Peregrino
PERRY emprendió la marcha hacia el mar y dejó que Wylan lo precediera. Él caminaba despacio, porque no quería que Garra se cansara. Al llegar a lo alto de la última duna, la bahía se desplegó ante ellos. Las aguas estaban tranquilas, de un azul intenso, lo mismo que la noche anterior, cuando había nadado en ellas. La gente decía que, antes de la Unidad, el agua siempre estaba limpia, que nunca presentaba aquella capa de espuma ni apestaba a peces muertos. En aquellos tiempos había muchas cosas que eran distintas.
Apenas llegaron a la playa, Wylan se puso la gorra de audil, y se cubrió las orejas con las orejeras. El viento y el romper de las olas en la orilla resultaban demasiado estruendosos para él, tal como Perry esperaba.
Dejó el carcaj en el suelo y sujetó el arco. Algunas aves marinas volaban en círculos en el cielo nublado de éter. No es que fueran presas demasiado apetitosas, dado su escaso tamaño, pero resultarían una buena práctica para Garra. La sincronización era importante; saber calibrar el viento; saber leer al animal.
A Garra se le daba bastante bien, pero Perry se daba cuenta de que se fatigaba por momentos. El peso del arco le resultaba excesivo, y se arrepintió de no haberle llevado el suyo. Perry también realizó algunos intentos. No falló ni uno solo. Su puntería mejoraba cuando se le calentaba la sangre. Transcurrido un tiempo, Wylan se aburrió de mirar y se alejó de ellos.
—¿Quieres ver lo que te he traído? —preguntó Perry en voz baja.
Garra frunció el ceño.
—¿Qué? Ah, sí.
Había olvidado que su tío tenía una sorpresa para él. Al darse cuenta, a Perry se le formó un nudo en la garganta. Era muy consciente de qué era lo que entristecía al niño. Lo mismo que lo entristecía a él.
—Tienes que guardarme el secreto, ¿de acuerdo?
Metió la mano en el macuto para sacar lo que llevaba envuelto en el plástico. Cogió la manzana y dejó el dispositivo ocular donde estaba.
Garra la observó durante unos momentos.
—¿Has visto a los mercaderes?
Perry negó discretamente con la cabeza.
—Luego te lo cuento. —Aunque Wylan llevaba la gorra puesta, era uno de los mejores audiles que Perry conocía—. Será mejor que te la comas rápido, Pito.
Garra se comió la mitad de la manzana sin dejar de sonreír. Había pedazos que le quedaban encajados en los huecos de los dientes que se le habían caído. La otra mitad se la ofreció a Perry, que la terminó en dos bocados, pepitas y punta incluidos. Al ver que a su sobrino empezaban a castañetearle los dientes, Perry se quitó la camisa y le cubrió los hombros con ella. Después se sentó, con las manos apoyadas en el suelo, saboreando el regusto de la fruta. A lo lejos, en el horizonte, las nubes se iluminaban con destellos azules. Salvo en los meses invernales, no había tormentas de éter en tierra, pero en el mar se mantenían con gran violencia todo el año, y constituían un peligro.
Garra apoyó la cabeza en el brazo de Perry, y se puso a dibujar con un palo sobre la arena. Había nacido cazador, como Perry, pero también tenía su lado artístico, que había heredado de su madre. Perry cerró los ojos y se preguntó si sería esa la última vez en que sentiría lo que estaba sintiendo: que estaba exactamente donde debía estar. Durante unos minutos todo se mantuvo en equilibrio. Pero al poco notó que el equilibrio se rompía, y sintió un escozor en la nariz.
Entre las nubes vio que el éter fluía con fuerza, que se retorcía como una ola embravecida, rematada por espuma blanca. La playa se había teñido de un resplandor azul, reflejo de la luz que la bañaba desde arriba. Perry aspiró el fresco aire marítimo, y la lengua se le impregnó de sal. Y lo supo. Ya no regresaría nunca al recinto. No confiaba en sí mismo, no estaba seguro de poder seguir reprimiendo la necesidad de desafiar a Valle.
Perry bajó la vista y miró a su sobrino.
—Garra… —susurró.
—Te vas, ¿verdad?
—Tengo que hacerlo.
—No, no es verdad. No tendrías que quedarte siempre. Solo hasta que me vaya yo.
Perry se puso en pie de un salto.
—¡Garra! ¡No digas esas cosas!
Garra se incorporó con dificultad. Las lágrimas le brotaron de pronto, y resbalaron por sus mejillas.
—¡No puedes irte! —gritó—. ¡No puedes irte!
El pelo negro le cubrió los ojos. La mandíbula le temblaba de rabia. Un color rojo, desconcertante, cubría los límites de la visión de Perry. Nunca había visto ese aspecto de su sobrino. Aquella furia. Hacía esfuerzos por no permitir que se apoderara de él por completo.
—Si me quedo, o tu padre o yo moriremos. Tú lo sabes.
—Mi padre me ha prometido que no se peleará contigo.
Perry se quedó helado.
—¿Eso te ha prometido?
Garra se secó las lágrimas y asintió.
—Ahora prométemelo tú. Prométemelo, y no habrá problemas.
Perry se pasó las manos por el pelo, y se puso a caminar contra el viento para poder reflexionar sin que el enfado de Garra interfiriera en sus pensamientos. ¿Era cierto que Valle le había hecho aquella promesa? Ello explicaría que no lo hubiera atacado antes, en presencia de Garra. Perry sabía que él no podía comprometerse a lo mismo. La necesidad de llegar a ser Señor de la Sangre nacía de lo más hondo de su ser.
—Garra, no puedo. Debo irme.
—¡Entonces te odio! —gritó el niño.
Perry soltó el aire despacio. Ojalá lo que decía Garra fuera cierto. A él le dolería menos irse.
—¡Peregrino! —La voz de Wylan le llegó entrecortada sobre el monótono rumor del oleaje. Se acercó corriendo a ellos sobre la arena compactada por el agua, el gorro en una mano, el puñal en la otra.
—¡Residentes, Perry! ¡Residentes!
Perry recogió al momento el arco y las flechas y cogió a Garra de la mano. La piel de Wylan, que seguía corriendo, desprendía el olor del miedo, un miedo helado que impregnaba la nariz de Perry.
—¡Deslizadores! —insistió Wylan, entre jadeos—. ¡Y vienen directos hacia nosotros!
Perry se subió a un montículo y oteó a lo lejos. En un extremo apareció un destello, y una nube de arena elevándose tras ella. Segundos después apareció otro deslizador.
—¿Qué está pasando, tío Perry?
Perry empujó a su sobrino hacia Wylan.
—Regresa por el atajo de los pescadores. Llévalo a casa. Y no te separes de él en ningún momento, como si fueras su sombra. ¡Vete ahora mismo!
Garra se apartó de Wylan.
—¡No! ¡Yo me quedo contigo!
—¡Garra! ¡Haz lo que te digo!
Wylan lo sujetó, pero el niño forcejeó para librarse, y los pies se le enterraron en la arena.
—¡Wylan! ¡Sujétalo! —gritó Perry.
Con el peso añadido de Garra, Wylan se hundía más en la arena, y avanzaba despacio. Perry salió corriendo hacia los deslizadores. Se detuvo a unos metros de ellos. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de esos vehículos. Sus superficies azules brillaban como conchas de abulón.
Los alaridos de Garra eran espantosos, agudos. Perry, al oírlos, debía reprimir el impulso de dar media vuelta y salir corriendo. A medida que los deslizadores se acercaban, el aire, eléctrico, le lanzaba descargas en los brazos y se le clavaba hasta lo más hondo de la nariz: estaban agitando el éter. Atrayendo su veneno. A Perry se le ocurrió una idea para usar ese hecho en su beneficio, siempre que no lo matara antes.
Sacó un hilo de cobre del macuto, que normalmente usaba para fabricarse trampas, y en un momento lo enrolló al palo de una flecha. Una descarga le subió por el brazo cuando sus dedos rozaron su punta metálica. Perry ancló el proyectil al arco. Solo disponía de un hilo de cobre. Un solo disparo, un solo intento. Apuntó alto, a fin de que la flecha se elevara lo bastante para impactar en la nave. Calculó la parábola que habría de describir. Tuvo en cuenta la fuerza del viento, y soltó la cuerda.
Las cosas, a partir de entonces, parecieron suceder a cámara lenta. La flecha salió disparada. En su punto más alto, cuando ya empezaba a estabilizarse, un remolino de éter descendió desde el cielo y se encontró con ella. Perry torció el gesto y se cubrió los ojos con las manos cuando la flecha inició el descenso, arrastrando el éter tras ella. Ahora, su disparo transportaba toda la violencia del cielo en su cola. Y descendía emitiendo un ruido infernal, aterrador.
La flecha impactó de lleno en el primer deslizador. Se hundió en el metal. Después, las venas del éter envolvieron la nave, estrangulándola. Absorbiéndola hasta secarla. Perry volvió a entrecerrar los ojos al ver que el éter se concentraba de nuevo en un rayo brillante y ascendía por el cielo, regresando a las radiantes corrientes de las alturas.
El deslizador retorcido rebotó sobre las dunas como una piedra plana lanzada al agua, haciendo temblar la tierra bajo los pies de Perry, hasta que se detuvo, levantando una nube de arena. Tras él pasó una bocanada de aire caliente que traía olores a metal, vidrio y plástico fundidos. Pero el hedor a carne chamuscada era más intenso.
El otro deslizador redujo la velocidad al momento y se posó sobre la arena. La compuerta se abrió, una ranura en el caparazón perfecto. Unos residentes descendieron y se plantaron en el suelo. Perry contó a seis hombres con cascos, cubiertos de trajes azules. Seis contra uno, contra él.
Dos de ellos se arrodillaron al momento. Llevaban unas armas que Perry no reconoció. Abatió al primero de ellos al momento. Montó otra flecha en el arco y volvió a disparar. Perry acertó al segundo residente en el momento en que este le disparaba, un disparo que le pareció como un golpe en las costillas, justo por debajo del brazo izquierdo. Le disparó otra flecha a un tercer residente, pero cuando los tres hombres que quedaban se acercaban a él, sintió que se tambaleaba, y que las piernas primero, y los brazos después, se le adormecían. Se echó hacia delante, incapaz de detener la caída, y aterrizó con la cara en la arena. Intentó incorporarse, pero no pudo.
—Ya lo tengo. —Alguien lo sujetó del pelo y tiró de él para levantarle la cabeza. Tenía arena en la nariz y en los ojos. Parpadeó, pero solo consiguió irritárselos más.
El residente le acercó más su rostro, cubierto por el casco.
—Ahora ya no eres tan peligroso, ¿verdad? —Su voz sonaba metálica y lejana—. ¿Creías que olvidaríamos devolverte la visita, Salvaje?
Dejó caer entonces la cabeza de Perry, que recibió a continuación una patada en las costillas. No sintió dolor; solo el golpe que lo apartaba hacia un lado. Algo le apretaba entre las clavículas.
—¿Qué es?
—Una especie de halcón.
—Si entrecierras los ojos, parece un pavo.
Risas.
—Acabemos con esto.
Le dieron la vuelta y lo colocaron boca arriba.
Un residente le acercó una espada de rayos al cuello. Llevaba guantes negros, de un material más fino que el resto del uniforme.
—Yo me ocupo de este. Vosotros id a por los otros.
—¡No! —balbució Perry. Ahora empezaba a sentir los dedos, que le hormigueaban como si los tuviera entumecidos de frío. Y el dolor despertaba en sus costillas.
—¿Dónde está el Smarteye, Pavo?
—¿El dispositivo ocular? ¡Si lo queréis os lo doy! Ellos no os van a servir de nada.
Lo dijo todo con voz pastosa, pero el residente pareció entenderle bien. Retiró la espada. Perry hacía esfuerzos por recuperar la movilidad de los brazos, pero no le respondían.
—¿A qué esperas, Salvaje?
—¡No puedo moverme!
El residente se rio de nuevo.
—Ese es tu problema, Pavo.
Una oleada de odio insufló a Perry la fuerza necesaria para recobrar los movimientos. Se puso en pie y se dirigió hacia la playa, tambaleante, con piernas temblorosas. Los otros dos residentes corrían hacia Garra y Wylan. Uno de ellos agarró al niño, y el otro abatió a Wylan dándole en la cabeza con un palo corto.
—¡Tío Perry! —gritó Garra.
—¡Más, Salvaje! —gritó el residente de los guantes negros—. Trae el Smarteye.
Perry avanzó a trompicones hasta donde había dejado el macuto. Antes de llegar junto a él cayó de rodillas un par de veces. Había recuperado algo de sensibilidad, pero ahora notaba el dolor en las costillas, que amenazaba con devorarlo entero. Se volvió hacia el residente de la espada de rayos, sosteniendo en alto el dispositivo ocular.
—¡Suéltalo! ¡Lo tengo aquí!
Los dos residentes mantenían a Garra atrapado entre los dos. El niño no dejaba de forcejear.
—¡Para! —le gritó Perry a su sobrino.
Garra logró liberar un brazo y asestó un puñetazo a uno de los residentes en la entrepierna. El hombre retrocedió, pero su compañero reaccionó rápidamente, pateándole en el estómago. Garra cayó sobre la arena. Se levantó despacio, sosteniendo su puñal. El puñal viejo de Perry. El residente estaba prevenido, y le asestó un revés que hizo saltar el arma y a Garra por los aires. Con la mirada turbia, Perry vio que el cuerpo de su sobrino quedaba inmóvil. Las olas, tras él, rompían en la orilla.
Una bocanada de aire llevó hasta Perry el estado de ánimo de su sobrino en forma de olor, un olor que lo embistió tanto como cualquiera de los golpes que acababa de recibir. No podía enfrentarse a los topos así, temblando de terror. Con unas piernas que apenas lo sostenían.
—¡Ya basta! ¡Cogedlo!
Perry le arrojó el dispositivo ocular al residente.
El hombre lo recogió con la mano enguantada, y se lo metió en un bolsillo de la pechera.
—Demasiado tarde.
Y entonces se acercó a Perry con la espada de rayos alzada y lista. En la playa, uno de los residentes había levantado al vuelo a Garra y lo llevaba hacia la orilla, hacia el deslizador. Perry no daba crédito a lo que veía. Se llevaban a su sobrino.
—¡No! —gritó Perry—. ¡Os lo he devuelto! ¡Sois hombres muertos, topos!
El residente de los guantes negros seguía acercándose. Perry no disponía de arma, y el estado de ánimo de Garra lo había dejado atrapado entre el pánico y la rabia. Retrocedió hasta el mar. El residente lo seguía, caminando torpemente por culpa del aparatoso traje. La ola chocó contra sus rodillas y le salpicó el casco. Perry se dio cuenta de que los topos no conocían bien el agua. De modo que cuando llegó la ola siguiente, él ya estaba preparado. Perry se abalanzó sobre él y lo empujó. Se le metió agua salada en la nariz, lo que le dio un instante de clarividencia. Volvía a ser el mismo.
Arrancó la espada de rayos de la mano del hombre, al tiempo que los dos caían al agua poco profunda. La ola se retiró y los dejó trabados, forcejeando en un palmo de agua. El residente se incorporó para abalanzarse sobre él. Perry bajó la cabeza y le hundió los dientes en una mano enguantada. Sus caninos rasgaron el tejido al momento. La boca se le llenó del sabor de la sal y la sangre, y sintió la tensión del músculo. Mordió hasta que el hueso le impidió penetrar más.
El grito del hombre llegó amortiguado por el casco. Perry rodó por el suelo y se puso en pie. El residente se arrastró fuera del agua, retorciéndose de dolor. Perry le aplastó el casco con la bota. El casco se partió, exhalando un soplo de aire que Perry reconoció, desagradable, fino. Una patada más, y el hombre se desplomó sobre la arena.
Perry le arrancó el dispositivo ocular del bolsillo, y regresó hasta la orilla para recoger el arco y las flechas.
—¡Garra!
No veía a su sobrino por ninguna parte, solo el deslizador que flotaba en el aire. Con la compuerta cerrada. Y entonces, levantando un remolino de arena, el vehículo se elevó y se perdió en la distancia.
• • •
Regresó corriendo a casa, ausente, apretando mucho el brazo contra las costillas, para aliviar el dolor. Se detuvo al llegar a lo alto del acantilado. Desde aquella distancia, el recinto parecía un círculo de piedras en medio del valle. El cielo, lleno de oleadas de éter y nubarrones convertía la tarde en noche anticipada. Perry ladeó la cabeza, en busca del olor de los vientos de tormenta. Por lo que él percibía, no había ni rastro de residentes.
Sí le llegaba un olor intenso a bilis. Wylan subía corriendo, apretándose la cabeza con una mano para cubrirse el golpe que los residentes le habían propinado en la frente. Había vomitado dos veces durante el trayecto. El hedor todavía lo envolvía.
—No me gustaría nada estar en tu lugar ahora mismo —dijo. Su mirada era oscura, salvaje—. He oído a esos topos. Venían a por ti. Valle te va a abrir en canal.
—Va a necesitarme para recuperar a Garra —replicó Perry.
Wylan se echó hacia delante y escupió. Y entonces soltó una carcajada.
—Peregrino, tú eres la última persona a la que tu hermano necesita.
Perry los encontró a todos en la explanada, conversando animadamente, mientras sonaba una música festiva. Las antorchas encendidas a lo largo del perímetro del recinto añadían brillo al encuentro, y lo diferenciaban de la luz fría que los rodeaba. Algunas parejas bailaban. Había niños que pululaban entre la multitud, ocultándose entre los faldones de las mujeres, riendo alegremente. Era una escena rara, como si nadie se diera cuenta de que el éter se arremolinaba sobre sus cabezas. Como si no les importara que del cielo pudiera llover fuego en cualquier momento.
Valle estaba sentado sobre una de las cajas, junto a la cocina, conversando con Oso, que lo acompañaba. Sostenía una botella en la mano, y parecía relajado. Alegre de presenciar la celebración.
—¡Perry! —lo llamó Arroyo, antes de agarrar el brazo de la persona que tenía al lado. Su voz de aviso se propagó como una onda entre la multitud, y la música se detuvo. Perry oía solo los bramidos y balidos asustados de los animales del establo.
Valle lo miró, y la sonrisa se le borró del rostro. Saltó de la caja y dio un paso al frente, buscando con la mirada a alguien entre los congregados, detrás de su hermano.
—¿Dónde está Garra? ¿Dónde está Garra, Perry?
Perry se tambaleó. Veía las manchas doradas que salpicaban los ojos verdes de Valle.
—Los residentes se lo han llevado. No he podido impedírselo.
Valle le entregó la botella a alguien sin dejar de mirarlo.
—¿De qué estás hablando, Peregrino?
—Se lo han llevado los residentes. —No acababa de creerse que hubiera sido capaz de pronunciar aquellas palabras. Que fueran verdad. Que él estuviera allí, contándole a Valle que su hijo había desaparecido.
Valle arqueó mucho las cejas oscuras.
—Eso no puede ser. Nosotros no les hemos hecho nada.
Perry se fijó en los rostros asombrados de las personas que los rodeaban. No debería habérselo contado a Valle allí. Cuando la neblina de la incredulidad se disipara, la noticia lo destruiría. Pero Valle, como Señor de la Sangre, como padre de Garra, no habría debido soportar algo así en presencia de su tribu.
—Vamos a casa —dijo Perry.
Valle vaciló. En un primer momento pareció que iba a seguir a Perry, hasta que Wylan intervino.
—Díselo aquí. Todo el mundo tiene derecho a oírlo.
Valle se acercó más a él.
—Habla de una vez, Peregrino.
Perry tragó saliva.
—Es que yo… yo me colé en la fortaleza de los residentes. —Al oírse, a él mismo le pareció ridículo en ese momento. Como un chiste malo—. Hace unas noches —añadió—. Después de irme de aquí.
Aunque Perry no se lo dijera, Valle sabría que se había ido después de su pelea. Que había actuado como un niño frustrado y había hecho alguna locura, como siempre. En el silencio que siguió, Perry notó que se le aceleraba la respiración, como si acabara de correr. Le llegaba el olor de muchos humores: Ira. Asombro. Emoción. Los intermitentes pesos, colores y temperaturas tan potentes que empezaba a marearse.
La confusión asomó al rostro de Valle.
—¿Se han llevado a mi niño por lo que tú hiciste?
Perry negó con la cabeza.
—Han venido a buscarme a mí. Garra estaba conmigo, eso es todo.
No podía seguir mirando a su hermano a la cara. Bajó la vista y la posó en el laberinto de pisadas grabadas en la tierra. Un instante después, ladeó la cabeza y hundió los hombros hasta que rozaron el suelo. Alzó los ojos hacia Valle, sintiendo que un calor le recorría las venas. Estaba a los pies de su hermano. Y allí debería quedarse. Era lo que merecía. Pero no podía.
Se levantó de un salto. Valle desenvainó el puñal. Perry hizo lo mismo. La gente empezó a gritar, y se apartó de ellos.
Perry no daba crédito a lo que sucedía. Era Garra el que debería haber regresado al recinto, no él. Él debería haberse ido hacía tiempo.
—Lo traeré de regreso —dijo—. Traeré a Garra. Juro que lo haré.
La rabia brillaba en los ojos de Valle.
—¡No puedes devolvérnoslo! ¿Es que no lo entiendes? Si vas tras él, los residentes podrían destruirnos a todos.
Perry se agarrotó. No lo había pensado, pero Valle tenía razón. Los residentes podían contar con docenas de Deslizadores como los dos que él acababa de ver. Cientos de hombres preparados para luchar. Se sintió estúpido por no haberlo pensado antes. Y peor aún por no preocuparse.
—Es Garra —insistió—. Debemos rescatarlo.
—¡No hay rescate posible, Peregrino! ¡Esto lo has hecho tú! Padre tenía razón. Estás maldito. ¡Lo destruyes todo!
Perry sintió que le temblaban las piernas. Su hermano no hablaba en serio. No podía ser. Perry había sobrevivido a las broncas de su padre gracias a Valle. Tras todos sus arrebatos, eran Valle y su hermana, Liv, los que lo salvaban asegurándole que lo ocurrido no era culpa suya; lo que él consideraba el mayor error de su vida. Hasta ese momento.
—Yo no sabía… Esto no tendría que haber pasado.
Nada de lo que dijera iba a servir de ayuda. Lo que tenía que hacer era encontrar a Garra.
Valle se llevó la mano a la boca, como si estuviera a punto de vomitar.
—Lo siento, Valle… Lo siento.
Valle se abalanzó hacia él de pronto. Perry se echó a un lado. Por primera vez en meses, supo exactamente lo que tenía que hacer. Esquivó la embestida de su hermano, ganando unos palmos de espacio. Y entonces se arrojó contra la multitud.
La gente gritó de sorpresa. A pesar de todos los defectos que pudiera tener, nunca lo habían acusado de ser cobarde. Pero en ese momento se tragó la vergüenza y salió corriendo, llevándose a la gente por delante en su huida.
Valle no podía luchar por Garra, pero él sí lo haría. Se había convertido en la única esperanza para el niño.