Aria
ARIA siguió caminando en dirección a las colinas que se divisaban a lo lejos hasta que la noche la obligó a detenerse. Miró a su alrededor. ¿Y ahora, qué? ¿Qué porción de tierra escogería para descansar? ¿Terminaría el día allí mismo, donde se encontraba?
Se sentó y se recostó hacia un lado. Primero se apoyó en un codo, y después se tendió boca arriba. Echaba de menos una almohada y una manta. Su cama. Su habitación. Echaba de menos su Smarteye para escapar a los Reinos. Volvió a sentarse y se rodeó las piernas con los brazos. El Medsuit, al menos, la mantenía abrigada.
El éter parecía más brillante que antes. Se agitaba en el horizonte en oleadas azules, resplandecientes. Se concentró en ellas hasta que no le cupo la menor duda: aquellas ondulaciones avanzaban hacia ella. Aria cerró los ojos y escuchó el azote del viento contra sus oídos. Su intensidad aumentaba y disminuía. Desde alguna parte, ese viento traía música. Se concentró en localizarla, en calmar los latidos veloces de su corazón.
Oyó un crujido. Se le agarrotó todo el cuerpo, y escrutó la noche con los ojos muy abiertos. El éter avanzaba en remolinos fantasmagóricos, ya sobre ella, proyectando su luz azulada en el desierto. Aunque estaba algo adormilada, estaba segura de que no eran imaginaciones suyas: había oído aquel ruido.
—¿Qué eres? —dijo, esforzándose por ver algo en la luz intermitente. No obtuvo respuesta—. ¡Te he oído! —gritó.
Un destello azul iluminó la lejanía. El éter se desplomó desde el cielo, girando y retorciéndose en su descenso, formando un remolino. Llegó a la tierra haciéndola temblar bajo sus pies. Una luz enloquecida se expandió por el desierto deshabitado. Pero no, no estaba deshabitado del todo. Una figura humana venía hacia ella.
Aria se echó hacia atrás, intentando incorporarse. El torbellino de éter regresó al cielo. La oscuridad volvió a cubrirlo todo en el momento exacto en que un peso inmenso la empujaba de nuevo hacia abajo. Aterrizó en el suelo boca arriba, y una mano se aferró a su mandíbula.
—Tendría que haberte dejado morir. Lo he perdido todo por tu culpa.
El éter volvió a relampaguear, y entonces vio sobre ella un rostro temible que reconoció vagamente. Sí, conocía ese pelo enmarañado, erizado, de mechones rubios, y esos ojos radiantes, animales.
—Ponte en marcha. Y no intentes salir corriendo. ¿Lo entiendes?
Lo cierto era que apenas lo entendía. Cuando las pronunciaba, las palabras salían de su boca alargadas y ásperas. El Salvaje la levantó de un tirón y la arrastró sin esperar respuesta. Ella se soltó, y dejó de verlo en la oscuridad compacta. En ese momento descendió otro torbellino. El destello de luz que traía le permitió ver que se encontraba a unos palmos de ella.
—¡Muévete, Topo! —le gritó, y después se alejó de ella y soltó una maldición.
Una bocanada caliente pasó rozando el rostro de Aria. El forastero volvió a abalanzarse sobre ella, esta vez por detrás, y la rodeó con sus brazos. El miedo se apoderó de ella al ver que el Salvaje la empujaba y la hacía avanzar. Intentó liberarse, pero él la tenía firmemente sujeta.
—¡No te muevas! —le gritó al oído—. Cierra los ojos y pon…
Ese torbellino pasó mucho más cerca. La luz la cegó, pero el sonido, cuando la base tocó tierra, se convirtió en un alarido horrendo, insoportable. Aria se tapó los oídos con las manos y gritó al sentir el calor en la cara. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron, sujetos por una fuerza superior a la suya.
Cuando el ruido y la luz se disiparon alzó la vista, parpadeando furiosamente, tratando de recobrar los sentidos. Mirara donde mirase, erupciones de luz descendían desde el cielo, dejando estelas radiantes de fuego sobre la tierra. Durante toda su vida, desde la seguridad que le proporcionaba Ensoñación, había temido las tormentas de éter. Y ahora se encontraba en medio de una de ellas.
El forastero la soltó. Iba de un lado a otro, ejecutaba unos movimientos calculados y precisos. Aria se alejó de él despacio, con la cabeza embotada y torpe. No sabía bien si le temblaban las piernas o si lo que temblaba era la tierra. Sentía como si acabaran de estallarle los oídos. El alarido horrible de las lenguas de éter había cesado. Se tocó unas gotas tibias que le resbalaban por la nariz. Los dedos, cubiertos por los guantes, brillaron impregnados de un líquido oscuro. Experimentó una ligera decepción. Se suponía que la sangre era de un rojo brillante, ¿no? Pero entonces se dijo que no había tiempo para realizar inventarios de heridas. Debía alejarse de allí.
Había dado apenas unos pasos cuando él volvió a darle alcance y la agarró por el traje. Aria se puso tensa y sintió terror al notar el tirón. Su Medsuit se abrió un poco, y un aire frío le recorrió la espalda. Empezaba apenas a comprender el alcance de lo que acababa de suceder cuando el traje entero se le separó del cuerpo. Aria dio un paso atrás y se cubrió la escueta ropa interior con las manos. Aquello no podía estar sucediendo.
El forastero hizo una bola con su traje roto y lo arrojó a la oscuridad.
—¡Con esto estabas atrayendo el éter! ¡Muévete, Topo! ¡Si no, nos abrasaremos!
Ella apenas lo oía. Los oídos no le funcionaban bien, y la tormenta gritaba a su alrededor, amortiguando su voz. Pero sabía que tenía razón. Los torbellinos de éter parecían acercarse cada vez más, y congregarse a su alrededor.
El Salvaje la agarró por la muñeca.
—No te levantes mucho. Si se acerca, apoya las manos en las rodillas para que la carga tenga un canal de salida. ¿Me oyes, residente?
Pero ella solo pensaba en aquella mano agarrándole la muñeca. Una oleada de aire tibio pasó sobre ella, como si unos dedos le rozaran la cara. Reconoció ese calor. El torbellino aterrizaría cerca. Aria hizo lo que él le había dicho. Se acuclilló y ocultó la cabeza entre las rodillas. Vio que el forastero hacía lo mismo, que se agachaba mucho, pero entonces tuvo que cerrar los ojos para poder soportar el resplandor. Cuando la luz tras los párpados se volvió más tenue, se puso en pie ante un mundo silencioso, de luminosidad intermitente.
El forastero sacudió la cabeza al darse cuenta de que ella no le oía. Aria no se opuso cuando él señaló la oscuridad. Si la sacaba de este lugar al menos su piel no se quemaría y sus oídos no volverían a estallar.
No sabía bien durante cuánto tiempo habían corrido. Los torbellinos ya no volvieron a acercarse tanto a ellos. A medida que se alejaban de la tormenta de éter empezó a llover, gotas como alfileres fríos, tan distintas de la pseudolluvia de los Reinos. En un primer momento la lluvia le refrescó la piel, pero al poco el frío le entumeció los huesos, y empezó a tiritar.
Cuando se dio cuenta de que la amenaza del éter remitía, se concentró una vez más en el Salvaje. ¿Cómo iba a poder escapar? Le doblaba la estatura, y se movía con gran confianza en la oscuridad. Ella estaba absolutamente exhausta, y le costaba incluso seguirle el ritmo. Aun así, debía intentar algo. Que el Salvaje la obligara a acompañarlo no podía ser para nada bueno. Debía buscar el momento para escapar.
El desierto terminaba abruptamente, dando paso a unas colinas bajas salpicadas de hierba seca. Lejos de los torbellinos de éter, la oscuridad era mayor. Aria ya no veía dónde ponía los pies. Pisó algo que se le clavó en uno de ellos. Ahogó un grito de dolor, y vio que las oportunidades de huir se le escapaban.
El forastero se volvió hacia ella, y sus ojos brillaron en la oscuridad.
—¿Qué ha sido eso, residente?
Ella lo oyó a lo lejos, pero no le respondió. La lluvia la empapaba, y ella seguía allí de pie, sosteniéndose solo en una pierna. Ya no podía soportar el peso con el otro pie. Él se acercó a ella sin avisar, y la levantó por un costado. Aria le clavó las uñas en la piel. Él perdió el equilibrio, y estuvo a punto de caerse, con ella encima.
—Si vuelves a hacerme daño, yo te lo haré a ti —le dijo apretando mucho los dientes. Sintió las palabras del Salvaje retumbando en sus costillas.
Él la agarró con más fuerza por la cintura, y aceleró el paso pendiente arriba. Su respiración era un silbido amortiguado, repetido. La franja de piel que rozaba la suya empezaba a calentarse, y el contacto le producía náuseas. Cuando creía que ya no podría soportarlo más, alcanzaron la cima del monte.
A la luz del éter vio una abertura en penumbra que separaba una pared de roca lisa. Si hubiera tenido fuerzas, se habría echado a reír. La lluvia se descolgaba sobre la entrada como una cortina de agua. El forastero la soltó una vez dentro, y la posó en el suelo.
—Metida dentro de una roca. Debes sentirte como en casa. —Y desapareció en el interior de la cueva.
Aria, cojeando, volvió a salir al exterior. Llovía copiosamente. Contempló el camino por el que habían ascendido, una pendiente tan salpicada de rocas que parecía tener dientes. No veía otra salida, ni hacia abajo ni hacia arriba, que resultara accesible. Pero de todos modos inició el descenso, usando las manos y el pie sano para avanzar sobre las rocas, resbaladizas a causa de la lluvia. Aria intentaba darse prisa y avanzar antes de que el forastero regresara. Resbaló con el pie malo, y ahogó un grito. Fue a parar a un resquicio entre dos láminas de piedra. Aria forcejeó, se volvió, pero la ranura no la soltaba. Había quedado atrapada, y ya no le quedaban fuerzas.
Se acurrucó, hecha un ovillo, y le asaltaron dos pensamientos. El primero, que se estaba hundiendo en un lugar mucho más profundo que el sueño. Y el segundo, que no se había alejado lo bastante.