15

Aria

ARIA hacía esfuerzos por seguir el ritmo del forastero ese segundo día. Los pies le dolían cada vez más. «A partir de ahora, será distinto», le había dicho. Pero no lo había sido. Las horas transcurrían igual que el día anterior. Sufrimiento físico constante. Dolores de cabeza intermitentes.

Había renunciado a hablar con el forastero. Avanzaban en silencio, y el único sonido que se oía era el de las cubiertas de los libros, que crujían al contacto con el suelo. Le había costado reprimir la risa al ver que el título era La Odisea. No era, desde luego, un buen presagio para su travesía. Pero por el momento no se había encontrado con sirenas ni con cíclopes, solo con unas colinas peladas, salpicadas de grupos de árboles. Ella, que había creído que habría mucho que temer ahí fuera, y resultaba que su compañía era lo que más miedo le daba.

Hacia el mediodía pasaron una hora cavando con unas piedras planas. Al parecer, el forastero había encontrado agua un palmo por debajo del nivel del suelo. Llenaron los pellejos y comieron en silencio. Al terminar, permanecieron sentados un rato. El éter se movía tranquilamente sobre ellos. El forastero alzó la vista, escrutando el cielo. A lo largo del día había hecho lo mismo varias veces. Lo estudiaba con gran intensidad. Como si en él hallara algún significado.

Aria alineó frente a ella su colección de piedras. Ya había recogido quince. Se fijó en que tenía las uñas sucias. ¿Era posible que le hubieran crecido? No, no podía ser. Se suponía que las uñas no crecían. El crecimiento de uñas era algo obsoleto. Como no servía de nada, lo habían suprimido.

El forastero extrajo una piedra plana del macuto y empezó a afilar el puñal. Aria lo miraba con el rabillo del ojo. Tenía las manos anchas, los huesos grandes. Hacían pasar el filo por la superficie lisa con movimientos rítmicos, firmes. El metal silbaba a intervalos constantes. Su mirada se desplazó más arriba. La luz del día iluminaba los pelos rubios que le crecían sobre la mandíbula. El vello facial era otro rasgo del que los ingenieros genéticos se habían librado. Las manos del forastero detuvieron su movimiento. Alzó la vista, un breve destello verde. Después guardó las cosas y reemprendió la marcha.

El silencio era tal que Aria no dejaba de dar vueltas a sus pensamientos. Y no eran precisamente positivos. Su entusiasmo al encontrar el Smarteye se había esfumado. Durante el día anterior, había intentado distraerse observando el paisaje, pero aquello ya no le servía. Añoraba a Cachemira y a Caleb. Pensaba en su madre y en el mensaje para «Pájaro Cantor». Le preocupaba que los pies llegaran a infectársele. Cada vez que sentía dolor de cabeza, imaginaba que era el primer síntoma de una enfermedad que acabaría matándola.

Aria quería volver a sentirse ella misma. Una chica que buscaba la mejor música por los Reinos, y que aburría a sus amigos con hechos sobre temas intrascendentes. Allí, en cambio, era la chica que llevaba unos zapatos fabricados con cubiertas de libros. Una chica que, si quería seguir con vida, se veía condenada a caminar sobre colinas, acompañada de un Salvaje mudo.

Se inventó una melodía que expresara todo el temor y el desamparo que sentía en su interior. Una música triste y terrible que era su secreto, y que cantaba solo en la intimidad de sus pensamientos. Aria odiaba aquella melodía. Y odiaba todavía más saber lo mucho que la necesitaba. Se juró que cuando volviera a reunirse con Lumina dejaría esa parte patética de sí misma allí, en el exterior, donde pertenecía. Y nunca volvería a cantar aquella triste melodía.

Esa noche se desplomó antes de que el forastero hubiera encendido la hoguera, y se envolvió en la manta azul de lana. Apoyó la cabeza en el macuto de cuero del Salvaje, y descubrió que sus ganas de disponer de una almohada eran mayores que su miedo a la suciedad.

Jamás había experimentado tanto dolor. Nunca se había sentido tan cansada. Esperaba que solo fuera cansancio. Que solo estuviera agotada, y no sucumbiendo a la Tienda de la Muerte.

• • •

La mañana del tercer día de su viaje, el forastero dividió lo poco que quedaba de la comida que se había llevado de la cueva. Comió, evitando mirarla, como de costumbre. Aria meneaba la cabeza: le parecía maleducado, frío y extrañamente animal, con aquellos ojos verdes relampagueantes y aquellos dientes de lobo, pero, milagrosamente, habían llegado a un pacto. Su encuentro con él podría haberle salido mucho peor.

Aria mordisqueaba un higo seco mientras hacía inventario de todas sus dolencias: dolor de cabeza, de músculos varios, y calambres en el vientre. Ya ni se atrevía a mirarse las plantas de los pies.

—Más tarde tendré que ir a cazar algo —declaró el forastero, revolviendo los carbones de la hoguera con un palo. La mañana era más fresca. Gradualmente, habían ido ascendiendo, y ahora se encontraban en un terreno más elevado. Él se había puesto una camisa de manga larga bajo el chaleco de cuero. Era de un blanco desvaído, raída, deshilachada y con remiendos. Parecía la prenda del superviviente de un naufragio, pero a ella no le resultaba tan incómodo mirarlo así, vestido.

—Bien —dijo, frunciendo el ceño. «Monosilabismo». Una enfermedad de los forasteros. Y ella se había infectado.

—Hoy nos trasladaremos a la montaña —anunció él, con la vista clavada en el suelo—. Muy lejos del territorio de mi hermano.

Aria se abrigó más con la manta. ¿Tenía un hermano? No sabía por qué, pero le costaba imaginarlo. Tal vez porque no había visto rastro alguno de otros forasteros, Y no tenía ni idea de que la tierra externa estuviera sujeta a divisiones.

—¿Territorio? ¿Es duque, o algo así?

A él se le arquearon ligeramente las comisuras de los labios.

—Algo así.

Aquello sí que era genial. Se había tropezado con un príncipe de los Salvajes. «No te rías —se dijo—. No te rías, Aria». Él se estaba mostrando muy parlanchín, comparado con otras veces, y a ella le hacía falta hablar con alguien. O escuchar. No soportaría un día más de silencio, con la mente ocupada tan solo por aquella melodía que la recorría como un fantasma.

—Hay territorios —prosiguió él—. Y hay tierras abiertas, donde vagan los dispersados.

—¿Quiénes son los «dispersados»?

Él entrecerró los ojos, molesto por la interrupción.

—Gente que vive al margen de la protección de las tribus. Nómadas que se desplazan en pequeños grupos, o solos. En busca de alimento y refugio… Personas que solo persiguen sobrevivir. —Hizo una pausa, y echó los hombros hacia atrás—. Las tribus más grandes reclaman territorios. Mi hermano es un Señor de la Sangre. Gobierna mi tribu, la de los Mareas.

«Señor de la Sangre». Qué mal sonaba ese título.

—¿Y tú estás unido a tu hermano?

Él concentró la mirada en la rama que sostenía entre las manos.

—Lo estuve, antes. Ahora quiere matarme.

Aria se quedó petrificada.

—¿Hablas en serio?

—Eso mismo ya me lo has preguntado antes. ¿Es que los residentes solo habláis en broma?

—No solo —respondió ella—. Pero sí lo hacemos.

Aria supuso que él haría algún comentario despectivo, burlón. Se hacía una idea de lo difícil que debía ser su vida, si para encontrar un poco de agua turbia debía cavar durante más de una hora. No, no parecían divertirse mucho por allí. Pero el forastero no dijo nada. Arrojó la rama al fuego, se echó hacia delante y apoyó los brazos en las rodillas. Aria se preguntaba qué vería en aquellas llamas. ¿Buscaría en ellas al niño?

Aria no entendía por qué habían secuestrado a un niño forastero. Las Cápsulas controlaban con gran rigor a sus poblaciones. Todo debía estar regulado. ¿Por qué iban a malgastar unos recursos muy costosos en un niño Salvaje?

El forastero recogió el arco y las flechas y se las colgó al hombro.

—Una vez crucemos las montañas, nada de charlas. Ni una palabra, ¿entiendes?

—¿Por qué? ¿Qué es lo que hay ahí?

Los ojos del Salvaje, siempre brillantes, resplandecieron como faros verdes en el amanecer neblinoso.

—Lo que hay ahí es lo que te han contado. Todas tus historias.

• • •

Tan pronto como partieron esa mañana, Aria supo que ese día sería distinto.

Hasta ese día, el forastero se había mostrado distante, y, a pesar de su corpulencia, se movía con gran agilidad. Pero ahora avanzaba despacio, con cautela, observándolo todo. El dolor de cabeza que aparecía de manera intermitente desde que le habían arrancado el Smarteye parecía haberse instalado definitivamente: era como si un silbido estridente resonara en sus oídos. Las suelas de las sandalias resbalaban al contacto de las pendientes rocosas, y las ampollas de los pies no hacían sino empeorar. El forastero no dejaba de volver la vista atrás para controlarla, pero ella no lo miraba a los ojos. Le había prometido que no se rezagaría, y pensaba cumplir su promesa. ¿Qué otras opciones le quedaban?

Hacia mediodía, sus pies empezaron a exudar una desagradable combinación de sangre y pus. Para poder seguir caminando, Aria debía morderse los labios por dentro. Y así, al cabo de un rato también empezó a sangrarle la boca.

Entraron en un bosque, y la pendiente se hizo menos pronunciada, lo que proporcionó algo de alivio a sus músculos. Estaba recordando la última vez que había estado bajo unos árboles —durante la persecución de Soren a Cachemira— cuando, sin transición, llegaron a un campo abierto.

Aria se detuvo junto al forastero, observando una extensa llanura gris, casi plateada, y absolutamente desolada. No veía ni una rama, ni una sola brizna de hierba. Solo el parpadeo dorado de unos rescoldos esparcidos aquí y allá, algunos trazos de humo que se elevaba, suavemente, en diversos puntos. Al momento supo que se trataba de las cicatrices dejadas por una tormenta de éter.

El forastero se llevó un dedo a los labios, pidiéndole silencio. Se acercó la mano al cinto y, despacio, desenvainó el puñal, haciéndole un gesto para que no se alejara. «¿Qué pasa? —habría querido preguntarle—. ¿Qué ves?». Pero mientras avanzaban despacio entre los árboles, se obligaba a sí misma a no hablar.

Hasta que se encontraba a menos de cuatro metros de distancia no vio a la persona acurrucada en el nudo de un tronco, descalza y vestida con ropas harapientas. No supo si se trataba de un hombre o de una mujer. Tenía la piel demasiado arrugada y sucia para distinguirlo. De unos mechones de pelo amarillento sobresalían unos ojos de búho. En un primer momento, a Aria le pareció que aquel ser sonreía, pero después se dio cuenta de que no tenía labios y que, por tanto, no podía ocultar sus dientes marrones y mellados. De no haber sido por la expresión de pánico de sus ojos, bien habría podido ser un cadáver.

Aria no podía dejar de mirarla. La criatura del árbol alzó la cabeza, y la saliva que le resbalaba por la barbilla reflejó la claridad del día. Posando los ojos en el forastero, emitió un alarido raro, desesperado. Un sonido inhumano, que de todos modos Aria entendió. Se trataba de un grito de clemencia.

El forastero le tocó el brazo. Aria dio un respingo, pero al momento se dio cuenta de que le indicaba que siguiera avanzando. Durante la hora siguiente no consiguió apaciguar los latidos de su corazón. Sentía aquellos ojos saltones clavados en ella, oía el eco de aquel espantoso alarido. Las preguntas se agolpaban en su mente. Quería comprender por qué una persona podía llegar a convertirse en algo así. Cómo podía alguien sobrevivir tan solo y horrorizado. Pero se mantenía en silencio, pues comprendía que hablar era peligroso.

Sin saber bien cómo, había empezado a pensar que el forastero y ella estaban solos en aquel mundo despoblado. Pero no lo estaban. Ahora se preguntaba qué otras cosas había ahí fuera.

Encontraron otra cueva a media tarde. Era húmeda y estaba atravesada de formaciones que recordaban la cera fundida. Apestaba a sulfuro. El suelo estaba cubierto de restos de plástico y huesos.

El forastero dejó en él el macuto.

—Me voy a cazar —dijo en voz baja—. Regresaré antes de que oscurezca.

—No pienso quedarme aquí sola. ¿Qué era eso?

—Ya te he hablado de los dispersados.

—Bueno, de todos modos no pienso quedarme aquí. No puedes dejarme sola con ese dispersado merodeando por aquí.

—«Eso» es lo que menos debe preocuparnos. Además, lo dejamos muy atrás.

—No haré ruido.

—Siempre se hace algo de ruido. Escúchame, tenemos que comer, y yo no puedo cazar si te tengo detrás moviéndote de un lado a otro.

—He visto unas bayas en el camino. Hemos pasado junto a un arbusto lleno de frutos.

—Tú quédate aquí —dijo él en un tono más imperioso—. A tus pies les irá bien descansar.

Metió la mano en el macuto, sacó un puñal y se lo alargó por la empuñadura.

Era un puñal pequeño, no el otro, más largo, que le había visto afilar. Tenía plumas talladas en el mango de hueso. Al verlo, pensó que era absurdo decorar un instrumento tan siniestro.

—No sé qué hacer con esto.

—Blándelo de un lado a otro y grita, Topo. Lo más fuerte que puedas. No hace falta que hagas nada más.

• • •

La oscuridad llegó a la cueva mucho antes de que cayera la noche en el exterior. Aria se trasladó a la entrada y escuchó aquel silencio extraño, que se mezclaba con el pitido que seguía resonando en sus oídos. La cueva se encontraba en una pendiente. Observó los árboles de alrededor, forzando la vista en busca de personas acurrucadas en troncos huecos. No vio a nadie. Algunos árboles carecían de hojas, y se veían desnudos. Se preguntó por qué unos crecían y otros morían. ¿Era por la tierra? ¿O era el éter, que escogía a algunos para carbonizarlos? No veía ninguna razón en ello. Ahí fuera, nada parecía tener sentido.

Se moría de ganas de hablar con alguien. Con quien fuera. En ese momento necesitaba estar acompañada, porque estando sola se ponía a pensar en aquella persona del árbol. Cuando oyó unos crujidos al fondo de la cueva, abrió el macuto del forastero y rebuscó en él hasta encontrar el Smarteye. No funcionaba, pero tal vez llevarlo puesto la calmara, como había hecho el primer día. Además, de ese modo lograría que el forastero se enfadara. Y eso ya era algo.

Regresó a la entrada de la cueva y se colocó el dispositivo, que se aferró con fuerza a su piel y tiró de la órbita ocular causándole una sensación desagradable. Contuvo la respiración unos segundos, rezando por que se activara la Smartscreen. El mensaje de su madre. Algo. Pero, claro está, nadie había reparado el Ojo todavía.

«Cachemira —fingió que decía a través del Ojo. Cachemira estaba muerta. Todavía no se lo creía. De pronto, empezó a llorar—. Como ya estoy fingiendo, voy a fingir que sigues viva y que todo esto es una gran broma. Un Reino de Bromas Pesadas. Pero esta lo es tanto que tendrían que suprimirla. Estoy en una cueva, Cachemira. A ti te parecería horrible. A mí también me lo parece. —Se secó las lágrimas con la manga—. Esta es la segunda cueva en la que he estado. Apesta a huevos podridos. Y se oyen ruidos. Ruidos como de algo que se arrastra. Pero la primera cueva no estaba tan mal. No era tan grande, y era más cálida. ¿Puedes creerte que tengo una cueva favorita? Cachemira, la verdad es que ahora mismo no estoy demasiado bien…».

El llanto había hecho que el dolor de cabeza se le clavara en los ojos, y sabía, estaba segura de que aquella cosa que habían visto en el árbol se encontraba en la cueva y avanzaba arrastrándose hacia ella. Se imaginó aquella mirada fija, y la boca retorcida con todos aquellos dientes y las babas brillantes.

Aria agarró el puñal y salió corriendo al exterior.

Silencio.

Olisqueó, y miró a su alrededor. Allí no había personas de los árboles. Solo el bosque. La cueva acechaba tras ella. No pensaba volver a entrar ahí.

Inició el descenso por la ladera, consciente en todo momento del puñal que sostenía. Encontró sin problemas el arbusto de las bayas. Sonriendo, se metió tantas como pudo en los bolsillos de los pantalones del ejército, y con los faldones de la camisa formó un cuenco y se llevó más.

Imaginó lo que diría el forastero cuando las viera. Seguro que sería una sola palabra. Pero se daría cuenta de que ella servía para algo más que para quedarse ahí sin hacer nada. Aria subió deprisa por la colina, y mientras lo hacía pensaba que, a partir de ese momento, asumiría el control de todo lo que pudiera. Estaba cansada de sentirse inútil.

Suponía que no se había ausentado más de media hora, pero anochecía por momentos. Primero le llegó el olor a humo, y después vio la pálida columna más adelante, recortándose en el cielo azul oscuro. El forastero había regresado. Ella estuvo a punto de llamarlo con un grito, de presumir desde lejos de su cosecha de bayas. Pero decidió que era mejor darle una sorpresa.

Se detuvo en seco a pocos metros de la cueva. El humo ascendía desde lo alto de la espaciosa entrada, como una cascada invertida. Desde el interior llegaban las voces de varios hombres. No reconoció ninguna. Retrocedió lo más silenciosamente que pudo. El corazón le latía con fuerza. Como seguía oyendo aquel pitido en su cerebro, no estaba segura de si hacía mucho o poco ruido. Pero lo descubrió cuando tres perfiles se recortaron frente a la cueva.

—Rata… ¿Eso es una residente? —dijo uno.

—En efecto, lo es —respondió el otro. Era flaco y calvo, y tenía una nariz grande y afilada que despejaba cualquier duda sobre el origen de su nombre—. Te has alejado mucho de casa, ¿verdad, niña?

Aria oyó un campanilleo y, al momento, sus ojos se desplazaron a la cintura de Rata. De su cinturón colgaban varias campanillas, que brillaban a la luz tenue. Y que sonaban a cada paso que daba.

—No siga. —Recordó que contaba con el puñal. Iba a levantarlo cuando vio que ya lo empuñaba con fuerza, delante de ella. Lo levantó un poco más—. No se me acerque.

Rata sonrió, mostrándole unos dientes que parecían afilados expresamente para que terminaran en punta.

—Tranquila, niña. No vamos a hacerte daño. ¿Verdad, Zancadilla?

—No, no te haremos daño —reiteró este. Llevaba unos tatuajes muy elaborados alrededor de los ojos, como si se tratara de bordados. Parecía alguien salido de algún Reino de Carnaval—. Nunca pensé que vería a un topo.

—Vivo, no —dijo Rata—. ¿Qué estás haciendo aquí, niña?

Aria se fijó entonces en el hombre-cuervo, que había empezado a aproximarse, avanzando en absoluto silencio. Aunque Rata y Zancadilla le daban miedo, el hombre-cuervo la asustaba todavía más. Sus dos compañeros quedaron en silencio al ver que se acercaba.

El hombre-cuervo medía casi dos metros. Tenía que inclinarse para verla. La máscara resultaba aterradora, el pico, curvo y afilado, hecho de cuero tensado y fijado a una estructura rígida. Las partes lisas eran del color de la piel, pero en las arrugas se adivinaba una tonalidad oscura, sucia. A través de los agujeros de aquella máscara Aria le veía los ojos. Eran azules, y claros como el cristal.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Aria. —Respondió porque le pareció que no podía no hacerlo.

—¿Adónde te diriges, Aria?

—A casa.

—Claro. —El hombre-cuervo ladeó la cabeza—. Lo siento, esto debe de asustarte.

Entonces se quitó la máscara, que quedó sujeta de un cordón de cuero que él movió para colocársela en la espalda. Era más joven de lo que esperaba. Apenas unos años mayor que ella, de pelo negro y aquellos ojos azules. Constató que, ahora que podía verle la cara, se sentía algo más tranquila.

Él sonrió.

—Mejor así, ¿verdad? Mi gente recibe la noche con gran ceremonia. Usamos máscaras para ahuyentar a los espíritus de la oscuridad. Mis amigos todavía no están iniciados, si lo estuvieran también llevarían máscaras. Me llamo Harris. Me alegro de conocerte, Aria.

Tenía una voz hermosa, grave, de barítono. Dedicó a Zancadilla y a Rata una mirada de reproche.

—Sí, eso, encantados de conocerte —dijeron ellos, ladeando la cabeza y haciendo sonar de nuevo las campanillas.

—Las campanillas también forman parte de la ceremonia —dijo Harris, viendo que Aria se fijaba en ellas.

—En las culturas antiguas se usaban las campanillas —dijo ella, y al momento se odió a sí misma por saber todas aquellas tonterías que no servían para nada, y por no ser capaz de mantener la boca cerrada cuando estaba nerviosa.

—He oído que lo hacían los tibetanos.

—Sí, ellos las usaban. —Aria no daba crédito. Un Salvaje que no solo sabía cavar huecos y encender hogueras. En su interior alumbró una chispa de esperanza—. Creían que las campanas representaban la sabiduría del vacío.

—He conocido a algunas personas con la mente hueca, pero yo no las llamaría sabias, precisamente. —Harris sonrió y miró a Zancadilla de reojo—. Para nosotros, las campanas emiten los sonidos de la ligereza y el bien. ¿Estás sola, Aria?

—No, vengo con un forastero.

Había oscurecido mucho, pero la luz tenue del éter le permitió ver que fruncía el ceño.

—Con uno como vosotros, quiero decir —rectificó, al darse cuenta de que ellos no se llamarían de ese modo a sí mismos.

—Ah… Mejor. Esta tierra es peligrosa. Estoy seguro de que tu acompañante ya te lo ha advertido.

—Sí. Lo ha hecho.

Zancadilla ahogó una risa.

—Casi me cago encima cuando he oído que nos espiabas.

Rata levantó más la nariz y olisqueó el aire. Y acto seguido dio un codazo a Zancadilla.

—¿Casi?

Harris sonrió, disculpándose.

—Tenemos comida de sobra, podemos compartirla. Y un fuego encendido. ¿Por qué no os quedáis con nosotros esta noche tú y tu compañero? Si creéis que podéis aguantar a estos dos.

—Me parece que será mejor que no, pero gracias. —Se dio cuenta que agarraba la empuñadura del cuchillo con tal fuerza que le dolían los nudillos. ¿Por qué lo tenía en la mano? Lo bajó al momento. Aunque, con la máscara puesta, Harris daba mucho miedo, sin ella parecía una persona amable. Mucho más que el forastero, del que no sabía siquiera el nombre. Y, además, Harris hablaba—. Bueno —dijo, pensándolo mejor—. Podría esperar a ver qué dice él.

—Yo digo que no.

Todos se volvieron al momento en dirección a la voz que provenía de lo alto de la colina. Era su forastero, apenas visible en le penumbra del anochecer.

Aria estaba a punto de llamarlo cuando oyó una especie de silbido, seguido del tintineo de las campanillas. Rata tropezó y cayó hacia atrás. Al menos eso fue lo que creyó Aria, hasta que vio un palo —no, una flecha—, clavada en su garganta.

Ya no pensó nada más. Se dio la vuelta y salió corriendo. Zancadilla la agarró por el brazo y la atrapó, arrebatándole el puñal. Acto seguido se lo acercó al cuello, mientras le doblaba un brazo y se lo levantaba por la espalda. Aria ahogó un grito al sentir el dolor en el hombro. El hedor que desprendía aquel hombre le revolvía el estómago.

—¡Baja el arco, o la mato! —gritó Zancadilla, y su voz se le clavó en el oído.

Ahora sí lo veía. El forastero se había acercado más. Se encontraba junto a la cueva, de perfil, con las piernas y los brazos en línea con el arco, un arma que cargaba desde hacía días pero que ella, por algún motivo, había olvidado. Se había quitado la camisa blanca, y el tono de su piel se confundía con el de los bosques oscuros.

—¡Haz lo que te dice! —le suplicó Aria. ¿Qué estaba haciendo? La noche se había apoderado de todo. Si disparaba, en lugar de alcanzar a Zancadilla la mataría a ella.

Vio que algo se movía a su izquierda. Harris había empezado a subir por la ladera en dirección al forastero. Ya no llevaba ninguna vara, sino un cuchillo largo en el que se reflejaba la luz del éter. Con paso decidido, cada vez se acercaba más a él. El forastero se mantenía inmóvil como una estatua: o bien no veía a Harris, o bien no le importaba.

Zancadilla, presa del pánico, respiraba entrecortadamente, y le echaba su aliento caliente en la oreja.

—¡Baja el arco! —gritó.

En esa ocasión Aria no vio nada, pero supo que el Salvaje había disparado otra flecha. Oyó un sonido sordo y después sintió que se iba hacia atrás. Cayó sobre Zancadilla, y el impulso la hizo rodar pendiente abajo. Al impactar con el suelo, sintió que la rodilla se golpeaba contra algo afilado.

Se puso en pie a pesar de la punzada de dolor que le recorría toda la pierna.

Su captor, tendido de costado, se retorcía con una flecha clavada en la mitad izquierda del pecho. Ella inició el ascenso por la pendiente, con el terror gritándole en los oídos. Había visto a gente luchar y practicar esgrima en los Reinos. Tenía una idea aproximada de cómo podía ser un combate real. Esquivar y fintar. Movimientos de pies, ponerse en guardia. Pero estaba muy equivocada.

Harris y el forastero pasaban el uno junto al otro con movimientos intermitentes, uno desnudo, el otro cubierto con ropas negras. Ella distinguía apenas el destello de un filo, el giro de la máscara de cuervo. Habría querido huir. No deseaba presenciar todo aquello. Pero no lograba moverse de su sitio.

Duró apenas un segundo, aunque pareció mucho más. Sus cuerpos se separaron despacio. Harris, que se cubría con la capa, cayó al suelo convertido en un montón de tela negra. El forastero, con el torso descubierto, se mantuvo en pie sobre él.

Y entonces Aria vio que algo rodaba colina abajo, como si alguien lo hubiera arrojado en dirección a ella. Impactó contra un saliente, y la máscara se separó del rostro. Entonces volvió a ver los ojos azules, la nariz, los dientes blancos, el pelo negro, que rebotaban contra el suelo y se teñían de rojo.