Peregrino
PERRY despertó con las primeras luces del día, replanteándose su trato con la residente. ¿Cómo iba a emprender ella el viaje con aquellos cortes en los pies? Por otra parte, tal vez la chica tuviera razón. Dudaba que pudiera sobrevivir el tiempo que él tardaría en llegar al recinto de Castaño y regresar. De una cosa estaba seguro: a la Topo le hacían falta unos zapatos.
Impaciente, rasgó la primera cubierta de libro que encontró. La chica se incorporó, sobresaltada.
—¿Qué estás haciendo? ¿Qué es eso? ¿Un libro?
—Ya no.
Ella manipuló el dispositivo ocular varias veces, con dedos rápidos, nerviosos. Perry apartó la vista. Aquel artilugio resultaba desagradable. Un parásito. Y le recordaba demasiado a los hombres que se habían llevado a Garra. Se puso de nuevo manos a la obra, separando ahora la contracubierta, que también era de piel. Después agarró el macuto y se arrodilló frente a ella. Le levantó el pie y le retiró el vendaje.
—Se está curando.
Ella ahogó un grito.
—Suéltame. No me toques.
El olor frío de su miedo llegó hasta él con intermitencias azules en los límites de su visión.
—Quieta, Topo —dijo él, soltándole el pie—. Hemos hecho un trato. Si tú me ayudas, no te haré daño.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella, fijándose en las cubiertas arrancadas. Notó que se había puesto muy pálida.
—Fabricándote unos zapatos. Aquí, entre los suministros, no los hay. Y no puedes viajar descalza.
Con cautela, ella le ofreció un pie. Perry lo apoyó en la cubierta.
—Quédate tan quieta como puedas.
Cogió el puñal de Garra y resiguió con la punta del filo el perfil del pie. Intentaba no tocarla, pues sabía que aquello le causaba pánico.
—¿No tienes un bolígrafo, o algo parecido? —le preguntó ella.
—¿Un bolígrafo? Lo perdí hará unos cien años.
—No sabía que los forasteros vivierais tanto.
Perry bajó la vista, ocultando el rostro. ¿Era una broma? ¿Los residentes sí vivían tanto?
—¿Eres zapatero, o algo parecido? —le preguntó ella al cabo de un momento—. ¿Remendón?
¿Esa chica creía que, si lo fuera, solo se le habría ocurrido aquello?
—No. Soy cazador.
—Ah, eso lo explica todo.
Perry no sabía qué era lo que explicaba, más allá del hecho de que, en efecto, era cazador.
—O sea, que tú… matas cosas. ¿Animales y cosas?
Perry cerró los ojos. Después se echó hacia atrás y le dedicó una amplia sonrisa.
—Si se mueve, lo mato. Después lo destripo, lo despellejo y me lo como.
Ella meneó la cabeza, con la mirada perdida.
—Es que no acabo de creerme que seas real.
Perry frunció el ceño.
—¿Y qué otra cosa iba a ser, Topo?
Después de eso, ella permaneció un buen rato en silencio. Perry terminó de dibujar el perfil de sus pies. Los recortó. Hizo agujeros en las cubiertas con la punta del puñal. Procedía todo lo ágilmente que podía. Al tener que estar tan cerca de ella, le llegaba su olor penetrante, que le causaba náuseas.
—Me llamo Aria. —Esperó un poco a que él dijera algo—. ¿No crees que deberíamos saber cómo nos llamamos si vamos a ser aliados?
Arqueó una ceja, para que constara que bromeaba con el uso de aquella palabra, que él había usado antes.
—Tal vez seamos aliados, Topo, pero no somos amigos. —Pasó el cordón de piel por los agujeros y se los ató a los tobillos—. Pruébalos.
Ella se levantó y dio algunos pasos, subiéndose más los pantalones para verse los pies.
—Están bien —dijo, sorprendida.
Él recogió los restos de las tiras de piel y se los guardó en el macuto. Las cubiertas del libro se habían convertido en suelas perfectas, tal como suponía. Duras pero flexibles. El mejor uso que jamás se le había ocurrido para un libro. Le durarían unos días. Después ya pensaría en algo mejor. Si es que vivía tanto.
Si no era así, ya había decidido que le llevaría él solo el dispositivo ocular a Castaño. Hallaría el modo de enviar una señal a cualquier residente que la oyera. Se ofrecería a sí mismo, y el Ojo, a cambio de su sobrino.
Ella levantó un pie y se fijó en la suela.
—Qué adecuado. ¿Has escogido este libro expresamente, forastero? No sé yo si es un buen presagio para nuestro viaje.
Perry agarró el macuto. Cogió también el arco y las flechas. No tenía ni idea de qué libro había escogido. No sabía leer. Nunca había aprendido, a pesar de las veces que Mila y Garra habían intentado enseñarle. Salió de la cueva antes de que ella se diera cuenta y lo llamara Salvaje tonto.
• • •
Pasaron la mañana atravesando unas colinas que Perry conocía desde siempre. Se aproximaban al límite oriental del territorio de Valle, un terreno ondulante que descendía desde el valle de los Mareas. Mirara donde mirase, le asaltaban los recuerdos. El montículo donde Rugido y él se habían fabricado sus primeros arcos. El roble de tronco doble al que Garra había trepado cientos de veces. Las orillas del arroyo seco donde había estado por primera vez con Arroyo.
En otro tiempo, su padre había caminado por aquellas tierras. Y en un pasado aún más remoto, también lo había hecho su madre. Le resultaba extraño añorar un lugar antes incluso de haberlo abandonado. Inquietante saber que ya no tenía altillo al que regresar cuando se cansara de estar al aire libre. Y, además, caminaba junto a una residente, algo que también hacía que sobre esa jornada se proyectara una luz de extrañeza. Su presencia le hacía sentirse inseguro, irritable. Sabía que no había sido ella la que se había llevado a Garra, pero aun así era uno de ellos.
Durante las primeras horas, Aria se asustaba ante el más mínimo sonido. Caminaba muy despacio, y hacía un ruido anómalo para alguien de su estatura. Pero lo peor de todo era que, a medida que avanzaba la mañana, ella exhalaba un estado de ánimo pésimo, negrísimo, que le indicaba que la tristeza le seguía los talones. Aquella chica con la que, en cierto modo, había llegado a un acuerdo, había sufrido, había experimentado pérdidas, sentía dolor. Perry hacía lo posible por situarse siempre con el viento en contra, para que le llegara siempre el aire puro.
—¿Dónde vamos, Salvaje? —le preguntó ella a mediodía. Se encontraba a más de diez pasos de él. Además de evitar su olor, ir por delante tenía otra ventaja: no tenía que ver constantemente aquel dispositivo ocular instalado en su rostro—. Creo que seguiré llamándote así, porque no sé cómo te llamas.
—No pienso responderte.
—¿Y bien, Cazador? ¿Hacia dónde nos dirigimos?
Él se llevó la mano a la barbilla.
—Hacia allí.
—Una información muy útil, sí.
Perry volvió la cabeza y la miró.
—Vamos a ver a un amigo. Se llama Castaño. Vive por ahí. —Señaló en dirección al Monte de la Flecha—. ¿Algo más?
—Sí —replicó ella, frustrada—. ¿Cómo es la nieve?
Él estuvo a punto de detenerse en seco. ¿Cómo podía alguien saber qué era la nieve y no saber que era pura y silenciosa, y más blanca que un hueso? ¿Y no conocer el escalofrío que recorría el cuerpo a su contacto?
—Es fría.
—¿Y las rosas? ¿Es verdad que huelen tan bien?
—¿Tú ves muchas rosas por aquí? —No pensaba proporcionarle la respuesta correcta. Por lo que iba deduciendo, aquella chica, en sus historias, nunca había oído hablar de los esciros. Y a Perry le convenía que siguiera siendo así. No se fiaba de ella. Sabía que no pensaba ayudarlo. De modo que, fuera cual fuera la traición que planeara, él la descubriría.
—¿Y las nubes se disipan alguna vez? —insistió ella.
—¿Del todo? No. Nunca.
—¿Y el éter? ¿Llega a retirarse?
—Nunca, Topo. El éter no se va nunca.
Ella alzó la vista.
—Un mundo de nuncas bajo un cielo eterno.
Pues ella encajaba muy bien en él, pensó Perry. Una chica que nunca se callaba.
Aria siguió formulándole preguntas durante todo el día. Le preguntaba si las libélulas emitían algún sonido cuando volaban, si los arcoíris eran mitos. Cuando él dejó de responder ella empezó a hablar sola, como si fuera lo más normal. Hablaba del color cálido de las colinas que se recortaban contra el resplandor azulado del éter. Cuando el viento arreciaba, decía que su sonido le recordaba al de las turbinas. Observaba las piedras y se preguntaba de qué minerales estaban compuestas, e incluso, en algunos casos, se guardó alguna en el bolsillo. En una ocasión permaneció largo rato en silencio, cuando salió el sol, y fue entonces cuando él se preguntó más que nunca en qué estaría pensando.
Perry no entendía que una persona pudiera estar tan triste como ella, y al mismo tiempo, hablara tanto. Él la ignoraba en la medida de lo posible. No perdía de vista el éter, y le aliviaba constatar que se movía en oleadas altas, ligeras. Pronto dejarían atrás las tierras de los Mareas, por lo que prestaba mucha atención a los olores que traía el viento. Sabía que, tarde o temprano, se encontrarían con alguna forma de peligro. Viajando más allá de los territorios de las tribus, los problemas estaban garantizados. Ya era bastante duro sobrevivir en las tierras fronterizas. Perry no sabía cómo iba a hacer para salir adelante en compañía de un topo.
A media tarde encontró un valle resguardado para acampar. Ya anochecía cuando logró encender un fuego. La residente se sentó sobre un árbol caído y examinó las suelas de sus zapatos. La piel que esa mañana daba muestras de empezar a cicatrizar estaba de nuevo llagada.
Perry encontró el ungüento que se había llevado de la cueva y se lo alargó. Ella destapó el tarro, y al inclinarse hacia delante para mirarlo, el pelo le cubrió la cara. Perry frunció el ceño. ¿Acaso su dispositivo ocular actuaba como una especie de lupa?
—No te lo comas, residente. Extiéndetelo por los pies. —Le alargó un puñado de frutos secos, así como un manojo de raíces que había recogido un poco antes. Sabían a patatas crudas, pero, al menos, gracias a ellas, no morirían de hambre—. Puedes comerte esto.
Ella aceptó los frutos, pero le devolvió las raíces. Perry regresó junto al fuego, demasiado asombrado para estar ofendido. La comida era algo que no se rechazaba.
—El fuego de esta hoguera no alcanzará estos árboles —le dijo al ver que ella no se acercaba. La chica inspeccionaba con detalle todos los frutos antes de llevárselos a la boca—. No se incendiarán como los de la otra noche.
—Es que no me gusta —replicó ella.
—Ya cambiarás de opinión cuando empiece el frío.
Perry se terminó su parca cena. Ojalá hubiera dedicado algo de tiempo a cazar. Aunque, pensándolo mejor, seguramente no se hubiera cobrado ninguna pieza. El constante parloteo de la chica habría asustado a los animales. Si casi lo había asustado a él… Mañana tendría que encontrar algo de alimento. Ya habían agotado prácticamente todas las existencias que se había llevado de la cueva.
—El niño al que se llevaron… ¿es tu hijo?
—¿Cuántos años crees que tengo, residente?
—Ya no recuerdo bien cómo era eso de la datación de fósiles, pero diría que entre cincuenta y sesenta mil años.
—Dieciocho. Y no, no es mi hijo.
—Yo tengo diecisiete. —Carraspeó—. No parece que tengas dieciocho —dijo, transcurridos unos momentos—. Bueno, en parte sí y en parte no.
Perry supuso que esperaba que le preguntara por qué. Pero a él no le importaba.
—Por cierto, me encuentro bien. Tengo un dolor de cabeza persistente, y los pies me duelen mucho, pero creo que sobreviviré un día más. Aunque, claro, no puedo estar segura. Según cuentan, las enfermedades pueden atacar silenciosamente.
Perry apretó mucho los dientes. Pensaba en Garra y en Mila. ¿Debía sentir lástima por ella, por que pudiera enfermar? Él no concebía una vida sin dolencias ni enfermedades. Sacó las dos mantas del macuto. El sueño traería la mañana, y la mañana los acercaría más a Castaño.
—¿Por qué evitas mirarme? —preguntó ella—. ¿Por qué soy una residente? ¿Os resultamos feos a los forasteros?
—¿Qué pregunta quieres que conteste primero?
—No importa. De todos modos, no me responderás. Tú nunca respondes a las preguntas.
—Y tú no dejas de preguntar.
—¿Ves a lo que me refiero? Evitas responder, y evitas mirar. Esquivas.
Perry le lanzó la manta. Ella no estaba preparada para cazarla al vuelo. Y le dio en la cara.
—Y tú no.
Ella la retiró y le dedicó una mirada asesina. Perry la vio perfectamente, a pesar de que ella se mantenía más allá del círculo de luz que dibujaba la hoguera.
Resguardado por la penumbra, se permitió a sí mismo arquear ligeramente la comisura de los labios.
Horas después despertó al oír un canto. Eran palabras pronunciadas en voz baja, en una lengua que desconocía pero que le resultaba familiar. Nunca había oído una voz igual. Tan clara, tan intensa. Pensó que tal vez todavía estuviera soñando, hasta que vio a la chica. Se había acercado más a la hoguera. A él. Se mecía hacia delante y hacia atrás, rodeándose las piernas dobladas con los brazos. Hasta él llegó el olor salado de sus lágrimas, que transportaba el aire, y un destello rojo de miedo.
—Aria —dijo, sorprendiéndose a sí mismo por haber usado su nombre. Se convenció de que era un nombre adecuado para ella. Su sonido tenía algo de curioso. Como si en el mismo nombre se encerrara una pregunta—. ¿Qué te pasa?
—He visto a Soren. El del incendio del otro día.
Perry se puso en pie de un salto, y escrutó la niebla. Nunca le había gustado la niebla. Le privaba de uno de sus sentidos. Pero aún le quedaba otro, el más fuerte. Aspiró hondo, procurando moverse con cautela. El olor de su miedo se fundía con el del humo de leña, pero allí no había aroma de otros residentes.
—Lo has soñado. Aquí solo estamos nosotros.
—Nosotros no soñamos —replicó ella.
Perry frunció el ceño, pero decidió no indagar más en aquel comentario, por el momento.
—No hay rastro de él por aquí.
—Lo he visto —insistió ella—. Parecía real. Igual que si estuviera con él en los Reinos. —Se pasó la manta por las mejillas húmedas—. Y ahora tampoco podía alejarme de él.
Él no sabía qué hacer. Si hubiera sido su hermana, o Arroyo, la habría abrazado. Pensó en decirle que la mantendría a salvo, pero eso no habría sido del todo cierto. La protegería, sí, pero solo hasta que recuperara a Garra.
—¿Y no puede haber sido un mensaje recibido a través de tu dispositivo ocular? —le preguntó.
—No —respondió ella sin vacilar—. Sigue estropeado. Pero lo más raro es que aquella noche sí pude ver lo que había grabado con él. Grabé a Soren cuando estaba… atacándome. —Carraspeó—. Y eso fue lo que he visto ahora también. Es como si mi mente hubiera rebobinado la grabación y la hubiera emitido sola.
Eso se llamaba sueño, pero Perry no pensaba discutir con ella.
—¿Y por eso los residentes quieren recuperarlo? ¿Por esa grabación?
Ella dudó un poco antes de asentir.
—Sí. Podría arruinar la vida de Soren y de su padre.
Él se pasó una mano por el pelo. Ahora entendía por qué los residentes querían el dispositivo ocular. ¿Se habrían llevado a Garra como moneda de cambio?
—De modo que tenemos con qué negociar.
—Si logramos reparar el Smarteye.
Perry soltó el aire despacio, sintiendo un atisbo de esperanza. Estaba dispuesto a ofrecerse a los residentes a cambio de la libertad de Garra. Tal vez ahora ya no hiciera falta. Si tanto necesitaban recuperar ese dispositivo, tal vez con eso bastara para rescatar a su sobrino.
La chica empezaba a relajarse. Arrojó otro tronco al fuego y se sentó en el otro extremo. Ahora ya no podía evitar fijarse en aquel aparato que llevaba pegado al rostro.
—¿Por qué lo llevas, si está roto? —le preguntó.
—Forma parte de mí. Así es como vemos los Reinos.
Él no tenía idea de qué eran los Reinos. Ni siquiera sabía cómo preguntar por ellos.
—Los Reinos son lugares virtuales —dijo—. Creados por programas de ordenador.
Él cogió una rama y removió las brasas. La chica se lo explicaba de todos modos, aunque él no se lo hubiera preguntado. Como si supiera que él no tenía ni idea. Aquello le impactó un poco, pero como ella seguía hablando, se dedicó a escucharla.
—En ellos hay lugares tan reales como este. Si mi Smarteye funcionara, podría ir a cualquier parte del mundo, y más allá. Sin ir a ningún sitio. Hay Reinos de épocas que ya han pasado. Hace un año los Reinos Medievales se pusieron de moda. Tú quedarías genial en cualquiera de ellos. Y también están los Reinos de Fantasía, y los Reinos Futuros. Los Reinos dedicados a pasatiempos e intereses de todo tipo.
—O sea, que es como ver un vídeo. —Los había visto en casa de Castaño. Imágenes que eran como recuerdos que se veían en una pantalla.
—No, un vídeo es solo visual. Los Reinos son multidimensionales. Si vas a una fiesta, sientes que la gente baila a tu alrededor, y puedes olerla y oír la música. Y puedes cambiar cosas, escoger, por ejemplo, unos zapatos más cómodos con los que bailar. O modificar tu color de pelo. O escoger otro estilo corporal. Puedes hacer todo lo que quieras.
Perry se cruzó de brazos. Parecía que le estaba describiendo una ensoñación.
—¿Y qué te pasa cuando vas a uno de esos falsos lugares? ¿Te quedas dormido?
—No. Solo te escindes. Haces dos cosas a la vez. —Se encogió de hombros—. Como cuando caminamos y hablamos al mismo tiempo.
Perry reprimió una sonrisa. Recordó sus palabras del día anterior. «Eso explica muchas cosas».
—¿Y qué sentido tiene ir a un lugar falso? —preguntó.
—Los Reinos son los únicos lugares a los que podemos ir. Se crearon cuando se construyeron las Cápsulas. Sin ellos, probablemente nos volveríamos locos de aburrimiento. Y no son lugares falsos, son «pseudolugares». La sensación de realidad es absoluta. Bueno, de algunas cosas ya no estoy tan segura. Aquí he visto elementos que no son lo que esperaba.
Se metió la mano en uno de los bolsillos. El día anterior había recogido unas diez o doce piedras. A él ninguna le parecía especial. Todas le parecían, simplemente, piedras.
—Son todas únicas —dijo ella—. Su forma, su tamaño. Su peso y su composición. Es asombroso. En los Reinos lo aleatorio responde a unas fórmulas. Pero yo siempre las detecto. Me doy cuenta de que la piedra número doce es una versión modificada del color o la densidad de la número uno, o de la variación que sea.
»Pero las piedras no son lo único. Cuando estuve en el desierto, y después, cuando… —Por su manera de mirarlo, él supo qué iba a decir a continuación, porque era algo en lo que tenía que ver—. Nunca me había sentido así. Ese miedo, allí, no lo tenemos. Pero si esas dos cosas son distintas, tiene que haber más, ¿verdad? ¿Hay otras cosas, además del miedo y las piedras, que sean distintas en el mundo real?
Perry asintió, ausente, imaginando un mundo sin temor. ¿Era posible? Si no había miedo, ¿cómo podía existir el bienestar? ¿Y el valor?
A ella le pareció que, con su gesto de asentimiento, la animaba a seguir hablando. En efecto, a él no le importaba que lo hiciera. Tenía buena voz. No se había dado cuenta hasta que la había oído cantar. Habría preferido que cantara un poco más, en vez de hablar, pero no pensaba pedírselo.
—Pues sí, todo es energía, como en todo. El Ojo envía impulsos que llegan directamente al cerebro y lo engañan. Le dicen: «Estás viendo esto, tocando aquello». Pero tal vez algunas cosas no estén del todo perfeccionadas aún. Tal vez se acerquen mucho a lo real, pero no sean iguales. De todos modos, eso no es lo que tú preguntabas. Yo lo llevo porque sin él no me siento yo misma.
Perry se rascó la mejilla, y al hacerlo puso cara de dolor: se había olvidado del moratón.
—A nosotros nos pasa lo mismo con nuestras marcas. No me sentiría yo mismo sin ellas.
Apenas lo hubo dicho, lamentó haber pronunciado aquellas palabras. La luz del amanecer se filtraba por encima de la cordillera en largos haces, atravesando la niebla. Él no debería estar ahí sentado, conversando con una residente, cuando Garra agonizaba en alguna parte, lejos de casa.
—¿Tus tatuajes tienen que ver con tu nombre?
—Sí —corroboró él, metiendo la manta en el macuto.
—¿Te llamas Halcón?
—No. —Se puso en pie y se abrochó el cinturón. Recogió el arco y el carcaj.
—Ahora llevaré yo el dispositivo ocular.
Ella arqueó mucho las cejas, y al hacerlo se le arrugó la frente.
—No.
—Topo, si te ven con eso puesto, no podré hacerte pasar por uno de los nuestros.
—Pero ayer lo llevé.
—Ayer era ayer. A partir de ahora las cosas serán distintas.
—Pues quítate tú antes tus tatuajes, Salvaje.
Perry se quedó helado, y apretó mucho los dientes. Lo curioso del caso era que, cada vez que lo llamaban «Salvaje», sentía deseos de comportarse como tal.
—Ya no estamos en tu mundo, residente. Aquí la gente se muere. Nada es «pseudo» nada. Todo es real, muy real.
Ella echó hacia atrás la barbilla, desafiante.
—Pues entones quítamelo tú. Ya has visto cómo se hace.
En un destello de memoria, Perry recordó cómo Soren le había arrancado el dispositivo de la cara. Y no quería hacerle lo mismo.
Desenvainó el puñal que llevaba al cinto.
—Si quieres que las cosas sean así…
—¡Espera! Ya me lo quito yo.
Se volvió hasta quedar de espaldas. Cuando se encaró a él de nuevo, segundos después, ya llevaba el dispositivo en la mano. Su expresión era de furia cuando se lo metió en el bolsillo.
Perry dio un paso al frente. Hizo girar el puñal en la mano, como habría hecho un niño, pero el ademán le funcionó, pues ella se fijó en el arma.
—Ya te he dicho que lo llevaré yo.
—Quieto. No te acerques a mí. Tómalo.
Y se lo lanzó.
Perry lo atrapó al vuelo y se lo metió en el macuto. Después se alejó de ella. Envainó de nuevo el puñal, aunque al hacerlo estuvo a punto de caérsele al suelo.