todo. —Bajó la vista y vio que estaba tiritando—. No podemos encender ningún fuego.

—¿Porque alguien vería el humo?

—O lo olería.

Ella se fijó en sus manos, que se movían, inquietas.

—Nunca te quedas quieto mucho tiempo, ¿verdad?

Él se metió el puñal en una banda de cuero que llevaba en la bota.

—Me canso de estar quieto.

Aquello no tenía sentido, pero no pensaba preguntarle nada más, porque no quería acabar con lo que percibía como una tregua frágil.

Cruzó los brazos, y volvió a descruzarlos.

—¿Cómo te sientes?

Un escalofrío recorrió la espalda de Aria. Eso sí era raro. Él preguntándole aquello. Algo que sonaba muy íntimo. Y ella sabía que, si se lo preguntaba, era porque le interesaba la respuesta. No era un hombre que formulara preguntas vacías ni malgastara palabras.

—Quiero volver a casa.

Se trataba de una respuesta evasiva, y ella lo sabía, pero ¿cómo podía explicarle lo que sentía? Su cuerpo estaba cambiando, y no era solo la menstruación. Todos sus sentidos se impregnaban del rumor del arroyo, del olor de los abetos que inundaba el aire. Toda su conciencia estaba cambiando. Como si todas las células de su cuerpo estiraran los brazos y se desperezaran. Sí, claro, le dolían los pies. Y todavía tenía dolores de cabeza y un malestar sordo en el vientre. Pero, a pesar de todos sus males, ya no se sentía como la joven cuya vida escapaba.

Perry se puso en pie. Sí. Lo había decidido. Era Perry, no Peregrino. Al parecer, su subconsciente había decidido qué hacer con él. Aria se quitó la manta. Le dolían los músculos, y le costaba moverse. Si ninguno de los dos pensaba dormir, tal vez fuera mejor que se pusieran en marcha. Pero entonces vio que Perry perdía la mirada en la oscuridad de un modo peculiar.

—¿Qué es? —preguntó, echándose al suelo—. ¿Son los cuervajos?

Él negó con la cabeza, sin dejar de escrutar el bosque.

—¡Rugido!

Lo estridente de su grito le heló el corazón.

—¡Rugido, cabrón apestoso! ¡Sé que estás ahí! ¡Te huelo desde aquí!

Un instante después, un silbido rasgó el aire, y reverberó en las montañas.

Perry bajó la vista y la miró, esbozando una sonrisa fugaz.

—Nuestra suerte acaba de cambiar.

• • •

Recorrió la pendiente a grandes zancadas. Aria corría tras él para no quedar rezagada, y el corazón le iba más deprisa que los pies. Una vez en la cima, se encontraron con un conjunto de rocas que, a la luz del crepúsculo, parecían azules, como ballenas surgiendo en medio del mar. Allí se recortaba una silueta oscura, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si llevara un rato esperando. Perry llegó hasta él corriendo. Aria los vio fundirse en un rudo abrazo, que casi al momento se convirtió en una sucesión de golpes cariñosos.

Se acercó más para ver mejor a ese nuevo forastero. A la luz fría del anochecer, todo en él parecía refinado. Su cuerpo esbelto; sus rasgos definidos. El corte del pelo oscuro. Llevaba ropa ajustada. Negra de la cabeza a los pies. Desde su posición, Aria no distinguía ni costuras ni agujeros de ninguna clase. Se trataba de alguien con el que fácilmente podría haberse encontrado en los Reinos. Pulcro y demasiado apuesto para ser real.

—¿Quién eres? —preguntó al verla.

—Soy Aria —respondió ella—. ¿Y tú?

—Hola, Aria. Soy Rugido. ¿Tú cantas?

Se trataba de una pregunta curiosa, pero la respondió sin pensar.

—Sí, canto.

—Excelente.

Al acercarse más se fijó en el brillo de su mirada. Su aspecto era el de un príncipe, pero la expresión de sus ojos era la de un pirata. Rugido esbozó una sonrisa, un destello atractivo que denotaba inteligencia. Aria se echó a reír. Sí, definitivamente, tenía más de pirata que de príncipe. Rugido se contagió de su risa, y allí mismo ella supo que le caía bien.

El aparecido se volvió a mirar a Perry.

—¿Me he vuelto tonto, Perry, o esta chica es una residente?

—Es una historia muy larga.

—Perfecto —replicó Rugido, frotándose las manos. Me la cuentas mientras nos tomamos unas botellas de Luster. Las historias largas son las mejores para las noches frías.

—¿Y cómo has conseguido Lusters aquí fuera?

—Me llevé una botella hace un par de días, y pan y queso suficientes para no morir de hambre. Vamos a celebrarlo. Ahora que estás aquí, no tardaremos en encontrar a Liv.

La sonrisa de Perry se desvaneció.

—¿Encontrar a Liv? ¿Es que no está con los Cuernos?

Rugido soltó una palabrota.

—Perry, creía que lo sabías. ¡Se escapó! Mandé aviso a Valle. Creía que venías para ayudarme a encontrarla.

—No. —Perry cerró los ojos y levantó mucho la cabeza. Tenía los músculos de la nuca tensos de la ira.

—El aviso no nos llegó nunca. Tú te quedaste con ella, ¿verdad?

—Por supuesto. Pero ya sabes cómo es. Siempre hace lo que quiere.

—Pues no puede —dijo Perry—. Liv no puede hacer lo que quiere. ¿Cómo sobrevivirán al invierno los Mareas?

—No lo sé. Yo tengo mis propios motivos para estar enfadado con ella por lo que ha hecho.

En la mente de Aria se agolpaban las preguntas. ¿Quién era Liv? ¿De qué huía? Recordó el anillo de oro con la piedra azul que Perry se había guardado. ¿Sería para ella? Sentía una gran curiosidad, pero se daba cuenta de que el asunto era demasiado personal como para entrometerse.

Rugido y Perry empezaron a construir un biombo con unas ramas para parapetarse del viento. Aria no sabía qué era lo que le había ocurrido a la mujer, a Liv, pero fuera lo que fuese los había sumido en el silencio. A pesar de él, trabajaban deprisa, como si hubieran hecho eso mismo centenares de veces. Aria los veía entrelazar las ramas y los emulaba. Para ser su primera pantalla protectora, no le salía nada mal.

No podían encender una hoguera, pero Rugido sacó una vela que les proporcionó una luz parpadeante alrededor de la que congregarse. Aria ya se había lanzado a devorar el pan y el queso que Rugido les había ofrecido cuando oyó el chasquido de una rama. En medio del silencio, el sonido parecía provenir de muy cerca. Se volvió, pero solo vio el parapeto vegetal. Entonces oyó unos pasos que se alejaban.

—¿Qué ha sido eso? —Apenas empezaba a relajarse, y su corazón ya volvía a salírsele del pecho.

Perry le dio un mordisco al pan duro.

—¿Tu amigo tiene nombre, Rugido?

Aria le dedicó una mirada asesina. ¿Cómo podía quitarle importancia a aquella persona que merodeaba por allí, después de lo que había ocurrido con los caníbales?

Rugido no se dio prisa en responder. Mantenía la mirada fija, como si todavía estuviera escuchando algún movimiento. Después destapó una botella negra, dio un buen trago, y apoyó la espalda en su macuto.

—Es un niño, y es más un incordio que un amigo. Se llama Tizón. Me lo encontré durmiendo en mitad del bosque, hará una semana. Ni se le había ocurrido que los lobos podían verlo, u olerlo. Debería haberlo dejado donde estaba, pero es joven… trece años, tal vez… y no se encuentra demasiado bien. Le di comida. Y desde entonces viene siguiéndome.

Aria volvió a fijarse en el parapeto de ramas. La noche en que Perry se había ido y la había dejado había experimentado qué era eso de estar sola. Aquellas horas habían estado llenas de miedo. No quería ni imaginar a un niño viviendo de ese modo.

—¿A qué tribu pertenece? —preguntó Perry.

Rugido dio otro trago antes de responder.

—No lo sé. Parece norteño. —Miró a Aria. ¿Y ella? ¿Ella también parecía del norte?—. Pero no ha habido manera. No he podido sonsacarle nada. De todos modos, sea de donde sea, me encantaría poder enviarlo hasta allí, te lo juro. Ya aparecerá, ya. Siempre se presenta cuando el hambre puede más que él. Pero no esperes gran cosa de su compañía.

Rugido alargó a Aria la botella negra.

—Se llama Luster. Te gustará, confía en mí —añadió, guiñándole un ojo.

—No pareces muy digno de confianza.

—Las apariencias engañan. Soy fiable hasta la médula.

Perry sonrió.

—Yo lo conozco desde que nació. Y te digo que es otra cosa hasta la médula.

Aria se quedó helada. Antes, al oír a Rugido por primera vez, le había visto esbozar un atisbo de sonrisa, pero ahora acababa de contemplarla en todo su esplendor, dirigida solo a ella. Se trataba de una sonrisa torcida, con la que mostraba unos caninos que no podían pasarse por alto, pero era precisamente esa naturaleza fiera lo que la hacía tan irresistible. Como ver sonreír a un león.

De pronto se dio cuenta de que lo estaba mirando. Dio un sorbo apresurado a la bebida. Se atragantó al momento, y derramó una parte sobre la manga mientras la Luster descendía por la garganta como lava ardiente, repartiendo calor por todo su pecho. Sabía a miel con especias, espesa, dulce, contundente.

—¿Qué te parece? —le preguntó Rugido.

—Es como beberse una fogata, pero está buena. —No se atrevía a mirar a Perry. Dio otro trago, intentando no escupirlo esta vez. Otra oleada de calor la recorrió de arriba abajo, calentándole las mejillas y el estómago.

—¿Es que piensas tomártela toda tú? —le preguntó Perry.

—Ah, lo siento. —Se la alargó, más colorada aún.

—¿Y cómo está Garra? —preguntó Rugido—. ¿Y Mila? ¿Valle y ella se han puesto ya a la labor de darle un hermano a Garra? —A pesar de lo ligero del tono, en su voz se adivinaba cierta cautela.

Perry suspiró y dejó la botella en el suelo. Se pasó una mano por el pelo.

—Mila se puso peor después de tu partida. Murió hace unas semanas. —Miró a Aria—. Mila es… era la mujer de mi hermano Valle. Su hijo se llama Garra. Tiene siete años.

Aria se sonrojó una vez más al atar cabos. Se trataba del niño que su gente se había llevado. Perry intentaba rescatar a su sobrino.

—No lo sabía —dijo Rugido—. Valle y Garra deben estar pasándolo muy mal.

—Valle sí. —Perry carraspeó—. Garra ha desaparecido. Lo perdí, Rugido.

Levantó las rodillas, apoyó en ellas la frente, y se llevó las manos entrelazadas a la nuca.

Aunque la luz de la vela era muy tenue, Aria vio que Rugido palidecía.

—¿Qué ocurrió? —preguntó en voz baja.

Perry juntó mucho los hombros, como si estuviera conteniendo algo inmenso que quisiera mantener atrapado en su interior. Cuando levantó la vista, sus ojos estaban empañados, enrojecidos. Con voz áspera le relató unos hechos de los que Aria había formado parte, pero que hasta entonces no había oído. Le contó que había acudido a su mundo en busca de medicinas para ayudar a un niño enfermo. Un niño que había sido secuestrado por su gente. Le habló a Rugido del acuerdo al que había llegado con ella: una vez que Castaño reparara el Smarteye, ella se pondría en contacto con su madre. Recuperaría a Garra, y Lumina se llevaría a Aria hasta Alegría.

Cuando terminó la explicación, todos permanecieron sentados, en silencio. Aria oía solo el rumor de la brisa al pasar entre las hojas de los árboles. Al cabo de un rato, Rugido tomó la palabra.

—Voy con vosotros. Los encontraremos, Perry. A Garra y a Liv.

Aria volvió el rostro hacia las sombras. Ojalá Cachemira estuviera a su lado. Echaba de menos contar con una amiga.

Rugido soltó una maldición en voz baja.

—Preparaos. Tizón ha vuelto.

Momentos después, las hojas del parapeto se agitaron, y la pantalla se separó. En la abertura apareció un niño de ojos oscuros, salvajes. Su delgadez era extrema: apenas un esqueleto cubierto de ropas anchas. Aria se fijó en que era de piel muy clara. Casi tanto como la suya.

Tizón se dejó caer a su lado, sonrió y le mostró los dientes a través de unas greñas rubias, sucias. La camisa le quedaba tan grande que Aria veía perfectamente las clavículas, que sobresalían como palos.

Tizón apartó la mirada. El agotamiento le llevaba a mantener los ojos entrecerrados.

—¿Qué estás haciendo aquí, residente? —preguntó, desconfiado.

Sin levantarse, se acercó más a ella. Demasiado. Aria retrocedió.

—Estoy regresando a mi casa. Con mi madre.

—¿Y ella dónde está?

—En Alegría. Es una de nuestras Cápsulas.

—¿Y por qué te fuiste?

—No me fui. Me echaron.

—¿Te echaron pero tú quieres volver? Qué chorrada, residente.

Por la expresión de Tizón, supuso que «chorrada» significaba algo así como «tontería».

—Supongo que sí, dicho así.

Rugido arrojó un pedazo de pan al suelo.

—Cógelo y lárgate, Tizón.

—No pasa nada —dijo Aria. Tal vez el niño careciera de buenos modales, pero la noche era fría. ¿Dónde iba a ir? ¿Se iba a quedar solo, ahí fuera?—. Por mí no hay problema. Que se quede.

Tizón recogió el pan y le dio un mordisco.

—Rugido, ella quiere que me quede.

Aria se fijaba en su mandíbula, que ascendía y descendía mientras masticaba.

—Me llamo Aria.

—Si hasta me ha dicho cómo se llama —añadió—. Le caigo bien.

—No por mucho tiempo —masculló Rugido.

Tizón la miró, devorando el pan con la boca abierta. Aria apartó la mirada. Estaba siendo desagradable a propósito.

—Tienes razón —admitió él—. Creo que ya ha cambiado de opinión.

—Cierra la boca, Tizón.

—¿Y entonces? ¿Cómo voy a comer?

Rugido se incorporó.

—Ya basta.

La sonrisa de Tizón expresaba desafío.

—¿Y qué vas a hacerme? ¿Dejar de alimentarme? ¿Quieres que te devuelva esto? —Le alargó el mendrugo de pan medio mordido—. Tómalo, Rugido. Ya no lo quiero.

Perry se adelantó y le arrebató el pan.

Tizón se volvió y lo miró con asombro.

—No deberías haber hecho eso.

—Tú no lo querías. —Perry se llevó el pan a la boca. Pero se detuvo poco antes de hincarle el diente—. ¿O sí lo querías? ¿O estabas mintiendo? —Sus ojos resplandecían en la oscuridad—. Si les dices que lo sientes, te lo devuelvo.

Tizón ahogó una risotada.

—No lo siento.

En los labios de Perry se dibujó una sonrisa maliciosa.

—Sigues mintiendo.

Tizón, de pronto, pareció ser presa del pánico. La miró a ella, después a Rugido, y finalmente volvió a concentrarse en Perry.

—¡No te me acerques, esciro!

Le arrebató el pan de la mano y desapareció por el hueco del parapeto.

A medida que se alejaba y los ruidos que emitía se iban difuminando, Aria sintió unos escalofríos que le subían por la espalda.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te ha llamado «esciro»?

Rugido arqueó las cejas.

—Perry… ¿No lo sabe?

Perry negó con la cabeza.

—¿Qué es lo que no sé?

Él clavó la vista en el cielo oscuro, evitando mirarla a los ojos, y aspiró hondo.

—Algunos de nosotros somos «Marcados» —dijo en voz baja—. Ese es el significado de las franjas que llevo en los brazos. Son marcas. Muestran que uno de nuestros cinco sentidos es dominante. Rugido es «audil». Es capaz de oír cosas con más claridad, y a más distancia. En ocasiones, desde millas de distancia.

Rugido se encogió de hombros, como disculpándose.

—¿Y tú?

—Mis sentidos dominantes son dos. Soy «vidente». Veo de noche, y en lugares oscuros.

Veía en la oscuridad. Debería haberlo supuesto, con aquellos ojos reflectantes… Por eso nunca tropezaba de noche.

—¿Y el otro?

Ahora sí la miró fijamente, con aquella mirada resplandeciente, verde.

—Poseo un desarrollado sentido del olfato.

—Posees un desarrollado sentido del olfato —repitió ella, intentando procesar lo que aquello implicaba—. ¿Hasta qué punto está desarrollado?

—Muy desarrollado. Huelo humores.

—¿Humores?

—Emociones… impulsos, estados de ánimo.

—¿Eres capaz de oler los sentimientos de las personas? —Aria notaba que su tono de voz era cada vez más agudo.

—Sí.

—¿Con qué frecuencia? —preguntó. Había empezado a temblar.

—Siempre, Aria. No es algo que pueda evitar. No puedo contener la respiración.

Aria empezó a sentir frío en todas partes. Instantáneamente. Como si acabara de zambullirse en el mar. Se alejó corriendo por la brecha abierta por Tizón, y se internó en el bosque oscuro. Perry fue tras ella, llamándola por su nombre y pidiéndole que se detuviera. Finalmente, ella dio media vuelta y se detuvo en seco.

—¿Y lo has estado haciendo desde el principio? ¿Has sabido en todo momento cómo me sentía? Pues te habrás divertido mucho. ¿Mis desgracias te han entretenido? ¿Por eso no me habías dicho nada?

Él se pasó las manos por el pelo.

—¿Sabes cuántas veces me has llamado «Salvaje»? ¿Crees que me apetecía mucho contarte que mi olfato es más fino que el de un lobo?

Aria levantó las manos y se cubrió la boca. Su olfato era mejor que el de un lobo.

Pensó en todos los sentimientos espantosos que había experimentado durante los últimos días. Días que habían transcurrido sin que ella pudiera quitarse de la cabeza aquella melodía patética, triste. La vergüenza de menstruar. El terror de sentir que una desconocida ocupaba su propia piel.

¿Estaba oliendo también lo que sentía en ese preciso momento?

Él ladeó la cabeza.

—Aria, no sientas vergüenza.

«Sí, la estaba oliendo. Lo sabía».

Ella retrocedió, pero Perry la sujetó por la muñeca.

—No te vayas. No es seguro. Ya sabes lo que hay por ahí fuera.

—Suéltame.

—Perry —dijo una voz suave—. Yo cuidaré de ella.

Perry bajó la vista y la miró con gesto desesperado. A continuación le soltó el brazo y se alejó, partiendo algunas ramas a su paso.

• • •

—Puedes llorar, si quieres —le dijo Rugido cuando Perry se hubo ido. Se cruzó de brazos. En la oscuridad, ella distinguía apenas el destello de la botella negra de Luster que llevaba bajo el brazo—. Ofrezco incluso mi hombro a la causa.

—No, no quiero llorar. Lo que quiero es hacerle daño.

Rugido se rio en silencio.

—Ya sabía que me caías bien.

—Debería habérmelo contado.

—Seguramente, pero lo que ha dicho es cierto. Él no puede evitar oler los estados de ánimo de las personas. ¿Habría cambiado vuestro pacto, si lo hubieras sabido?

Aria negó con la cabeza. Sabía que, en cuestión de horas, volvería a caminar a su lado kilómetros y kilómetros.

Se sentó y apoyó la espalda contra un árbol. Recogió del suelo una aguja de pinaza y la partió en pedacitos. Al pensar un poco en ello le pareció obvio: genética básica. La población de los forasteros era escasa. Cualquier mutación tenía muchas posibilidades de prosperar enormemente en un medio tan reducido. Una gota de tinta en un cubo era más potente que esa misma gota en un lago. Y como el éter aceleraba las mutaciones, la Unidad había creado un entorno propicio para los saltos genéticos.

—No me lo puedo creer —dijo—. Vosotros sois subespecies. ¿Hay algo más? ¿Existen otros rasgos que hayan mutado? Por ejemplo… ¿los dientes?

Rugido había tomado asiento a su lado, y se apoyaba en el mismo tronco. No era tan alto como Perry, pero aun así ella debía echar la cabeza hacia atrás para verlo. La luz del éter bañaba los perfiles de su rostro, formados por líneas rectas, de proporciones perfectas. A diferencia de Perry, él no tenía la barba crecida.

—No —respondió—. Nuestros dientes son todos iguales. Los vuestros son los diferentes.

Aria apretó los labios, en un acto reflejo. Rugido sonrió, pero siguió hablando.

No se le había ocurrido antes, pero él tenía razón. Antes de la Unidad, los dientes eran disparejos.

—También entre los Marcados existen diferencias. Los esciros tienden a ser altos. Constituyen el grupo menos numeroso. Los videntes son los más comunes. A los videntes se les da bien ver, y «están de buen ver», pero antes de que me lo preguntes te diré que no, que yo no lo soy. Es solo que he tenido suerte.

Aria no pudo evitar sonreír. Le sorprendía constatar lo cómoda que se sentía en su compañía.

—¿Y los que son como tú?

—¿Los audiles? —Le dedicó una sonrisa maliciosa—. Se dice que somos astutos.

—Eso no me cuesta imaginarlo. —Se fijó en sus bíceps, y trató de adivinar el tatuaje que llevaría debajo de la camisa oscura—. ¿Y oyes muy bien?

—No conozco a nadie que oiga mejor que yo.

—¿Puedes oír las emociones?

—No, pero sí los pensamientos de las personas, cuando las toco. No todos los audiles pueden, solo yo. Y no te preocupes, que no voy a tocarte. A menos que tú quieras.

Ella sonrió.

—Ya te lo haré saber. —Todo aquello parecía imposible. Allí había personas que olían las emociones y oían los pensamientos. ¿Qué iba a ser lo próximo? Aria juntó las manos y sopló en ellas para calentárselas—. ¿Cómo puedes ser su amigo, sabiendo que… lo sabe todo?

Rugido se echo a reír.

—Por favor, eso no lo digas cuando él esté delante. Ya es bastante arrogante tal como es. —Levantó la botella y dio un trago—. Perry y yo nos criamos juntos, con su hermana. Cuando conoces tan bien a alguien, es casi como si tú también fueras esciro.

Sí, suponía que tenía razón. Ella, por ejemplo, captaba algunos de los estados de ánimo de Cachemira. Y los de Caleb también.

—Pero… no sé… parece una relación asimétrica. ¿Él nunca habla, y en cambio acaba sabiendo lo que los demás sienten?

—No habla mucho porque se dedica a percibir humores a través del olfato. Perry no confía en las palabras. En varias ocasiones me ha comentado que la gente miente muy a menudo. ¿Por qué habría de molestarse en escuchar palabras falsas cuando, simplemente aspirando aire es capaz de obtener la verdad?

—Porque la gente es algo más que emociones. La gente piensa, y tiene razones para actuar como lo hace.

—Bueno, sí. Resulta difícil seguir la lógica de los demás si no sabes cómo se sienten. Y además te equivocas. Perry sí habla. Fíjate en él y descubrirás que dice muchas cosas.

Sí, eso ya lo sabía. Llevaba varios días traduciendo sus acciones en significados. Dándose cuenta de que caminaba de diez o doce maneras distintas. En silencio absoluto. Con violencia apenas contenida. Con su sencilla gracia animal.

—¿Tiene una hermana? —preguntó.

—Sí. Olivia —respondió él, antes de añadir en voz más baja—. Liv.

—¿Y ella también es… esciro? —A Aria no le gustaba siquiera el sonido de aquella palabra.

—Tanto como Perry, si no más. Nunca estábamos seguros de cuál tenía el olfato más fino.

—¿Y qué pasó con ella, Rugido?

—Pues que la ofrecieron en matrimonio. A alguien que no era yo.

—Ah.

Rugido estaba enamorado de la hermana de Perry. Aria se pasó la lengua por el labio inferior, saboreando la dulzura de la Luster. No quería mostrarse demasiado entrometida, formular demasiadas preguntas, pero sentía curiosidad. Y a Rugido no parecía importarle.

—¿Y por qué no tú?

—Ella es una esciro de gran poder. Demasiado valiosa… —Rugido contempló la botella que sostenía en la mano como si buscara en ella la explicación correcta—. Nuestra moneda es la sangre. Los Marcados somos mejores cazadores y combatientes. A nuestros oídos llegan planes de ataque, y presentimos los cambios del éter. Los Señores de la Sangre se rodean de personas como Perry, como Liv, como yo. Y a la hora de aparearse, escogen a los más poderosos de su clase. Si no lo hacen, se arriesgan a perder sus sentidos. Algunos dicen que se arriesgan a algo peor.

A Aria le sorprendió la ligereza con la que había dicho «aparearse».

—¿Y un niño no puede obtener dos sentidos de un padre y una madre distintos? ¿Es eso lo que ocurrió con Perry?

—Sí, pero eso es muy excepcional. Lo que Perry es… es muy excepcional. A sus padres, es mejor que nunca los menciones siquiera.

Ella metió las manos dentro de las mangas del abrigo y hundió los dedos en las pieles.

—De modo que, por ser esciro, Liv tiene que casarse con otro esciro —aventuró.

—Sí, eso es lo que se espera. —Rugido cambió de posición, adaptando la espalda al tronco—. Hace siete meses, Valle la prometió en matrimonio a Visón, el Señor de la Sangre de los Cuernos, una tribu numerosa que habita en el norte. Son un pueblo de hielo, y Visón es el más frío de todos. Valle debía recibir alimentos para los Mareas a cambio de ella. Pero es muy posible que la mitad de esos alimentos no llegue nunca.

—Porque ella no se ha presentado.

—Exacto. Liv huyó. Desapareció la noche anterior a nuestra llegada a territorio de los Cuernos. Aquello era precisamente lo que yo pretendía hacer con ella. Llevaba pensando en ello desde nuestra partida. Pero ella se fue antes de que pudiera pedirle si quería. —Rugido hizo una pausa y carraspeó—. Desde entonces la busco. He estado a punto de encontrarla. Hace unas semanas, oí a un par de comerciantes hablar sobre una joven que rastreaba las piezas de caza mejor que cualquier hombre. La habían conocido en Árbol Solitario. Estoy seguro de que era ella. Liv no es mujer que se olvide fácilmente.

—¿Por qué?

—Es alta, casi tanto como yo. Y tiene el mismo pelo que Perry, pero más largo. Solo por eso ya llama la atención, pero además posee algo… no puedes quitarle los ojos de encima, porque te fascina.

—Por lo que dices, diría que se parecen mucho.

Aria no podía creer que hubiera sido capaz de decir aquello en voz alta. Debía de ser el efecto de la Luster, que le desataba la lengua.

Unos dientes blancos brillaron en la oscuridad.

—Así es, pero afortunadamente, no se parecen en todo.

—¿Y fuiste a Árbol Solitario?

—Sí, pero cuando llegué, ella ya se había ido hacía tiempo.

Aria soltó el aire muy despacio. Aunque sentía lástima por Rugido, eso era exactamente lo que necesitaba: un respiro de su propia mente, de su propio cuerpo. Una ocasión para olvidarse un rato de que tenía que reparar su Smarteye y localizar a Lumina. Sintió el impulso de cogerle la mano a Rugido. Si hubieran estado en los Reinos, lo habría hecho. Pero allí se limitó a enterrar más la suya entre los pelos de lobo de la manga.

—¿Y qué vas a hacer, Rugido?

—¿Qué puedo hacer, sino seguir buscando?