13

Aria

PARA calmarse, Aria intentó convencerse de que se encontraba en un Reino. En un Reino Paleolítico. De hecho, estaba metida en una cueva. Con una hoguera encendida, que evitaba mirar, pues le recordaba lo ocurrido en Ag 6. Pero también había cajas de acero a un lado. Y la manta azul marino con que se cubría era de lana. Y los tarros de cristal que se alineaban junto al fuego tenían tapas metálicas. Demasiadas cosas que deshacían la ilusión de la Edad de Piedra.

Aquello era real.

Aria se levantó, y al hacerlo, el dolor que sintió en las plantas de los pies la hizo retorcerse. Se envolvió bien con la manta, y escuchó con atención para detectar al Salvaje. Pero lo único que rompía el silencio de la cueva era el ritmo constante de su propio dolor de cabeza. ¿Le habría infectado alguna enfermedad? ¿Moriría en la cueva, envuelta en aquella manta azul de lana? Aspiró hondo varias veces. Aquellos pensamientos no le harían ningún bien.

Había alimentos junto al macuto de piel del forastero, pero no pensaba ni tocarlos. Se acercó tambaleante hasta las cajas de acero. Pedazos rotos de plástico y cristal mezclados con frascos de medicamentos. A ella, en ese momento, no le servían de nada. Según las fechas que figuraban en sus etiquetas, todos habían caducado hacía más de trescientos años y pertenecían, por tanto, a la época de la Unidad, cuando el éter había obligado a la gente a refugiarse en las Cápsulas. Encontró una venda que había amarilleado con el tiempo, pero que sí le serviría.

Aria se retiró la manta y ahogó un grito. Ya tenía los pies vendados. El Salvaje se los había curado.

La había tocado.

Se agarró al borde de una caja para no caerse. Aquello era una buena señal. Que le hubiera curado los pies significaba que no pretendía hacerle daño. ¿O sí? Parecía lógico, pero el mero pensamiento de ese hombre le provocaba un miedo absoluto.

Era una bestia. Inmenso. Musculoso, aunque no como Soren. El Salvaje le recordaba a los Reinos Ecuestres, donde todos los pasos de los caballos hacían que una sucesión de músculos fibrosos se movieran de un lado a otro, bajo la piel. Y además tenía tatuajes, como en los relatos. Dos bandas en cada bíceps. Cuando le había dado la espalda, ella había visto otro dibujo sobre la piel, una especie de halcón con las alas extendidas, que iban de un hombro a otro. Se diría que por su pelo no había pasado nunca un cepillo. Mechones rubios, encrespados, todos distintos en longitud y color, que se retorcían en todas direcciones. Y ella habría jurado que, las pocas veces que había hablado, le había mostrado unos dientes algo más largos y de aspecto «canino». Pero lo más terrible eran los ojos.

Aria estaba acostumbrada a ojos de todos los colores. En los Reinos, estaban sujetos a modas. El mes anterior se habían llevado los de color granate. Los del Salvaje eran de un verde luminoso, pero también reflexivo, como aquellas miradas fantasmagóricas características de los animales nocturnos. Se estremeció al recordar que, en su caso, eran reales.

Se volvió, mordiéndose el labio. Una cueva. ¿Qué estaba haciendo ella ahí? ¿Cómo había llegado a suceder todo aquello? El fuego casi se había apagado. Ya no distinguía la pared contra la que se había apoyado. No quería estar allí a oscuras, rodeada de silencio, sin nada que ver. Se enrolló la manta azul como si fuera una túnica, y se la ató con un pedazo de venda para poder moverse con mayor comodidad. Y salió al exterior.

Lo encontró sentado contra una roca al borde de la pendiente desolada por la que ella había caído. Estaba de espaldas, y todavía no la había oído. Aria se detuvo junto a la boca de la cueva, a tres metros de él. No quería acercarse más, y ahí estaba, agarrándose la manta para que el viento no se la levantara.

El Salvaje se dedicaba a desbastar un tronco de madera con el puñal. Fabricando una flecha, supuso ella. Un hombre de las cavernas creando sus propias armas. El tatuaje de su espalda era un halcón, a juzgar por la cabeza esbelta. Los ojos parecían ocultos tras un espeso plumaje. En los Reinos, la gente usaba motivos móviles. E iban variando siempre que les apetecía. No imaginaba lo que debía ser llevar una misma imagen en la piel durante toda la vida.

El forastero se volvió y la miró. Aria le devolvió la mirada, disimulando una punzada de miedo. ¿Cómo había sabido que estaba ahí? Se guardó el puñal en una vaina de cuero que llevaba al cinto.

Ella dio un paso al frente, haciendo esfuerzos por no cojear, y cuidándose de mantener una buena distancia entre ellos. Se retiró un mechón de pelo por detrás de la oreja. No le pasó por alto que había manejado el puñal con la facilidad con que parecía tocarlo todo.

El éter dibujaba cintas suaves de luz azul que se arremolinaban sobre los nubarrones grisáceos. Esa vez no iba a dejarse engañar por su apariencia. Ya sabía lo horrible que podía ser. Más abajo vio el valle que habían cruzado durante la tormenta, salpicado de luces intermitentes.

—¿Es el crepúsculo?

—El ocaso —dijo él.

Ella lo miró. ¿No era «crepúsculo» lo mismo que «ocaso»? ¿Y cómo lo hacía para pronunciar tan despacio una palabra tan corta como aquella? «O-ca-so». En su boca, parecía que aquella palabra fuera a durar toda la vida.

—¿Por qué me has traído hasta aquí? ¿Por qué no me has dejado ahí fuera?

—Necesito información. Tu gente me ha arrebatado a alguien.

—Eso es ridículo. ¿Qué uso podríamos dar a un Salvaje?

—Más del que te han dado a ti.

Sintió que le faltaba el aire al recordar los ojos huecos del Cónsul Hess, su sonrisa falsa. El Salvaje tenía razón. Ella ya había servido para lo que tenía que servir. Había asumido la culpa de Soren y la habían echado para que muriera. Allí, junto a esa bestia.

—¿De modo que quieres entrar en Ensoñación? ¿Para salvar a esa persona? ¿Eso es lo que estabas haciendo aquella noche?

—Entraré. Ya lo he hecho antes.

Ella se echó a reír.

—Nosotros desactivamos el sistema. Y aquella cúpula estaba dañada. Tuviste suerte, Salvaje. Los muros que protegen Ensoñación tienen tres metros de anchura. Es imposible que puedas volver a entrar. ¿Cuál es tu plan? ¿Piensas arrojar boñigas? ¿O vas a usar una honda? Con una piedra lanzada con puntería, tal vez lo consigas.

Él se volvió y se fue hacia ella. Aria se echó hacia un lado con el corazón en un puño, pero él pasó de largo y se internó en la cueva. Momentos después volvió a salir. Le brillaban los ojos, y sostenía algo en una mano levantada.

—¿Esto es mejor que una boñiga, tal vez, Topo?

Durante unos segundos, Aria observó el objeto. Nunca había visto un Smarteye fuera de su sitio: la cara de la gente. Allí, en posesión de un Salvaje, casi no lo reconocía.

—¿Es el mío?

Él asintió moviendo la cabeza una sola vez.

—Lo recogí cuando te lo arrancaron.

Sintió que una sensación de alivio se apoderaba de todo su cuerpo. ¡Podría establecer contacto con su madre en Alegría! Y si la grabación de Soren todavía seguía allí, podría demostrar lo que él y su padre le habían hecho. Alzó la vista.

—No es tuyo. Devuélvemelo.

Él negó con la cabeza.

—No hasta que respondas a mis preguntas.

—Si lo hago, ¿me lo darás?

—Ya te he dicho que lo haré.

A Aria le latía con fuerza el corazón. Necesitaba el Smarteye. Su madre la rescataría. En cuestión de horas podía estar montada en otra nave, camino de Alegría. Con la ayuda de Lumina, desenmascararía al Cónsul Hess y a Soren.

No podía creer que estuviera considerando la posibilidad de ayudar a un forastero a entrar en Ensoñación. ¿No era eso traición? ¿No la había acusado Hess casi de eso mismo? Pero no, jamás lo haría. Le preguntara lo que le preguntase sobre esa persona desaparecida, ella le proporcionaría información falsa. Le diría lo que él quería oír, y él nunca sabría otra cosa.

—Está bien —dijo.

Él cerró la mano con fuerza para proteger el dispositivo, y cruzó los brazos. Aria estaba horrorizada: su Smarteye había quedado atrapado bajo la axila de un neandertal.

—¿Por qué estabas en el exterior? —En su rostro se dibujó una sonrisa. Esa era la misma pregunta que ella había esquivado antes. Pero ahora tendría que responderla.

Chasqueó la lengua, molesta.

—Solo sobrevivimos dos. Uno era el hijo de un Cónsul… de una persona muy poderosa de nuestra Cápsula. Y yo, la otra.

Él se quedó callado. Aria se fijó en su pecho, en las heridas que sus uñas le habían dejado en la piel. Apartó la vista al momento, asqueada por haberlo tocado. ¿Qué problema tenía aquel Salvaje con la ropa? No hacía calor, precisamente. Sopló una ráfaga de viento, y se estremeció. Definitivamente, los forasteros no debían de sentir frío.

—¿Todavía te quedan aliados dentro? —le preguntó.

—¿Has dicho «aliados»?

—Amigos —replicó él secamente—. Personas dispuestas a ayudarte, Topo.

Se acordó de Cachemira. Una oleada de dolor la traspasó, amenazando con arrastrarla. Respiró hondo varias veces para impedirlo.

—Mi madre. Ella nos ayudará.

El Salvaje entrecerró los ojos. La observaba con atención. Ella evitaba moverse demasiado, pero no pudo evitar añadir:

—Mi madre es científica.

Como si aquello hubiera de significar algo para él.

El forastero le alargó el Smarteye.

—¿Puedes ponerte en contacto con ella con esto?

—Sí —respondió ella—. Creo que sí.

Si Hess pretendía seguirle la pista, era posible que hubieran reactivado el Ojo.

—¿Y ella podría averiguar algo sobre una persona robada? —preguntó él.

Ella no entendía que nadie tuviera interés en robar a un Salvaje infestado de enfermedades. Pero mostrarse en desacuerdo con él no iba a servirle de nada.

—Sí, podría. Es una persona respetada por su trabajo. Tiene cierta influencia. Podría averiguar algo, si hay algo que averiguar. Dame eso y te ayudaré.

Estaba orgullosa de sí misma. La mentira le había salido muy convincente.

Él se acercó a ella e inclinó un poco la cabeza.

—¡Me ayudarás, residente! ¡Es tu única posibilidad de seguir con vida!

Ella retrocedió de un salto.

—¡Ya te he dicho que lo haré!

¿Qué le pasaba?

El Salvaje le arrojó el Smarteye. Aria lo agarró con las dos manos y se alejó de allí. El mero hecho de sujetar el Ojo la hacía sentirse más cerca de casa. Se preguntó cuántas enfermedades invisibles portaría. El forastero no se veía terriblemente sucio, pero debía estarlo.

—Ponte a trabajar.

Ella volvió la cara y lo miró.

—¿Sobre quién debo preguntar cuando contacte con mi madre?

El Salvaje vaciló.

—Sobre un niño. Tiene siete años. Se llama Garra.

—¿Un niño? —¿En serio creía que su gente se había llevado a un niño?

—Ya he esperado bastante, Topo.

Aria se colocó el dispositivo sobre el ojo izquierdo, y notó su suavidad sobre la órbita. La biotecnología funcionó al momento. El parche se pegó a su piel, y la membrana interna empezó a expandirse y a ablandarse. La consistencia pasó de gel a líquido, hasta que pudo parpadear fácilmente.

Esperó a que apareciera la pantalla, el Smartscreen, con los músculos rígidos de impaciencia. Probó a introducir sus contraseñas. Probó a reiniciar el sistema, tal como había hecho en Ag 6. Pero no aparecía nada. Ni el archivo «Pájaro Cantor». Ni iconos. Lo único que hacía era mirar a través del parche transparente, ver la tierra desolada que se perdía en la oscuridad, y el cielo que se ondulaba por efecto del éter.

El forastero volvió a acercarse a ella.

—¿Qué ocurre?

—Nada —respondió ella, que sentía que se le formaba un nudo en la garganta—. No responde. Yo creía… creía… creía que tal vez hubieran vuelto a conectarlo, pero no veo nada. Tal vez se ha descargado durante la tormenta. No lo sé.

Él murmuró algo y se pasó una mano por el pelo. Aria, desesperada, introducía más órdenes mientras el forastero iba de un lado a otro. Todos los intentos fallidos la acercaban más a las lágrimas. El Salvaje dejó de caminar y se volvió hacia ella. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Iba a dejarla allí sola? ¿O algo peor?

—Devuélveme eso, Topo.

—¡Ya te he dicho que no funciona!

—Pues haré que lo arreglen.

Aria no pudo reprimir una carcajada.

—¿Vosotros sabéis arreglar esto?

Él le dedicó una mirada asesina.

—Conozco a alguien que sí sabe.

Pero ella seguía sin creerlo.

—¿Conoces a una persona, a un forastero, que sabe arreglar esto?

—¿Es que tienes que oírlo todo dos veces para entenderlo, residente? Regresaré en menos de dos semanas. Aquí hay comida y agua suficiente para sobrevivir. Tú no te muevas de la cueva. Por aquí no viene nadie. No en esta época del año. Cuando haya terminado de empaquetar mis cosas, espero que ya te hayas quitado esa cosa.

Y, sin más, entró en la cueva.

Aria fue corriendo tras él, y se mantuvo lo bastante cerca como para seguir los mechones claros de pelo a través de la penumbra. En la hoguera solo ardían unos rescoldos. El Salvaje arrojó un tronco más, y al hacerlo saltaron chispas y pavesas.

—No pienso quedarme aquí una semana. Ni dos, ni nada.

Él se acercó a una de las cajas, y empezó a meter cosas en el macuto.

—Aquí estarás más a salvo.

—No, aquí no me quedo. Tal vez no sobreviva… —Se le rompió la voz—. Tal vez no me quede mucho tiempo. Mi sistema inmunológico no está preparado para vivir en el exterior. Dos semanas puede ser demasiado tiempo.

Él pareció dedicar unos instantes a reflexionar sobre lo que acababa de oír. Dejó el macuto en el suelo.

—No pienso ir más despacio por ti. Y eso significa que tendrás que caminar durante días así.

Le señaló los pies.

—No tendrías que ir más despacio —dijo ella, aliviada. Al menos no se quedaría allí sola, ni separada de su Smarteye.

Él le dedicó una mirada escéptica, y abrió otra caja. La hoguera se había avivado, e iluminaba una vez más las toscas paredes de la cueva. Cuando se volvió, ella vio que, bajo el brazo, tenía una zona amoratada. Aria se fijó también en que el tatuaje de la espalda se movía al ritmo de sus músculos. Ella también era halcón. Poseía un amplio registro vocal, pero en Ópera estaba considerada una «soprano halcón». De ahí había tomado Lumina su apodo. Aria se estremeció al darse cuenta de la coincidencia.

—¿Significa algo eso? —le preguntó.

Él sacó unas ropas de la caja y las sacudió. Eran uniformes de trabajo del ejército de los tiempos de la Unidad. Unos pantalones de camuflaje y una camisa. Se las arrojó.

—Ropa.

Ella se echó a un lado, y observó el montón de tela.

—¿Podemos hervirla antes?

Una vez más, su pregunta quedó sin respuesta. Aria se internó en las sombras y se las puso, moviéndose tan deprisa como podía. Le venían enormes, pero abrigaban, y con ellas podía moverse con mayor comodidad. Dobló las mangas y las perneras para que no colgaran, y usó la venda a modo de cinturón.

Regresó junto a la hoguera. El forastero ocupaba la misma posición que antes. Se había puesto un chaleco de cuero oscuro, parecido a los que los chicos llevaban en los Reinos de Gladiadores. A su lado, enrollada, reposaba otra manta como la suya.

Él se fijó en las adaptaciones que había hecho a sus ropas.

—Ahí hay comida —dijo, señalando la hilera de tarros que había dejado junto al fuego—. Y uno está lleno de agua.

—¿No nos vamos?

—He visto cómo te mueves a oscuras. Ahora dormiremos y viajaremos de día.

Se tendió y cerró los ojos, como si bastara con eso para conciliar el sueño.

Ella bebió un poco de agua, pero no consiguió tragar más que un par de pedazos de fruta seca. Los higos tenían demasiadas semillas, que se le pegaban a la garganta, y la angustia permanente le cerraba el estómago y le quitaba el apetito. Aria apoyó la espalda en el granito frío. Le dolían las plantas de los pies. Estaba convencida de que no conseguiría dormir.

El forastero no parecía tener problemas al respecto. Ahora podía observarlo con más detenimiento. Estaba cubierto de imperfecciones. Sobre una mejilla se apreciaba otro moratón, del mismo color que el que le cubría las costillas. Tenía la mandíbula llena de pequeñas cicatrices, pequeñas líneas que se entrecruzaban. La nariz era más bien larga, con una hendidura en su base, tal vez porque se la había roto en más de una ocasión. Se trataba de una nariz propia de un gladiador.

El forastero abrió los párpados y la miró. Aria se quedó helada cuando sus ojos se encontraron. Era un ser humano. Eso ya lo sabía. Pero había algo en aquella mirada que parecía corresponder a un ser sin alma. Sin mediar palabra, se volvió y le dio la espalda.

Aria recobró lentamente la respiración pausada. Entonces se cubrió los hombros con la manta y se tendió en el suelo. Mantenía la vista en la hoguera, y también en el Salvaje, sin saber bien cuál de los dos le generaba más rechazo. Al poco empezaron a pesarle los párpados, y pensó que, de hecho, se equivocaba en muchas cosas. Estaba a punto de quedarse dormida.

A pesar de todo. A pesar de estar allí.