Peregrino
—NO, no, no. —Aria negaba con la cabeza, con los ojos muy abiertos, aterrorizada—. ¿Qué es lo que acaba de pasar?
Perry se acercó corriendo a ella, resbalando sobre la grava suelta.
—¿Estás herida?
Ella se apartó.
—¡No te me acerques! ¡No me toques! —Se llevó la mano al estómago—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué acabas de hacer?
En el aire fresco de la noche, todos los olores llegaban hasta Perry con gran nitidez. Sangre y humo. Su miedo, que era como el fuego. Y algo más. Un sabor amargo intenso. Aspiró hondo para rastrearlo, y descubrió de dónde provenía. Unas marcas oscuras manchaban la pechera de la camisa de la chica.
—¿Qué es eso? —le preguntó.
Ella apartó el rostro, como si esperara ver a alguien. Perry le agarró la camisa con el puño. Y ella le propinó un puñetazo en la barbilla.
—¡Quédate quieta! —Le sujetó la muñeca y le levantó la camisa, para oler mejor. No podía creerlo.
—¿Por eso has salido de la cueva? ¿Te has ido a buscar bayas?
Y entonces se dio cuenta de que volvía a llevar puesto el dispositivo ocular. Aquellos hombres podrían habérselo quitado. ¿Cómo habrían podido recuperar a Garra entonces? Ella forcejeó y logró soltarse.
—Los has matado —balbució ella con labios temblorosos—. ¡Mira lo que has hecho!
Perry se llevó el puño a los labios y se alejó de ella. No respondía de sus actos si se mantenía cerca. Se había cruzado con el olor de los cuervajos poco después de dejarla en la cueva. Perry sabía que se dirigían hacia el refugio que proporcionaba la cueva. Había tomado otro sendero, había corrido para llegar lo antes posible, pero había encontrado la cueva vacía. Cuando por fin dio con el rastro de la chica y lo siguió, ya era demasiado tarde: ella lo había llevado de nuevo hasta la cueva.
Perry daba vueltas y más vueltas alrededor de la residente.
—Qué tonta. ¡Te dije que te quedaras aquí! ¡Y tú sales a buscar bayas venenosas!
Ella negó con la cabeza, y dejó de mirar, incrédula, el cadáver del cuervajo para mirarlo a él.
—¿Cómo has podido? Ellos solo querían compartir sus alimentos con nosotros… Y tú acabas de matarlos.
Perry empezaba a sobreponerse de la descarga de energía, y se echó a temblar. Ella no sabía qué era lo que había olido en aquellos hombres. Ansiaban tanto devorar su carne que el olor de esas ansias se le había metido en las fosas nasales.
—Tonta. Tú ibas a ser su alimento.
—No, no. No me han hecho nada. Y tú has empezado a dispararles flechas sin motivo. Todo esto lo has hecho tú. Eres peor que mis cuentos, Salvaje. Eres un monstruo.
—¡Esta es la tercera vez que te salvo la vida y tú me llamas monstruo! —Debía alejarse de aquella mujer. Alargó el brazo en la oscuridad, señalando hacia el este.
—El Monte de la Flecha está al otro lado de esas montañas. Camina durante tres horas en esa dirección. Veamos cómo te las apañas sola, Topo.
Se volvió y se alejó corriendo, y al momento se internó en el bosque. Pisaba la tierra con fuerza, para conjurar la rabia que sentía, pero tras recorrer varios kilómetros aminoró el paso. Quería dejarla, pero no podía. Ella tenía el Smarteye. Y era una topo que vivía en mundos falsos. ¿Qué sabía ella de vivir a la intemperie?
Regresó por el mismo camino y la encontró, pero se mantuvo a una distancia prudencial para que ella no lo viera. Estaba aferrada al puñal de Garra. Perry se maldijo a sí mismo. ¿Cómo había podido olvidar ese detalle? La vio avanzar entre los árboles del bosque con gran cautela, en silencio. Al cabo de un rato constató que no se desviaba de su rumbo, que era capaz de avanzar en línea recta. Habría preferido descubrirla aterrorizada. Pero no lo estaba, y aquello lo asombraba todavía más. Como solo le quedaba una breve distancia para llegar, decidió seguir corriendo el resto del camino.
Todavía era oscuro cuando llegó al recinto de los Atunes Rojos. Perry contuvo el aliento al contemplar la impresionante escena que se desarrollaba frente a él. El recinto no se parecía en nada al ajetreado asentamiento que había visitado hacía un año. Ahora se encontraba destrozado. Abandonado. Todos los olores que desprendía eran tenues, viejos; un esqueleto patas arriba a los pies del Monte de la Flecha.
Las tormentas de éter y los incendios habían arrasado todas las casas menos una, pero a él le bastaba con esa. No tenía puerta, y parte del tejado había desaparecido. Dejó el macuto en el umbral para saber dónde encontrarlo luego. Entró en la vivienda y se dejó caer sobre el desvencijado colchón de paja. Sobre él, las vigas del techo caído sobresalían como costillas.
Se cubrió los ojos con el antebrazo.
¿La habría dejado sola antes de tiempo?
¿Se habría perdido?
¿Dónde estaba?
Finalmente, oyó unos pasos débiles. Cuando miró hacia la puerta vio que, en ese preciso momento, la chica apoyaba la cabeza en el macuto. Entonces cerró los ojos y se durmió.
• • •
Al día siguiente salió al exterior sin hacer ruido. El cuerpo de la chica, cubierto con el uniforme de camuflaje, seguía acurrucado contra una pared, iluminado por la luz turbia de aquel cielo encapotado. El pelo negro le cubría parte del rostro, pero observó que se había quitado el dispositivo. Lo sostenía en la mano, como si se tratara de una de las piedras que había recogido. Después se fijó en sus pies. Sucios. Húmedos de sangre. Había zonas sin piel, en carne viva. Las cubiertas de los libros debían de habérsele roto después de que la dejara sola.
¿Qué le había hecho?
Ella se agitó un poco, y lo miró con los ojos entrecerrados antes de incorporarse y apoyar la espalda en la pared.
Perry se agitó un poco, inquieto, sin saber bien qué decir. Casi al momento le llegó una bocanada de su estado de ánimo, que lo alarmó.
—Aria, ¿qué te pasa?
Ella se puso en pie, con movimientos lentos, derrotados.
—Me estoy muriendo. Me estoy desangrando.
Perry bajó la mirada.
—No, no por los pies.
—¿Te has comido esas bayas?
—No. —Extendió la mano—. Será mejor que te lo quedes tú. Tal vez a ti te sirva para encontrar al niño que estás buscando.
Perry cerró los ojos y aspiró hondo. Su olor había cambiado. El perfume rancio y mohoso de la residente había desaparecido casi por completo. Su piel desprendía una nueva fragancia al aire, débil pero inconfundible. Por primera vez desde que la conocía, su carne olía a algo que él reconocía, a algo femenino y dulce.
Olía a violetas.
Dio un paso atrás, y al caer en la cuenta de lo que sucedía soltó una maldición.
—Tú no te estás muriendo… ¿De verdad no sabes qué es?
—Yo ya no sé nada.
Perry bajó la mirada y aspiró una vez más, disipando todas las dudas.
—Aria… es tu primera sangre.