Aria
DESDE que había sido expulsada de Ensoñación había sobrevivido a una tormenta de éter, un caníbal había estado a punto de clavarle un puñal en el cuello y había visto matar a más de un hombre.
Pero eso era peor.
Aria no se reconocía. Se sentía como si se hubiera encarnado en algún pseudocuerpo de los Reinos y no pudiera salir de él.
Las ideas se arremolinaban en su mente. Estaba menstruando. Como un animal. Las residentes no menstruaban. La procreación se llevaba a cabo mediante el diseño genético, y después mediante una secuencia especial de hormonas e implantaciones. La fertilidad se usaba solo cuando se necesitaba. Le aterraba pensar que podía concebir aleatoriamente.
Tal vez el aire del exterior la estuviera cambiando. Tal vez estuviera empezando a estropearse. A funcionar mal. ¿Cómo iba a explicarle una cosa así a su madre? ¿Y si no podían repararla y volvía a ocurrirle más veces, una vez al mes?
Para la muerte estaba preparada. La muerte, en el exterior, era algo que cabía esperar. Una consecuencia lógica de ser expulsado a la Tienda de la Muerte. Pero, por más que intentara verlo de otro modo, la menstruación le parecía algo absolutamente bárbaro. Se tendió sobre el colchón sucio y se sintió, también ella, sucia. Cerró los ojos con la esperanza de alejar de ella ese mundo exterior horrible. Se imaginó que estaba tendida sobre la arena blanca de su Reino de Playa favorito, escuchando el ligero romper de las olas mientras empezaba a relajarse.
Aria intentó reiniciar su Smarteye una vez más.
Y esta vez funcionó impecablemente.
Todos los iconos estaban de nuevo en su sitio, exactamente donde debían. El icono en el que aparecía Aria estrangulándose a sí misma se desplazó hasta el centro de la pantalla, y emitió un recordatorio parpadeante.
DOMINGO DE CANTO. 11 A. M.
Lo pinchó, y se escindió al instante. Frente a ella se ondulaba el telón carmesí de Teatro de la Ópera. Aria dio un paso al frente, acariciando el denso terciopelo. Nunca había visto que se moviera así, como un oleaje. Avanzó rozando la tela móvil, en busca de la costura central. Notaba que seguía ondulándose, que la rodeaba por completo. Ella daba vueltas y más vueltas, pero no encontraba la salida. Aterrada, separaba los brazos, pero la tela se hacía cada vez más áspera al tacto, como arenilla.
«¡Lumina!», gritaba, pero su madre no emitía ni un sonido. «¡Mamá!». Volvía a intentarlo. ¿Dónde había ido a parar su voz? Se agarró al telón y tiró de él con todas sus fuerzas. Finalmente logró soltarlo y empezó a girar, rodeándola como un torbellino, metiéndole el pelo en los ojos, acercándose más y más. Pero ella no iba a permitir que la engullera. Aria contó hasta tres y se sumergió en aquella masa que giraba y giraba.
Al instante apareció en el centro del escenario. Lumina estaba sentada en su butaca habitual, en la primera fila. ¿Por qué parecía tan lejana, como si se encontrara a un kilómetro de distancia? ¿Qué clase de Reino era ese?
—¿Mamá? —Aria seguía sin oír su voz—. ¡Mamá!
—Sabía que vendrías —dijo su madre, pero su sonrisa se disipó al momento—. Aria, ¿esto es otra broma?
¿Una broma? Aria bajó la vista. Iba vestida con ropa de camuflaje del ejército. Allí, en un elegante teatro de ópera.
«¡No, mamá!».
Habría querido contarle a Lumina lo que había ocurrido. Hablarle de Soren y del Cónsul Hess. Decirle que la habían dejado ahí fuera con el Salvaje. Pero no le salían las palabras. Las lágrimas de desesperación le nublaban la vista. Bajó la cabeza, porque no quería que su madre se diera cuenta, y vio que sostenía un libro pequeño entre las manos. Era un libreto. La letra de la ópera. No sabía de dónde lo había sacado, ni desde cuándo lo tenía. Sobre el pergamino gastado se veían unas flores dibujadas con tinta, que se entrelazaban formando letras.
ARIA
El temor se apoderaba de ella. ¿Sería esa su propia historia? Abrió el libro, y al instante reconoció la imagen del interior. Una espiral de doble hélice girando sobre la página: el ADN.
—Es un regalo, Aria. —Lumina sonreía—. ¿No vas a cantar, Pájaro Cantor? Pero, por favor, nada de Cannibal Candy esta vez. Aunque, sin duda, fue divertido.
Aria quería gritar. Necesitaba decirle a su madre que lo sentía, y que estaba furiosa con ella, y que dónde estaba. ¿Dónde estaba? Aria lo intentaba una y otra vez, pero no lograba pronunciar palabra. No oía siquiera su propia respiración.
—Ya entiendo —dijo Lumina. Se puso de pie y se alisó el vestido negro—. Esperaba que hubieras cambiado de opinión. Volveré cuando estés lista —añadió, antes de desaparecer.
Los dorados del salón deslumbraban a Aria, que parpadeó.
—¿Mamá? —Su voz la sorprendió—. ¡Mamá! —gritó, pero ya era demasiado tarde. Permaneció un rato más sobre el escenario, percibiendo la inmensidad de la platea, su vacío, sintiéndola también en su interior con tal intensidad que le pareció que estaba a punto de explotar. No sabía cuándo empezó a gritar. Pero ya no sabía cómo parar. El sonido que brotaba de ella era cada vez más agudo, y parecía no tener fin. La Gran Araña del techo temblaba, y al temblor se sumaban las columnas doradas y los palcos. Y después, de pronto, las paredes y los asientos se desplomaron, y las molduras doradas y los terciopelos rojos salieron disparados por todas partes.
Aria se incorporó hacia arriba, aferrada al colchón raído que tenía debajo. El Smarteye reposaba en la palma de su mano, húmedo del sudor de su pesadilla.
El forastero entró en la casa un instante después. La miró con desconfianza mientras le entregaba un pedazo de carne, y volvió a irse. Aria comió, demasiado aturdida para comprender lo que acababa de ocurrir. Había soñado. Ahora tanto su cuerpo como su mente le resultaban ajenos.
Oía al Salvaje moviéndose entre los cascotes del exterior: piedras que caían al suelo con un ruido sordo, o sobre otras piedras, produciendo chasquidos secos. Pasaron varias horas hasta que regresó con la manta azul atada a su cuerpo como si fuera un bolso.
La dejó en el suelo sin decir nada y extendió su contenido, compuesto por un montón de objetos raros. Un anillo salió rodando sobre la lana y tardó unos segundos en detenerse. Ella tuvo tiempo de fijarse en una gema azul encajada sobre el disco de oro, antes de que él lo recogiera y lo guardara en el macuto. Entonces él se sentó en cuclillas y carraspeó.
—He encontrado algunas cosas… para ti. Un abrigo. Es de pelo de lobo. Hará más frío a medida que ascendamos por la montaña, y esto te abrigará. —La miró un instante antes de clavar de nuevo la vista en el montículo—. Estas botas están en buen estado. Un poco grandes, pero creo que te irán bien. Las ropas están limpias. Hervidas. —Una sonrisa fugaz recorrió sus labios, pero no alzó la mirada—. Son para… para lo que tú quieras hacer con ellas. Y hay otras cosas. He traído lo que he podido.
Ella se fijó en aquel surtido variopinto, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. El abrigo era de piel, viejísimo, desgastado, y con unos agujeros tan grandes que habría podido pasar los dedos por ellos, pero, en efecto, estaba forrado de un pelo grisáceo. También había una gorra negra, de punto, con algunas plumas metidas entre la lana tejida. Y un pedazo de cuero con hebilla que parecía haber formado parte de una brida de caballo, pero que le serviría de cinturón, mejor que la venda que había usado hasta entonces. El Salvaje se había pasado horas buscando todo aquello. Desenterrándolo. Lo mismo que con el agua y con las raíces de cardo.
—Lo que me dijiste sobre mis marcas… mis tatuajes —prosiguió él—. No ibas desencaminada. —Levantó la mirada, y sus ojos se encontraron—. Me llamo Peregrino. Como el halcón peregrino. Pero me llaman Perry.
Así que tenía nombre. Peregrino. Perry. Nueva información que considerar. ¿Le pegaba? ¿Significaba algo? Pero Aria descubrió que no se atrevía siquiera a mirarlo a la cara. Un Salvaje había tenido que explicarle que estaba menstruando. Se mordió el labio inferior hasta que sintió el sabor de la sangre. Se le nubló la vista. Hasta hacía poco tiempo no le había dado demasiada importancia a la sangre. Y ahora, en cambio, no había manera de olvidarse de ella.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó—. ¿Por qué has ido a buscarme todo esto?
Si había recogido todas aquellas cosas para ella y le había dicho cómo se llamaba tenía que ser porque sentía lástima de ella.
—Lo necesitabas. —Se pasó una mano por la nuca. Después se sentó, apoyó los brazos largos en las rodillas y entrelazó los dedos—. Esta mañana creías que te morías. Pero de todos modos me has entregado el dispositivo ocular. Estabas dispuesta a dármelo por tu propia voluntad.
Aria cogió una piedra. Había empezado a adquirir la costumbre de alinearlas. Por colores. Por tamaños. Por formas. A buscar un sentido en aquella naturaleza aleatoria que en un primer momento le había causado admiración. Ahora observaba aquel fragmento de conglomerado que sostenía en la mano y se preguntaba por qué se habría molestado en guardar algo tan feo y tan poco definido.
Lo cierto es que no sabía si le había entregado el Smarteye al forastero en un gesto de nobleza, exactamente. Tal vez. Pero quizá lo hubiera hecho porque sabía que había acertado con los caníbales. Y era cierto: le había salvado la vida. Tres veces.
—Gracias.
A pesar de su empeño, el agradecimiento no sonó demasiado sincero. Ella sabía que necesitaba aquellas cosas, y que necesitaba su ayuda. Pero habría preferido no necesitar nada.
Él asintió.
Permanecieron un rato en silencio. La luz del éter se colaba en la casa decrépita y ahuyentaba las sombras. A pesar del cansancio, los sentidos de Aria se llenaron del frescor del aire acariciándole el rostro. Del peso de la piedra que reposaba en su mano. Del olor polvoriento que envolvía al Salvaje. Aria se oía su propia respiración, y percibía la fuerza silenciosa de la atención de Perry. Se sentía plenamente allí, donde estaba. Con él. Consigo misma.
Jamás había sentido algo así.
—Mi pueblo celebra el primer sangrado —dijo él transcurrido un momento, con voz dulce y profunda—. Las mujeres de la tribu preparan un banquete. Le llevan regalos a la niña… a la mujer. Pasan la noche con ella, todas en la misma casa. Y… después no sé qué ocurre. Mi hermana dice que se explican historias, pero no sé qué historias son. Creo que se cuentan lo que significa sangrar… los cambios que experimenta la mujer.
Aria se sonrojó. Ella no quería cambiar. Quería regresar a casa intacta.
—¿Qué puede significar? Lo mire como lo mire, a mí me parece algo horrible.
—Ahora ya puedes tener hijos.
—¡Eso es absolutamente primitivo! Donde yo vivo, los niños son «especiales». Todos y cada uno de ellos se crean cuidadosamente. Nada de experimentos aleatorios. Se piensa muchísimo antes de crear a una persona. No podéis ni haceros una idea.
Demasiado tarde. Recordó que el Salvaje pretendía rescatar a un niño. Le había fabricado unos zapatos a ella. Había asesinado a tres hombres. Le había salvado la vida. El forastero lo había hecho todo por el niño. Era evidente que allí también se preocupaban mucho por los niños, pero ella ya no estaba a tiempo de retirar sus palabras.
No sabía bien por qué le importaba tanto. Ese hombre era un asesino lleno de cicatrices. Iba cubierto de señales de violencia. ¿Qué más daba que se hubiera mostrado insensible con un asesino?
—No era la primera vez que matabas a alguien, ¿verdad? —Ella ya conocía la respuesta, pero necesitaba oír que él respondía «no». Necesitaba que le dijera algo que le quitara aquella sensación de náusea que sentía cada vez que recordaba lo que había hecho a aquellos tres hombres.
Él no dijo nada. Nunca contestaba a sus preguntas, y ella ya estaba cansada. Cansada de sus ojos silenciosos, penetrantes.
—¿A cuántas personas has matado? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Llevas la cuenta, más o menos? —Aria alzó la voz para desahogarse. Se puso en pie y se acercó al umbral. Pero no se detuvo. No podía parar.
—Porque si la llevas, a Soren no lo cuentes. Aunque lo intentaste, a él no llegaste a matarlo. Le partiste la mandíbula. ¡Se la partiste! Pero tal vez con Ruina, Eco y Cachemira sí aumente tu cuenta.
El Salvaje habló entre dientes.
—¿Tienes idea de lo que habría ocurrido si no hubiera estado allí esa noche? ¿Y ayer?
Sí, tenía cierta idea. El miedo volvió a apoderarse de ella. El miedo a aquellos hombres que parecían amables pero que comían carne humana. El miedo a las horas espantosas que había pasado corriendo sola, buscando el Monte de la Flecha, sin saber si avanzaba en la dirección correcta en medio de la oscuridad. Ella lo criticaba sin piedad, pero conocía muy bien el origen de su enfado. Ya no se fiaba de su propio criterio. ¿Qué sabía ella, allí, en el exterior? Si incluso las bayas podían matar…
—¿Y qué? —gritó, poniéndose en pie—. ¿Y qué si me salvaste la vida? ¡Te fuiste! ¿Crees que eso te convierte en buena persona? ¿Salvar a una y matar a otras tres? ¿Traerme todas estas cosas? ¿Decirme cosas? ¿Cosas como que es un honor lo que me está ocurriendo? ¡No es ningún honor! ¡Esto no debería ocurrir! ¡Yo no soy un animal! —Esto último lo dijo ahogando un sollozo—. No he olvidado lo que hiciste con esos hombres. Y no lo olvidaré.
Él soltó una carcajada amarga.
—Si así te sientes mejor, yo tampoco lo olvidaré.
—¿Pero tú tienes conciencia? Qué conmovedor. Lo siento, me he equivocado. Lo había interpretado mal.
El Salvaje recorrió en un instante la distancia que los separaba. Aria se vio alzando la vista y se tropezó con unos ojos verdes, furiosos.
—Tú no sabes nada de mí.
Lo que ella sabía era que él se había llevado la mano al puñal. A Aria, el corazón le latía con tal fuerza que retumbaba en sus oídos.
—Si quisieras matarme, ya lo habrías hecho. Tú no atacas a mujeres.
—En eso te equivocas, Topo. No sería la primera vez que mato a una mujer. O sea que sigue hablando y tal vez seas la segunda.
Ella no pudo reprimir otro sollozo. Aquel hombre decía la verdad.
Él se volvió hacia Aria y se detuvo un momento.
—Los cuervajos se vengarán —dijo—. Si vienes conmigo, tenemos que salir ahora. Avanzar a oscuras.
Cuando se alejó, ella permaneció un momento de pie, intentando recobrar el aliento, asimilando todo lo que acababa de ocurrir. Lo que había dicho, lo que él había reconocido. No quería ni pensar en lo que hacían los caníbales para vengarse. Ni en que el forastero había acabado con la vida de una mujer.
Aria bajó la mirada y la fijó en la manta azul. Siguió mirándola mientras se calmaba, mientras remitían las ganas de gritar y de llorar.
Botas. Al menos tenía unas botas.